¿Misterio a la vista?
—A ver si guardamos todos silencio mientras trabaja el gran cerebro de nuestro jefe —instó Larry—. ¡Cállate, «Buster»! ¡Mucho silencio!
Fatty no tardó en poner en orden sus ideas y en exponerlas a sus amigos.
—En mi opinión, las cosas sucedieron así —declaró—. Alguien deseaba arrebatarle algo al señor Fellows. Ignoramos qué. Fuera lo que fuese, el caso es que por algún motivo el hombre tuvo que introducirse subrepticiamente en la casa, tal vez por estar convencido de que Fellows no le permitiría entrar si llamaba a la puerta principal. De lo cual se deduce que el sujeto en cuestión quería algo que Fellows se negaba a darle.
—Sí, todo esto resulta muy verosímil —convino Pip—. ¿Pero por qué Fellows huyó de la casa como alma que lleva el diablo?
—Aguarda un momento —repuso Fatty—. No te precipites. El hombre se ocultó en espera de una oportunidad de penetrar en la villa. Probablemente quiso dar tiempo a que Fellows se acostara para sorprenderle, acaso revólver en mano, y apoderarse de lo que quería. Así, pues, entró en la casa en el momento que juzgó oportuno, sin peligro.
—Jamás se me habría ocurrido todo esto —comentó Bets admirada—. ¡Lo cuentas como si fuera una novela de aventuras!
—Como iba diciendo —prosiguió Fatty—, el hombre entró en la villa, pero, contra lo que esperaba, no pilló a Fellows desprevenido. Es posible que éste oyese la rotura del cristal y sospechara lo que se le venía encima. Sea como fuere, al oír que alguien entraba por la ventana trasera, ¿qué hizo? Salir precipitadamente por la puerta anterior, dejarla abierta de par en par, y perderse en la oscuridad de la noche…
—No estaba tan oscura como eso —exclamó Daisy—. Anoche había luna. Sus rayos inundaban mi habitación.
—Tienes razón —rectificó Fatty—. Ahora recuerdo que la mía también estaba iluminada por la luz de la luna. ¡Muy bien, Daisy! ¡Tu observación ha sido acertadísima! Bien, prosigamos. Fellows huyó en la clara noche, a buen seguro llevándose consigo el objeto que buscaba el otro individuo. Éste encontróse, pues, con que el pájaro había volado, pero como no sabía a ciencia cierta si Fellows habíase llevado el objeto apetecido, procedió a revolver toda la casa para buscarlo. Y, a juzgar por lo que vi, no dejó ni un solo rincón, cajón ni armario por registrar.
—No sé cómo te las arreglas para llegar a estas conclusiones —exclamó Bets—. Nunca he conocido a nadie capaz de atar cabos tan de prisa como tú.
—Fatty es un «as» —elogió Larry—. Siempre supera a Goon y a todo el mundo por su gran intuición.
—Gracias, Larry —agradeció Fatty, satisfecho—. Todos los buenos detectives deben tener intuición. Bien, ahora lo que falta saber es «qué» clase de objeto era el que se llevó Fellows. A buen seguro, no se trataba de nada excesivamente voluminoso o pesado, porque, en tal caso, el hombre no habría podido ir muy lejos con ello y, por otra parte, se exponía a que alguien le viera y le detuviera para averiguar qué llevaba en el paquete o saco sospechoso.
—Claro está —convino Daisy—. ¡Caramba, Fatty! ¡Si sigues reconstruyendo los hechos a esta marcha, no me sorprendería que nos dijeses qué era lo que llevaba el hombre encima!
—¡Ojalá pudiera adivinarlo! —suspiró Fatty—. No obstante, creo que he encontrado algo que podrá ayudarnos, aunque no sé cómo.
Y al tiempo que así se expresaba, sacóse del bolsillo el guantecito encarnado. Todos lo contemplaron asombrados. «Buster» lo olfateó insistentemente.
—Parece de muñeco o de bebé —observó Daisy—. ¿«Podría» haber sido de un bebé?
—He considerado la posibilidad de que Fellows hubiese secuestrado a un bebé o a un niño muy pequeño —manifestó Fatty—. Pero he llegado a la conclusión de qué no fue así. No había nada en la casa que indicase la presencia de un niño. ¡Sólo este guante!
Larry lo tomó para examinarlo.
—Está muy limpio —masculló—. No creo que le sirviera a ningún niño mayor de dos años. ¿Dónde está tu muñeca grande, Daisy, aquélla que tenías a los tres años y que entonces era tan alta como tú?
—Guardada en algún armario —respondió Daisy—. Voy a buscarla. Esperad un momento.
Mientras la muchacha se alejaba, Fatty dijo a Pip:
—Me enseñaste el dibujo de las huellas del ladrón. Pero ¿y las de Fellows? Si mal no recuerdo, los localizasteis en los parterres del jardín anterior y en el sendero que conduce al portillo posterior. ¿Las reprodujiste?
—¡Naturalmente! —afirmó Pip, palpándose el bolsillo—. Sólo que me olvidé de mostrártelas.
Y sacando otro papel doblado del bolsillo, agregó, en tanto lo desdoblaba cuidadosamente:
—Éstas son unas huellas muy raras, Fatty, más pequeñas que las otras y algo planas e indistintas.
Fatty las examinó en silencio.
—Opino que Fellows huyó en zapatillas —dijo al fin—. Esta huella no es de zapatos ni de botas, con tacones de suela o de goma, sino de unas zapatillas planas. A lo mejor, el hombre salió con el pijama, el batín y las zapatillas puestas. Si estaba acostado o se disponía a hacerlo, lo más seguro es que huyera con esa indumentaria.
—Sí, tienes razón —aprobó Pip—. No cabe duda que esta huella «corresponde» a la planta de unas zapatillas planas. Oye, Larry, ve a buscar las tuyas. Son planas, ¿verdad? Si las traes comprobaremos qué clase de huellas producen. Hay un rincón muy lodoso junto a la tapia.
Larry fue a por sus zapatillas y volvió con Daisy, que traía también su muñeca. Ésta era muy grande y muy hermosa. Fatty le probó el guante.
—En efecto —dijo el muchacho—. El niño a quien pertenecía este guante no era mucho más grande que tu muñeca, Daisy. Pero lo que no comprendo es por qué lo dejó caer el hombre, a menos que llevase un niño en brazos que le estorbaba.
Y guardándose de nuevo el guante en el bolsillo, observó a Larry en su cometido de quitarse las botas y ponerse unas zapatillas encarnadas.
Todos le siguieron al lugar lodoso junto a la tapia.
—Corre por ahí —ordenó Fatty.
Larry corrió en ambas direcciones.
En aquel preciso momento, su madre asomóse a la ventana. Excuso decir la sorpresa de la dama al ver correr a Larry de un lado a otro del rincón más lodoso del jardín con las zapatillas puestas. Éstas eran de un color rojo tan subido que resultaba imposible no verlas, incluso a distancia.
La señora golpeó los cristales de la ventana y, por último se decidió a abrirla para gritar a su hijo:
—¡Larry! ¿Qué estás haciendo? ¡Sal de ahí inmediatamente!
—¡Toma! —farfulló Daisy—. ¿Cómo no se nos habrá ocurrido que mamá nos vería desde la ventana?… Está bien, mamá. Nos limitamos a hacer una prueba.
—Pues desistid ahora mismo —replicó la dama—. Y haced el favor de decir a vuestros amigos que va a dar la una. Estoy segura de que Pip y Bets deberían estar en su casa ya.
Y, cerrando la ventana, la señora desapareció. Fatty examinó rápido pero cuidadosamente las planas huellas producidas por las zapatillas de Larry.
—Sí, se parecen mucho a las de Fellows —concluyó comparándolas con las del dibujo de Pip—. ¿Tú qué opinas, Pip? ¿Son «iguales»? Supongo que, al dibujarlas, te fijaste mucho en ellas.
—Sí, exactamente iguales —asintió Pip—. Vamos, Bets. Es cuestión de ir a casa «volando». ¿Cuándo volveremos a reunimos, Fatty? ¿Os parece bien que lo hagamos en nuestra casa?
—De acuerdo —accedió Fatty, doblando el papel y metiéndoselo en el bolsillo—. Nos reuniremos esta tarde a las tres y media, a no ser que alguno tenga que descansar un poco después de comer, debido a lo que el doctor llama «la modorra de la convalecencia». Hemos trabajado mucho esta mañana y, además, ¡nos hemos divertido de lo lindo!
Larry y Daisy entraron en su casa con la muñeca y las zapatillas encarnadas. Pip y Bets apresuráronse a regresar a la suya. Fatty echó a andar con más calma, sin cesar de cavilar por el camino. Aquel vulgar suceso tenía más alcance de lo que parecía a simple vista. Mucho más alcance, se dijo el muchacho. No era un robo corriente. Es más, Fatty dudaba incluso de que el «ladrón» se hubiese llevado nada.
«Apuesto a que el señor Fellows huyó con lo que el hombre buscaba —pensó el chico—. ¿Dónde estará ahora? ¿Dónde habrá metido lo que deseaba esconder? ¿Volverá a su casa?».
Gracias a que la señora Trotteville había salido a almorzar fuera de casa, Fatty pudo saborear una copiosa y suculenta comida instalado él solito ante la chimenea. Durante todo el almuerzo reflexionó sobre el nuevo problema. De momento, no era propiamente un «misterio», pero resultaba, en verdad, muy interesante. Al entrar en la estancia a recoger los platos, Jane, la doncella, mostróse sorprendida al ver lo mucho que había comido su señorito.
—¡Cáspita! —exclamó Fatty, contemplando con asombro la sopera y las fuentes vacías—. ¡Pues es verdad! ¡He dejado la vajilla limpia! He estado cavilando y, cuando cavilo, necesito comer mucho, Jane. ¿Qué hay de postre? ¿Fillós a la francesa? ¡Magnífico! ¿Cuántos me tocan? ¡Recuerde que para pensar hay que zampar mucho!
Jane echóse a reír. ¡No cabía duda que el señorito Federico era un muchacho prevenido! En vista de ello, la doncella fue a decir a la cocinera que friera otra tanda de pastelillos para Fatty.
Éste se proponía idear un buen plan para resolver aquel nuevo problema, inmediatamente después de almorzar, pero, por desgracia, quedóse profundamente dormido ante la chimenea, con «Buster» a su lado, acurrucado en la alfombrilla del hogar, y ya no se despertó hasta que el reloj dio las tres y media.
El muchacho se puso en pie de un brinco. ¡Qué horror! ¡Sí, por entonces debía de haber estado ya en casa de Pip! Rápidamente, tomó el abrigo y la gorra del perchero, y recordó las órdenes de su madre de ponerse una bufanda mientras subsistiese el resfriado. Para ganar tiempo, decidió ir en bicicleta, con «Buster» en la cesta anterior.
Al llegar a casa de Pip, llamó al timbre insistentemente, con gran enojo por parte de la señora Hilton. ¿Por qué Fatty anunciaba siempre su llamada? ¡Sin duda, aquel chico necesitaba un rapapolvo! ¡Cada vez tenía más humos!
—Siento haberme retrasado —disculpóse Fatty, al entrar en el cuarto de jugar del piso de arriba, con «Buster» retozando a sus pies—. Me dormí. No sé cómo fue.
—¡A todos nos ha pasado lo mismo! —tranquilizóle Larry, con una sonrisa—. Empiezo a creer que el doctor tenía razón. Pip y Bets estaban aún durmiendo cuando llegamos.
—Pero ahora estamos muy «despiertos» —declaró Pip—. Mamá dice que puedes quedarte a merendar, si quieres. La cocinera ha hecho un gran pastel de chocolate, de modo que la suerte te sonríe. Mamá nos ha dado permiso para terminárnoslo entre todos, si nos apetece.
—Ésa es la ventaja de haber pasado la gripe —observó Bets—. Las personas mayores creen que necesitamos comer mucho para recuperarnos y, por ejemplo, nuestra madre, en lugar de decir: «Vamos, no seáis tan glotones», repite constantemente: «Comed más, chiquillos. Eso es poco. Ahí va otra ración». ¡Ojalá se prolongue mucho nuestra convalecencia!
Todos hicieron votos porque así fuera. Pip fue en busca del resto de los bombones de menta que Bets le había regalado y ofreció uno a todos los presentes. Luego, los chicos se instalaron cómodamente en torno a la chimenea, con el ánimo muy optimista y los mofletes hinchados bajo la presión del respectivo bombón.
—Ahora, vayamos al grano —propuso Larry—. Este mediodía tuvimos que dejarlo todo en el aire para ir a comer, y es cuestión de concretar. ¿Tienes algún plan, Fatty? ¿Crees que este caso es un misterio? A mi modo de ver, parece bastante trivial, comparado con los misterios que hemos desentrañado en anteriores ocasiones, pero aunque fuese un misterio «insignificante» sería estupendo aclararlo en estos cuatro o cinco días que nos quedan de vacaciones.
Estas últimas palabras motivaron las naturales protestas. A ninguno le hacía ni pizca de gracia volver al colegio, y, no obstante, repuestos ya de su enfermedad, era inevitable.
—Creo —declaró Fatty, pausadamente—, que es muy «posible» que la cosa resulte ser un misterio. En caso afirmativo, sacaremos el máximo partido de la situación. Al fin y al cabo, un misterio, grande o pequeño, es siempre un misterio, y hay que desentrañarlo. ¡Propongo que pongamos manos a la obra inmediatamente!