Una lección de ventriloquía
Sin dar crédito a sus oídos, Bets contempló asombrada, el sonriente rostro de su amigo.
—Pero… pero… ¿así eras tú el que graznaba? —inquirió la pequeña—. ¿Y la gallina que cloqueaba, el perro que ladraba y el viejo que pedía un cigarrillo? ¡No puedo creerlo, Fatty!
—Pues así es —confirmó Fatty—. Me pasé todo el último trimestre ejercitándome. Cada noche, en nuestro dormitorio, sonaban ruidos raros procedentes de los rincones de la estancia. Y lo mismo ocurría en clase. Una vez incluso conseguí que el maestro fuese a abrir una alacena para ver si maullaba un gato allí.
—Pero, Fatty —farfulló Bets, estupefacta—, ¿cómo lo haces? He visto muchos ventrílocuos en el teatro, haciendo hablar a sus muñecos, pero ¿cómo te las arreglas tú para imitar esas voces? ¡He pasado un mal rato, Fatty!
—Vamos, no seas boba —masculló el chico—. Si hubiese sospechado que ibas a asustarte así, no te habría gastado esa broma. Ello demuestra que lo hago muy bien. Lo cierto, Bets, es que no hay ningún pato, gallina, perro ni viejo parlante en esta habitación. Mi único intento era ver si lograba desconcertarte, pero no pretendía asustarte. ¡Cáscaras! ¡Debo ser mejor ventrílocuo de lo que creía!
De nuevo oyóse una voz procedente del armario, o al menos así le pareció a Bets.
—Un cigarrillo, por favor. ¡Uno solo, señor!
Bets volvióse rápidamente a Fatty, y se echó a reír.
—¡Oh, Fatty! Eres muy listo pero he visto que se te movía la garganta al decir eso. Lo que no comprendo es cómo te las arreglas para dar la impresión de que tu voz procede de otro sitio. ¡Es maravilloso, Fatty! ¡Qué sorpresa se llevarán los demás!
—Bien —empezó Fatty, sentándose cómodamente en la cama—, voy a contarte algo de lo que hace al caso, Bets. En el curso del último trimestre vino a nuestro colegio un individuo para entretenernos. Era un ventrílocuo y tenía un par de muñecos de expresión bobalicona que movían la cabeza a izquierda y derecha, además de poder abrir y cerrar los ojos y la boca. ¿Has visto alguna vez un ventrílocuo? Pues bien, aquél en cuestión era un fenómeno, tanto, que no logré sorprender el menor movimiento de su boca o su garganta; y no obstante hacía hablar e incluso cantar a sus muñecos con su propia voz.
—Sí, yo también admiro mucho a los ventrílocuos —convino Bets—. No tengo la más pequeña idea de cómo se las arreglan. En cambio, «tú», Fatty, pareces muy enterado, puesto que sabes imitar voces…
—Sólo un «poquito» —repuso Fatty—. Pero he tenido que aprenderlo en libros, porque en el colegio no le enseñan a uno cosas tan útiles e interesantes como la ventriloquia, la magia o la caracterización. ¡Qué lástima que no incluyan todo eso en el programa! ¡Con qué gusto lo estudiaría!
—Lo mismo digo yo —murmuró Bets—. ¿De modo, Fatty, que tuviste que hacer prácticas de ventriloquia solo, sin ayuda de nadie?
—En efecto —asintió Fatty—. Pero resulta difícil guardar un secreto en el colegio y, por tanto, tuve que compartirlo con varios compañeros. Actualmente somos seis los que nos dedicamos a ese arte en mi colegio.
—Pero apuesto a que tú eres el mejor, Fatty —saltó Bets al punto.
Fatty hubiera deseado poder dar una respuesta afirmativa a esta pregunta, pero su sentido de la honradez le indujo a confesar que otro muchacho le aventajaba en aquella habilidad.
—En nuestro colegio tenemos un chico negro —explicó—, un príncipe zulú o algo por el estilo. Él es el mejor de todos. Pero no es de extrañar que así sea, porque por lo visto todos sus tíos, abuelos y tatarabuelos dominaban ese arte. Al parecer, los zulús poseen de antiguo esta habilidad. Sea como fuere, el caso es que cuando supo que yo intentaba aprender a imitar voces, me enseñó varios trucos.
—Cuéntame, Fatty —instó Bets—. ¿Qué trucos?
—Bien —accedió Fatty, sacudiendo sus almohadas para ponerse más cómodo—. En primer lugar, te explicaré el significado del nombre ventriloquia. Procede de dos palabras, «venter», que significa vientre, y «loqui», que significa hablar. En otras palabras, la gente suponía que un ventrílocuo era un hombre capaz de hablar valiéndose del estómago.
—Según eso, ¿utilizas el estómago para imitar esas voces? —preguntó Bets—. En tal caso, deberías tener una magnífica voz de ventrílocuo, porque tienes un barrigón.
—No seas impertinente —protestó Fatty con dignidad—. En realidad, la gente que pensaba eso se equivocaba, porque el estómago «no» se emplea para nada.
—¿Entonces, cómo se hace? —insistió Bets, profundamente interesada.
—Pues verás —prosiguió Fatty—, según mi propia experiencia, un ventrílocuo forma las palabras normalmente, con la diferencia de que deja escapar el aliento muy lentamente, cerrando la glotis —o sea la garganta— en lo posible, sin abrir apenas la boca. Además, sólo mueve la punta de la lengua.
Bets no seguía muy bien todas estas explicaciones, pero el hecho no le importaba mayormente porque no tenía intención de practicar la ventriloquia. Estaba segura de que no servía para ventrílocua. Era demasiado difícil. En cambio, Fatty, como de costumbre, había conseguido lo imposible.
—«Eres» muy listo, Fatty —ensalzó la chiquilla—. Ahora haz un poco de prácticas de ventriloquia para que yo vea cómo lo haces.
Pero, naturalmente, Bets no captó el truco y sólo acertó a observar que Fatty movía un poco la garganta y, en una ocasión, los labios, al tiempo que una voz temblorosa que parecía muy lejana del muchacho murmuraba:
—Un cigarrillo, por favor. Uno solo, señor.
Instintivamente, la niña miró en dirección al armario. Fatty hizo lo propio, como si, en efecto, hubiese alguien allí.
—Es curioso —comentó Bets—, realmente curioso. ¿Cómo te las arreglas para que tu voz suene tan lejana de ti, Fatty?
—Es un truco. Por eso miras hacia el lugar de donde te imaginas que procede la voz y la oyes. Sin embargo, el compañero zulú de que te hablaba es «realmente» capaz de proyectar su voz a un punto lejano. Cierto día, nos pareció que alguien nos llamaba al otro lado de la puerta del aula, pero, cuando acudimos a abrir, no había nadie a la vista. Entretanto, el amigo Bootanti sonreía satisfecho, sentado en su pupitre, en el interior de la clase, repitiendo: «He engañado a unos chicos ingleses, he engañado a unos chicos ingleses».
—Me gustaría ir a tu colegio —suspiró Bets—. Según lo que cuentas, debe de ser muy divertido, Fatty. Bien, ahora ya eres ventrílocuo. ¿Qué otros planes tienes además?
—Nadie sabe la utilidad que pueden tener algunas cosas en un momento dado —declaró Fatty—. Es posible que me resulte muy útil el día de mañana, cuando sea detective. En cualquier caso, resulta un truco divertidísimo.
De pronto, ambos oyeron unos excitados ladridos y el rumor de unas ágiles patas en la escalera.
—¡Es «Buster»! —exclamó Fatty—. ¡Cáspita! Con todo esto de la ventriloquia, nos hemos olvidado por completo del pobre «Buster». A propósito, Bets, no digas una palabra a mamá de mis habilidades de ventrílocuo.
Antes de que Bets pudiera asegurarle que guardaría su secreto, abrióse la puerta dando paso a la señora Trotteville precedida de un excitadísimo «Buster», que, saltando directamente a la cama, arrojóse sobre Fatty, echándole las patas a los hombros y lamiéndole la cara entre ladridos.
—¡Por favor, «Buster», por favor! —suplicó Fatty, desapareciendo bajo las sábanas, para zafarse del perro.
«Buster» colóse bajo las sábanas, a su vez, y al punto sobrevino un auténtico terremoto dentro de la cama, con gran acompañamiento de voces y ladridos.
—¡Federico! —gritó la señora Trotteville—. ¡«Buster» debe salir de aquí inmediatamente! ¡Cielos! ¡Ninguno de los dos puede oírme! ¡«Fatty»! ¡«Buster»! ¡«Fatty»!
Por fin, apareció Fatty entre las sábanas, con el pelo enmarañado y los ojos brillantes, sujetando a «Buster» con tal fuerza, que el animal no podía menear ni siquiera una pata.
—¿Qué le ha dado a ese perro, mamá? —preguntó el muchacho—. ¡Está loco de atar!
—¡Oh, Federico! —instó la señora Trotteville—. ¡Échalo de la cama! Eso es, «Buster». Sé bueno. Si vuelves a subirte a la cama, iré a buscar a la gata para que te dé su merecido.
—¡Guau! —ladró «Buster», sin cumplidos—. ¡Guau!
—Oye, Federico —prosiguió la dama—. Ya casi es hora de merendar. Si quieres, levántate un par de horas. Ponte el batín. Podrás aprovechar para merendar. Bets puede bajar a buscar la merienda dentro de diez minutos.
Dicho esto, la señora salió de la habitación. Inmediatamente, «Buster» saltó de nuevo a la cama, pero esta vez no metió tanta bulla. Tras saludar a Fatty un momento antes, ya no tenía por qué meterla. Limitóse, pues, a permanecer junto a él y a lamerle la mano cada vez que la tenía al alcance de su negro hociquito.
Bets buscó el batín y las zapatillas de Fatty, y dispuso el sillón ante la chimenea. Fatty se levantó de la cama, desistiendo de saltar al comprobar que las piernas no le obedecían. De hecho, tenía aún las rodillas muy débiles.
—¿Piensas decir a los demás lo de la ventriloquia? —interrogó Bets—. ¿Les enseñarás a hacerlo?
—No —repuso Fatty—. La dificultad no está en «aprender» ese arte, Bets, sino en practicarlo. Para eso, hay que hacer toda clase de ruidos raros, y a la gente no le gusta oírlos.
—Ya me lo figuro —convino Bets—. Mamá se molestaría si Pip tratara de aprender. ¡Siempre se queja de que es demasiado bullicioso! ¡Conque fíjate si se convirtiera en ventrílocuo! Además, esta vez ha tenido bastante malas notas. Papá y mamá achacarían esa deficiencia a la ventriloquia.
—Lástima —murmuró Fatty, tomando una tostada untada con mantequilla—. ¿No hay un poco de miel? Siempre he creído que las tostadas calientes con miel y mantequilla forman una combinación excelente, pero, por lo regular, nunca se las sirven a uno con los dos ingredientes. ¿Serías tan amable de ir a por un poco de miel, Bets? Procura no tardar mucho. De lo contrario, esa miel no va a ser necesaria.
—¿Por qué no? —inquirió Bets, sorprendida.
—Porque me habré zampado todas las tostadas —declaró Fatty—. ¡Vamos, date prisa!
—Eres un tragón, Fatty —reconvino la niña—. ¡Repórtate y no te las comas todas! ¡En mi vida había visto unas tostadas tan suculentas! ¡Están nadando en mantequilla!
Bets fue a por la miel. Fatty miró a «Buster», sentado a su lado, en el suelo, en tanto contemplaba a su amo con adoración, con la boca abierta y la lengua fuera debido al calor del fuego. Fatty tomó una tostada e inclinándola hacia el perro, dejó caer dos o tres gotas de mantequilla derretida en la rosada lengua del animal. «Buster» mostróse agradablemente sorprendido. Tragó dos veces y luego volvió a sacar la lengua.
—Cuac, cuac, cuac —profirió Fatty, desde el fondo de su garganta.
«Buster» meneó la cola, alzando hacia él unos ojos interrogantes.
—Clo-clo-clo-clo-clo —cloqueó Fatty—. ¿Dónde está esa gallina, «Buster»? ¿Dónde está?
«Buster» azotó el suelo con el rabo, pero no se movió para buscar ningún pato ni gallina.
—Eres muy sensato, «Buster» —elogió Fatty, con la boca llena—. A pesar de mis esfuerzos por hacerte creer que los ruidos proceden de otro sitio, tú sabes perfectamente que los hago «yo», ¿no es eso? ¡Cuac, cuac, cuac!