Larry hace una pequeña gestión… y Fatty tampoco pierde el tiempo
Larry y Daisy llegaron a su casa a las seis y cuarto en punto. Por entonces, su tía estaba ya allí. Tras charlar cortésmente con ella por espacio de unos diez minutos, Larry se escabulló, dejando a Daisy con la dama. El muchacho subió a su habitación en busca de su nuevo libro sobre pájaros de jardín. ¡A Erb le encantaría hojearlo!
Una vez en el jardín de la casa de al lado, encaminóse a la puerta trasera y llamó cuatro veces consecutivas, para indicar a Erb, mediante esta señal previamente convenida, que deseaba hablarle.
Erb no tardó en acudir a abrirle.
—¡Hola! —dijo éste—. ¿Qué sucede?
—Nada —contestó Larry—. He pensado que a lo mejor te gustaría leer mi nuevo libro. Contiene todos los pájaros de jardín habidos y por haber, al menos los corrientes en nuestro país.
—Entra —invitóle Erb, ávidamente—. Mamá ha salido. Echemos una ojeada a tu libro. ¡Atiza! ¡Qué bonito! ¿De veras querrás prestármelo?
Erb instalóse ante la mesa y abrió el libro, deseando en su fuero interno que Larry regresara en seguida a su casa y le dejase solo con él. No cabía duda que Herbert estaba chiflado por los pájaros.
Mientras Larry trataba de idear un medio para iniciar sus preguntas sobre la noche anterior, Erb brindóle de pronto la oportunidad deseada.
—¡Ooooh! —exclamó el chico—. ¡Aquí hay un estupendo capítulo sobre las lechuzas! ¡Qué láminas más preciosas! Me encantan las lechuzas. Estoy siempre atento por si oigo alguna. ¡Atiende! ¡Ahora hay una ululando! ¿La oyes?
A los oídos de Larry llegó una prolongada ululación.
—¿Oíste alguna lechuza anoche, Erb? —preguntó el muchacho, enderezándose.
—Sí —asintió Erb—. Les gustan las noches de luna, ¿sabes? Una de ellas se acercó tanto a mi ventana que pensé que me llamaba para ir a cazar ratones con ella. La vi incluso volar por delante de la ventana, aunque no pude captar el rumor de su suave aleteo.
—¿A qué hora la oíste? —inquirió Larry—. ¿Te fijaste?
—¿Por qué me lo preguntas? —exclamó Erb sorprendido—. ¿La oíste tú también? Vamos a ver, déjame recordar. Oí lechuzas antes de acostarme, a eso de las diez. Luego, volvieron a despertarme hacia las doce y media. Entonces, fue cuando vino una a mi ventana. En vista de ello, me levanté a observarlas un rato.
—¿A dónde da tu habitación, a nuestra casa? —preguntó Larry.
—No —repuso Erb—, a la del otro vecino, la que fue robada anoche. Cuando me asomé a mirar por la ventana a las doce y media aún había luz en la sala de estar. Sin duda, el señor Fellows estaba trabajando allí según su costumbre. A veces, no corre las cortinas y le veo sentado ante una mesa. Pero anoche las cortinas estaban corridas. Además, creo que tenía puesta la radio. Aseguraría que la oí.
—Supongo que, después de esto, ya no volviste a oír más lechuzas —murmuró Larry con la esperanza de sonsacarle—. Probablemente las había a montones, buscando ratones a la luz de la luna.
—Desde luego —asintió Erb—. Algo me despertó más tarde, pero no creo que fuesen lechuzas. En realidad, ignoro de qué se trataba. Encendí la luz y comprobé que eran las tres y cuarto. Fui a la ventana y agucé los oídos por si ululaban lechuzas otra vez, y, en efecto, percibí los graznidos de varias lechuzas pardas y de otras más pequeñas.
—¿Se había apagado ya la luz de la sala del vecino de al lado? —inquirió Larry.
—Sí, pero lo curioso es que me pareció ver luz en la cocina, aunque no era luz eléctrica, sino más bien una linterna o una vela.
Todo esto resultaba en extremo interesante. Larry preguntóse si la luz de la cocina no habría sido la linterna del hombre que había entrado en la casa a través de la ventana rota.
—¿No recuerdas qué clase de ruido era el que te despertó? —insistió Larry—. ¿No fue el producido por la rotura de un cristal, pongo por caso?
—Es posible —respondió Erb, frunciendo la frente—. ¿Te refieres al robo de la casa vecina? Pues, sí, no descarto la posibilidad de que lo que oi, fuese la rotura de un cristal y lo que vi en la cocina una linterna, pero no puedo asegurarlo. Apenas presté atención a esos detalles.
E inclinando de nuevo la cabeza hacia el libro, el chico enfrascóse en su lectura. Larry se puso en pie, convencido de que no podría sacarle nada más. Saltaba a la vista que Erb se tomaba mucho más interés en los pájaros que en los robos, y parecía tenerle sin cuidado lo acaecido en la casa de al lado.
—Adiós, Erb —despidióse Larry.
Y regresó a su casa. ¡Vaya con Erb y sus lechuzas! ¡Ojalá pasara un buen rato con el libro de los pájaros! Merecía aquel préstamo a cambio de la valiosa información que acababa de facilitarle.
Larry telefoneó a Fatty e informóle clara y concisamente de toda la conversación sostenida con su vecino.
—Cada vez te luces más en los informes —elogió Fatty, satisfecho—. Gracias por todos esos interesantes pormenores. No cabe duda que el ladrón rompió el cristal alrededor de las tres y cuarto y que, al poco rato, el señor Fellows huyó de la casa, probablemente llevándose consigo el objeto u objetos que buscaba el intruso.
—Bien —masculló Larry—, supongo que ahora decidirás que tu respetable tío Horacio andaba vagando sonámbulo por la calle alrededor de las tres y cuarto de la madrugada, y la mitad de los vigilantes nocturnos de Peterswood se enterarán de su vida y milagros, incluidas las zapatillas.
—En efecto —asintió Fatty—. ¡Pero qué inteligente eres, Larry! Gracias por todo, amigo. Has hecho una buena faena. Mañana te contaré mis andanzas nocturnas.
Aquella noche, Fatty subió a acostarse a las ocho, inmediatamente después de cenar.
—Me alegro de que tengas la sensatez de acostarte temprano —aprobó su madre—. Has tenido una jornada muy larga. Tu padre y yo saldremos a jugar al «bridge». No leas hasta muy tarde, Federico.
Fatty prometió ser prudente, felicitándose de su buena suerte. Al presente, no tendría que desvestirse del todo para meterse en cama, pues ya no había peligro de que su madre pasara a darle las buenas noches.
A poco, oyó que su padre sacaba el coche. El ronroneo del motor no tardó en repercutir en el sendero y en la calle, hasta perderse a lo lejos. Magnífico. Ahora podría operar.
Por espacio de unos instantes, estuvo indeciso respecto a un posible disfraz. ¿Se disfrazaría? En realidad, no era necesario. Por otra parte, disfrazarse resultaría siempre divertido, especialmente después de haber podido hacerlo durante aquellas aburridas vacaciones. Total que el chico «decidió» caracterizarse y, tomando una linterna, desapareció con «Buster» en la oscuridad del jardín, en dirección al cobertizo donde guardaba sus disfraces.
El muchacho optó por ponerse algo discreto para no asustar a los vigilantes nocturnos, amodorrados junto a sus fuegos. Eligió, pues, un pequeño bigote y una dentadura postiza de dientes saltones. En lugar de peluca, luciría su propio pelo, cubierto con una gorra a cuadros. Se la pondría con la visera hacia atrás para estar más chulo.
Luego, escogió un abrigo de «tweed», algo grande para su talla, y una bufanda de lunares azules. Una vez caracterizado, miróse al espejo. ¿Parecía un joven interesado en obtener información de un tío sonámbulo? Fatty llegó a la conclusión de que así era.
El chico se puso en marcha, diciéndose que lo mejor que podía hacer era encaminarse en dirección al río, ya que el hecho de que el señor Fellows hubiese salido por el portillo trasero indicaba que el hombre habíase dirigido allí en lugar de remontar la calle, hacia las colinas. Ahora bien, ¿cuál era la calle en reparación entre las que conducían al río?
A su pesar, Fatty no llevó a «Buster» consigo. Mucha gente conocía al perrito y, si lo veían en compañía de un joven desconocido a aquellas horas de la noche, a lo mejor pensarían que éste lo había robado. Así, pues, «Buster» se quedó en el cobertizo, acurrucado en una alfombrilla.
Fatty dirigióse a la casa del señor Fellows. La villa aparecía en la más completa oscuridad. Deteniéndose junto al portillo trasero, el muchacho contempló la calle. Sí, descendería por ella y, cuando llegase al fondo, observaría si veía el resplandor de algún brasero encendido.
El muchacho echó a andar a buen paso. Al llegar al extremo de la calle, miró a izquierda y derecha. No había rastro de vigilantes nocturnos. Doblando a la derecha, Fatty dirigióse a la próxima bocacalle. Allí la suerte le fue más propicia.
Varias luces encarnadas lucían en hilera, y, en medio de ellas, distinguíase la oscura forma de una barraca con un brasero enfrente. Fatty acercóse al lugar.
Al oír sus pasos, el vigilante asomó la cabeza al exterior.
—Buenas noches —saludó Fatty, jovialmente—. ¡Qué buen fuego tiene usted ahí! ¿Me pasará usted factura si me acerco a calentarme un poco las manos, amigo?
—Nada de eso —repuso el viejo guardián, dando una bocanada a su pipa—. Bien venido sea usted y caliéntese a su gusto. Todo el mundo que pasa por aquí suele aprovecharse de mi fuego.
—¿Transita mucha gente por esta calle después de medianoche? —preguntó Fatty, extendiendo las manos sobre la cálida lumbre.
—A veces, pasa el policía, el señor Goon —contestó el vigilante—. Es muy charlatán. Como siempre trae entre manos algún caso importante, me lo cuenta de pe a pa. También pasa algún que otro pescador aficionado a la pesca nocturna. Por lo visto es más fácil pescar a estas horas, porque nadie mete ruido.
—A lo mejor ha visto usted alguna vez a mi tío Horacio —aventuró Fatty—. Es un viejo muy particular. Anda dormido.
—¿De veras? —inquirió el vigilante, con interés.
—Lo que oye, amigo. ¿Recuerda usted si le vio anoche, vagando por esas calles en batín o bien con un abrigo encima del pijama y calzado con zapatillas?
El hombre echóse a reír como un ganso. Fatty escuchó atentamente aquella risa, prometiéndose imitarla alguna vez. ¡Era maravillosa! ¡Parecía el cacareo de una gallina!
—No, no le vi —replicó el viejo—. Y me alegro de que así fuera porque, a lo mejor me habría figurado que dormía y soñaba, cosa realmente indigna de un vigilante. Pero mi camarada Willie, el que vigila un poco más allá, cerca del río, dijo haber visto a un sujeto en pijama, anoche. Tal vez se trataba de su tío Horacio, amigo. Debería usted encerrarle bajo llave. ¡De lo contrario, una noche es capaz de ahogarse practicando el sonambulismo a la orilla del río!
—Sí —convino Fatty, alborozado ante esta inesperada noticia—. Creo que «no tendré más remedio» que encerrarle en el futuro. Voy a interpelar a Willie. ¡Hola! ¿Quién es aquél?
Acababa de sonar el timbre de una bicicleta. Casi simultáneamente surgió una figura familiar a la luz del farol más inmediato. ¡Atiza! ¡Era Goon! ¿Qué andaría «haciendo» por allí?