El señor Goon oye voces raras
A los tres días, todos los investigadores hallábanse ya completamente repuestos de su enfermedad. Quizá contribuyó a ella una inesperada racha de buen tiempo. El caso es que todos decidieron salir a tomar el sol, prescindiendo del frío que pudiera hacer.
Por primera vez durante aquellas vacaciones fueron a pasear juntos, y pasaron un buen rato, aunque en realidad Bets era la única que tenía ganas de correr.
—Propongo que entremos en la granja a tomar una taza de chocolate caliente —sugirió Fatty, cuando llegaron a la calle Mayor—. Vamos, «Buster», no pierdas el tiempo mirando a los gatos sentados en lo alto de las tapias. ¡No bajarán para darte gusto a ti! ¡Me sorprende que un perro tan listo como tú no sepa aún una cosa tan elemental!
Los chicos entraron en la pequeña lechería e instaláronse en una de las mesas. En verano, solían tomar allí leche helada, refrescos o helados. En invierno, el pequeño establecimiento hacía el gran negocio a base de leche caliente, cacao y chocolate a la taza.
Una mujer baja y regordeta acudió a servirles.
—Vaya, vaya —les dijo, sonriente—. Creí que habíais vuelto o la escuela. Llevaba muchos días sin veros. ¿Qué vais a tomar?
—Chocolate caliente, galletas de jengibre y bollos de pasas —encargó Fatty, que siempre disponía de mucho dinero para sus gastos.
—Esta vez, invito yo —declaró Larry—. Todavía no he gastado ni siquiera la mitad de mi aguinaldo. Tú ya nos has invitado muchas veces.
Fatty accedió. Sabía que a Larry le molestaba un poco que siempre pagase él los convites, y se consoló pensando que, en todo caso, podría invitar a sus amigos a una segunda taza de chocolate con galletas.
—Por lo visto, la gripe me ha abierto el apetito —dijo—. Hace dos días que no paro de comer.
—¡Qué suerte! —exclamó Daisy—. A mí me encanta tener apetito.
—Porque sabes que podrás saciarlo —repuso Pip—. En cambio, no sería nada divertido sentir hambre si no tuviese uno ni un pedazo de pan que llevarse a la boca en varios días.
Ninguno de los muchachos acertó a responder a esta observación. De pronto, «Buster» se levantó y, dirigiéndose a la puerta, se puso a ladrar ruidosamente.
—¡Cállate, «Buster»! —ordenó Fatty—. ¡Repórtate! No ladres a esa anciana.
—No es una anciana —replicó Bets de pronto, atisbando por el escaparate de la tienda, desde su asiento—. Es el señor Goon.
—Confío en que no entre aquí —suspiró Pip, procediendo a comerse un bollo de pasas—. ¡Qué rico está esto! ¡Son pasas fresquísimas!
Bets dio una mirada circular a la tienda. En la repisa de la chimenea había una vaca modelada en barro, de aproximadamente medio metro de altura, con la cabeza movible bajo el debido impulso.
—Me gusta esta vaca —declaró Bets, levantándose para acercarse a ella—. Voy a hacerla cabecear. A ver si consigo que menee la cabeza todo el tiempo que estemos aquí.
Y tras dar impulso a la cabeza de la figura, volvió a su silla, sin perder de vista a la vaca. En aquel momento «Buster» se puso a ladrar de nuevo, obligando a los cinco amigos a volverse a mirar hacia la puerta.
El señor Goon hallábase allí de pie, con los botones de la guerrera a punto de estallar bajo la tensión de su rolliza humanidad.
—Llama a ese perro —ordenó a Fatty—. Átalo a una correa. No estoy dispuesto a que ande danzando alrededor de mis tobillos.
—¿Por qué quiere usted que lo ate? —preguntó Fatty—. ¿Piensa usted quedarse aquí a tomar algo?
Al propio tiempo el muchacho ató hábilmente a «Buster» a una correa y obligóle a sentarse. De hecho, Fatty ardía en deseos de que el señor Goon se sentase a tomar algo, porque tenía una genial idea y ansiaba ponerla en práctica.
El señor Goon dirigióse a una mesa inmediata a la de los cinco muchachos, procurando dejar una libre en medio. Una vez instalado, pidió una taza de cacao y un bollo.
—Mala época de frío para usted, ¿verdad, señor Goon? —comentó la mujer baja y regordeta, poniendo una taza de cacao y un bollo ante el rubicundo policía.
El señor Goon no se dio por aludido. En lugar de ello, miró a la pandilla y espetó:
—¡Caramba, caramba! ¡Qué tranquilidad he tenido estas vacaciones, sin intromisiones ni abusos de la ley! Todo gracias a la gripe. Me figuro que habréis pasado un mal rato sin poder meter las narices en un misterio.
Nadie contestó. Fatty murmuró unas palabras a Larry y éste contestóle brevemente. Ninguno de los muchachos miraba al señor Goon, y como a éste no le gustaba que le ignorasen, inquirió levantando la voz:
—¿O quizá tenéis ya algún misterio entre manos para armar otro lío?
—¿Cómo se ha enterado usted de «eso», señor Goon? —exclamó Fatty, mirándole sorprendido—. Oye, Larry, ¿no será que has ido contando algo acerca de nuestro último misterio por el pueblo?
—¿A qué caso te refieres? —preguntó Larry, secundando inmediatamente la invitación de Fatty a divagar—. ¿Al misterio del reno del hocico colorado o al de los platillos volantes? Me parece recordar que ya los resolvimos los dos, ¿no es eso?
—Naturalmente —asintió Fatty—. No me refería a «ésos». Probablemente, a estas horas el señor Goon ya está enterado de todo lo referente a estos casos. Están ya pasados de moda, ¿verdad, señor Goon? No, Larry. Me refería al Misterio de las Voces Raras.
—¡Bah! —saltó el señor Goon, dando un violento bocado a su bollo—. ¡Voces raras! ¡No sabes lo que te pescas! ¡Todo son majaderías e invenciones tuyas!
Los otros cuatro aguzaron los oídos al oír hablar a Fatty de voces raras. Por entonces, conocían todos ya sus facultades de ventrílocuo, pues el chico había practicado algunos de sus trucos ante ellos. ¿Por qué hablaba de voces raras al señor Goon?
—Majaderías y embustes —repitió el policía tomando un sorbo de cacao caliente—. ¡Voces raras! ¡Bah!
—¡Ah, sí! —secundó Larry, dirigiéndose a Fatty en voz alta para que pudiera oírle el señor Goon—. Ese misterio está aún pendiente de resolución, ¿verdad? El caso no puede ser más curioso: una colección de gente que oye extrañas voces inexistentes. Apuesto a que se trata de alguna hechicería.
—Puerilidades —gruñó el señor Goon, bebiéndose el cacao ruidosamente.
—Es posible que tenga usted razón —convino Fatty con gravedad—. Pero lo crea usted o no, lo cierto es que últimamente algunas personas han oído graznidos de pato, cloqueos de gallina y voces humanas en lugares donde, al parecer, no había rastro de patos, gallinas ni personas.
—¿Insinúas que esa vaca de la repisa de la chimenea se pondrá a mugir de un momento a otro? —ironizó Goon, engulléndose el último bocado de su bollo de pasas.
Fatty garabateó al punto unas palabras en un papel y lo paso a los demás, empujándolo a través de la mesa. Sus amigos leyeron estas palabras:
«La vaca mugirá. Pero ninguno de nosotros debe oírla».
El señor Goon enjugóse la boca con la servilleta.
—¡Graznidos de pato, cloqueos de gallina, mugidos de vaca! —profirió sarcásticamente—. Necedades, palabrería tonta.
—Es una vaca muy bonita, ¿verdad? —comentó Bets, observándola—. Y todavía menea la cabeza.
El señor Goon la miró también.
—Mu-u, mu-u, mu-u —mugió la vaca, al compás de su cabeceo.
El mugido resultó tan realista, tan sincrónico con el movimiento de la cabeza, que incluso los chicos, a excepción de Fatty, creyeron por un momento que el mugido procedía realmente del animal.
El señor Goon contempló la figura, estupefacto. Luego, echó una ojeada circular a los muchachos. Naturalmente, ninguno de ellos prestaba atención al mugido, siguiendo las instrucciones de Fatty. En vez de ello, continuaban bebiendo chocolate como si tal cosa, en tanto Bets hacía votos por no echarse a reír.
El señor Goon miró de nuevo a la vaca de la cabeza movible. Ésta había cesado de mugir debido a los invencibles deseos de Fatty de prorrumpir en carcajadas. Pero en el momento en que el policía posaba la vista en la figura, ésta lanzó un mugido tan sonoro e inesperado, que el hombre dio un respingo, el mugido decreció, pero siguió sonando al compás del cabeceo del animal.
El señor Goon tragó saliva.
—Mu-u, mu-u —prosiguió la vaca, moviendo la cabeza.
Nadie hubiera dicho que el autor del mugido era Fatty reflejando la voz en la repisa de la chimenea.
El señor Goon sintió náuseas, sin saber a qué atenerse. Una vez más, miró a los chicos. Ninguno de ellos prestaba la menor atención a la mugiente vaca, ni tampoco «Buster», naturalmente. ¿Era posible que no oyesen lo que tan claramente oía él?
La mujer menuda y regordeta reapareció en la tienda con más bollos para los muchachos. La vaca cesó de mugir. Entonces, el señor Goon, aclarándose la garganta, dijo a la tendera:
—Tiene usted una vaca muy bonita, buena mujer. Me refiero a ésa de la repisa de la chimenea. ¡Parece de verdad! ¡Casi da la impresión de que va a ponerse a mugir!
—¡Qué cosas tiene usted, señor! —exclamó la mujer—. ¡Cielos! ¡Si la oyese mugir, me llevaría el susto padre! ¡Creería que me estaba volviendo loca!
—De eso precisamente estábamos hablando —intervino Fatty gravemente—. La gente oye Voces Raras por ahí. ¿Qué serán? ¿Una advertencia? ¡Cáscaras! ¡Me alegro de «no» oírlas!
—No cabe duda que vivimos en una época inusitada —gruñó la mujer, desconcertada.
Y desapareció nuevamente. La vaca reanudó sus mugidos, mas tan quedamente, que el señor Goon no estaba seguro de oírla. A lo mejor, todo eran imaginaciones. El hombre contemplaba la vaca tan atentamente que Bets sintió irresistibles deseos de reír cosquilleándole en el estómago. Y como sabía por experiencia que, tarde o temprano, estallaría, suplicó a los demás en voz baja:
—Por favor, hablad. Voy a reventar.
Todos, excepto Fatty, cuchichearon animadamente, soltando todos las tonterías imaginables. A poco, Fatty cesó de mugir. El señor Goon respaldóse en su silla, cautelosamente. A Dios gracias, la vaca no mugía ya. Tal vez había sido todo figuraciones suyas.
—¡Cuac, cuac, cuac!
El señor Goon dio otro fuerte respingo, acompañado de una ávida mirada circular. No cabía duda que aquello era un graznido de pato.
¡«Cuac»! Los ojos del señor Goon descubrieron un ganso silvestre, bellamente disecado, dispuesto al fondo de la tienda en una vitrina de cristal. El policía mirólo fijamente, conteniendo el aliento.
—¡Cuac, cuac, «cuac»!
El ganso parecía mirarle con sus ojos de cristal, y de su entreabierto pico semejaba escaparse un auténtico graznido. El señor Goon pegó un brinco, y, lleno de horror, exclamó desatinadamente:
—¿Habéis oído ese pato?
—¿Qué pato? —inquirió Larry—. Vamos, señor Goon. Supongo que no insinúa usted que ese animal disecado está graznando.
—Por favor, señor Goon —coreó Fatty, grave y solemne—. ¡No nos salga con que también oye usted las voces misteriosas!
—¡Cuac!
El graznido parecía proceder de algún rincón a espaldas del señor Goon. Lanzando un asustado grito, el policía salió de la tienda con tal ímpetu, que estuvo a punto de tropezar con la correa de «Buster» y venirse abajo. Entonces los chicos, incapaces de contenerse por más tiempo, soltaron el trapo, derramando lágrimas de risa en sus tazas vacías.
¡Pero qué cómico, qué gracioso había estado el señor Goon!