Aquella tarde
Ambos se tomaron la sopa muy a gusto, en agradable silencio. Estaba caliente y bien condimentada. Fatty acompañóla con dos tostadas y se lo zampó todo con apetito. ¡Parecía más hambriento que Bets!
Súbitamente, los dos amigos percibieron un lejano ladrido. Fatty escuchó atentamente y dijo, enfurruñándose:
—Creo que a mamá no le costaría nada dejarme ver a «Buster» hoy. Me distraería mucho tenerlo aquí.
—Ayer no quisiste que entrara —recordóle Bets, tomando la última cucharada de sopa—. Dijiste que te molestarían sus ladridos.
—¿De veras? —exclamó Fatty, sorprendido—. No comprendo cómo se me ocurrió semejante cosa. Opino que «Buster» tiene un modo de ladrar muy agradable, ni muy estridente, ni muy sordo, como corresponde a un «scottie» de raza. ¿Serías tan amable de preguntar a mamá si me permite tenerlo aquí esta tarde, Bets? Es posible que acceda si tú se lo pides.
—De acuerdo, se lo preguntaré —convino Bets, levantándose para llevarse la bandeja—. Pero apuesto a que no lo dejará subir a la cama, Fatty. ¿Estás seguro de que quieres un poco de pollo ahora? Yo me he quedado un poco harta ya después de la sopa.
—Sí, y una buena ración de salsa de pan —declaró Fatty—. Y más tostadas. Esta sopa me ha reconfortado, pero no me ha sacado el vientre de penas. ¿Estás segura de que no prefieres que baje yo la bandeja, Bets?
—No seas bobo —replicó la chiquilla, alborozada.
Y se fue con la bandeja. La señora Trotteville quedóse sorprendida al saber que Fatty quería pollo, y llenó sendos platos del guiso, uno para él y otro para Bets.
—El budín es de manzana hervida y arroz —explicó la dama—. Federico dijo que quería dos raciones, pero estoy segura de que ni siquiera podrá con una. Aquí tienes, Bets, ¿serás capaz de subirlo?
Bets llegó a la habitación con la bandeja y la depositó en la mesilla de noche. Fatty contempló su contenido con satisfacción.
—Será mejor que me lo zampe antes de que pierda el apetito —decidió.
Y procedió a comérselo. No cabía duda que estaba en vías de franco restablecimiento. ¡Nadie hubiera podido comer de aquel modo de haberse sentido enfermo!
No obstante, antes de terminarse el pollo y las hortalizas que lo acompañaban, el muchacho inquirió:
—¿De qué es el budín?
—De manzana hervida y arroz —contestó Bets.
—¡Uf! —gruñó Fatty con una mueca—. ¡Valiente budín preparan, para una persona enferma! Bastante desgracia es tener que comérselo cuando uno está bueno. No quiero tomarlo.
—Supongo que pretendes hacerme creer que te habrías tomado dos enormes raciones si hubiese habido budín de melaza —sugirió Bets con sorna—. Eres un mentirosuelo, Fatty. Lo que ocurre es que no puedes probar ni un bocado más. Lo mismo me sucede a mí. Voy a bajar esta bandeja.
—No te olvides de preguntar a mamá si puede subir «Buster» esta tarde —le gritó Fatty.
Bets entregó la bandeja a la dueña de la casa y, tras comunicar a ésta que ninguno de los dos deseaba comer el budín de manzanas y arroz, preguntóle lo de «Buster».
—Bien —murmuró la señora Trotteville, tras unos instantes de reflexión—, no tengo inconveniente con tal que Federico esté quieto en cama y no se excite con «Buster» dando vueltas por la habitación. ¡Ah, Bets! Por cierto que tu madre me ha dicho que puedes quedarte a merendar, si quieres. Asegura que Pip tendrá una visita esta tarde, y que no te vendría mal variar un poco y pasar otro rato con Federico. ¿Qué dices a esto?
—Por mí, encantada —convino Bets—. Pero ¿no descansa Fatty por la tarde? Cuando tuve la gripe, me obligaban a dormir un poco después de comer.
—Y a él también —afirmó la señora Trotteville—. Pero entonces no es necesario que estés con él. Puedes bajar aquí y hojear un libro y luego subir de nuevo cuando se despierte. Una vez haya descansado lo suficiente, Federico avisará con el timbre o con un bastonazo en el suelo. Si por entonces sigue requiriendo a «Buster», te doy permiso para subírselo.
—¡Estupendo! —celebró Bets—. Ahora voy a ir a la cocina a saludar a «Buster», señora Trotteville. El pobrecillo debe de echarnos mucho de menos.
«Buster» dispensóle una frenética bienvenida, saltando y brincando a su alrededor con sus cortas patas, y dando volteretas como si fuese un cachorro de seis meses. Al propio tiempo ladraba con tal ímpetu, que las dos sirvientas sentadas a la mesa ante sus tazas de té, se taparon los oídos con las manos.
—Esta tarde subirás a ver a tu amo —anunció Bets—. ¿Oyes lo que te digo, «Buster»? ¡Verás a tu amo!
Pero el perrito, creyendo que Bets le decía que iba a subir arriba en aquel preciso instante, precipitóse a la cerrada puerta, ladrando locamente.
—Ahora no, «Buster» —ordenó Bets riendo—. Vendré a buscarte más tarde, dentro de una hora, más o menos.
Por suerte, logró deslizarse fuera de la cocina antes de que «Buster» pudiera colarse por la puerta. El «scottie» quedóse ladrando en son de protesta. ¿A qué venía aquella actitud de Bets después de todas sus promesas? ¿Cómo se atrevía a ir a ver a su querido amo sin llevarlo a él consigo? ¡Guau, guau, guau! ¡Grrrrrr!
Bets subió a dar a Fatty la grata noticia.
—Si quieres, te acomodaré —ofrecióse la niña—. Luego, duerme un rato y cuando despiertes golpea el suelo con ese bastón y subiré con «Buster». Me quedo hasta la hora de merendar, de modo que tendremos tiempo de sobra de hablar y jugar a lo que sea.
—Magnífico —exclamó Fatty, complacido, al tiempo que se acomodaba en la cama para dormir un rato—. Pero no te vayas, Bets. Mira, allí tienes un confortable sillón y, si quieres, puedes tomar una de mis novelas de Sherlock Holmes. Hay un montón de ellas en aquella mesa.
—Tu madre me ha dicho que baje a leer abajo —repuso Bets—. De modo que me voy.
—No, no te marches —insistió Fatty—. No me gusta quedarme solo. No te vayas Bets.
—¡No seas bobo! —replicó la niña lanzando una carcajada—. ¡Pero si te importa un bledo estar solo! ¡Además dentro de un momento estarás durmiendo como un tronco!
—Bets —murmuró Fatty de pronto, en un tono que indujo a la pequeña a mirarle sorprendido—. ¡«Debes» quedarte conmigo, Bets! ¡A causa de las voces!
Bets contemplóle boquiabierta. ¿Voces? ¿A qué se refería Fatty?
—¿Qué voces? —interrogó la niña.
—No sé exactamente —respondió Fatty, persistiendo en su aire misterioso—. A veces creo que es un gato. Otras, una gallina. Y en cierta ocasión era un perro gruñendo.
Bets no cabía en sí de asombro.
—¿Dónde, aquí en tu habitación? —inquirió con incredulidad—. Fatty, sin duda tuviste fiebre muy alta y creíste oír voces.
—Te repito que «oigo» voces en esta habitación cuando estoy solo —aseguró Fatty, apoyándose sobre un codo y adoptando un aire de absoluta seriedad—. Además, hay un estúpido viejo que pide insistentemente un cigarrillo. Por favor, Bets, quédate conmigo. De este modo, si tú oyes las voces, podremos intentar averiguar de quién son. Anda, siéntate en aquel sillón. Y no digas una palabra de esto a mamá, ¿oyes? Pensaría que vuelvo a tener fiebre.
—De acuerdo, me quedaré —decidió Bets, incrédula y desconcertada—. Pero tengo la certeza de que te has inventado todo esto para que me quede aquí contigo. Y eso no me parece bien, Fatty.
—Te aseguro, Bets, que he oído voces en mi habitación. Eso es tan cierto como que estoy aquí, en esta cama. ¿Me creerías si las oyeses? ¿Ves ese pato de porcelana que hay encima de la repisa de la chimenea? Pues bien, lo he oído graznar. ¿Y ves ese perro del cuadro? ¡Ladra y gruñe!
—Échate, Fatty —ordenó Bets, apremiándole—. Estás soñando. O bien en plan de guasa. Yo me sentaré en ese sillón a leer Sherlock Holmes. No digas una palabra más. De lo contrario, se presentará tu madre a ver qué pasa.
Fatty obedeció, en tanto la chiquilla se arrellanaba en el sillón preguntándose por qué Fatty insistía tanto en lo de las voces. Por último, llegó a la conclusión de que, a buen seguro, su amigo había tenido una fiebre tan alta, que había delirado un poco y oído voces imaginarias. Lanzando un bostezo, la chiquilla abrió su libro.
A poco quedóse dormida, lo mismo que Fatty. Aparte del rumor de un leño en la chimenea, donde ardía un resplandeciente fuego, reinaba un profundo silencio. «Buster» dormitaba en la cocina, manteniendo un ojo abierto para vigilar a la enorme gata. Ésta veíase obligada a permanecer a cierta distancia del perrito. Con sólo aventurar una pata fuera del límite establecido, lo tendría encima para morder.
El reloj de la repisa de la chimenea marcaba su tic-tac. Las dos y media. Las tres. Fuera, llovía, y la tarde estaba muy oscura, tanto que Bets no hubiera podido leer de haber estado despierta. Las tres y media. Fatty y Bets permanecían absolutamente inmóviles, y el fuego decrecía por momentos.
De pronto, Bets despertóse sobresaltada. ¿Dónde estaba? ¡Ah, sí! ¡En el sillón del dormitorio de Fatty! ¡Cómo se había consumido el fuego! Sin duda, Fatty continuaba durmiendo porque no había encendido la luz, y la habitación estaba muy oscura.
—¡Cuac, cuac, cuac!
Bets dio un respingo. Sus ojos se posaron incrédulamente en el gran pato de porcelana dispuesto en la repisa de la chimenea. ¿Procedería el graznido de allí? Su corazón latió locamente. ¿Sería aquélla una de las «voces» mencionadas por Fatty? La niña contempló al pato de hito en hito y, en momento dado, parecióle que se movía.
—¡Cuac, cuac, cuac! —oyóse de nuevo.
Era un graznido grave, exactamente igual que el producido por los ánades del estanque. Bets no daba crédito a sus oídos.
—¡Clo-clo-clo-clo-clo-clo!
Bets quedóse petrificada en el sillón. ¡Ahora cloqueaba una gallina, allí, en la habitación! Pero ¿cómo? ¿Por qué? ¡Y a poco percibió el quedo gruñido de un perro!
La niña echó una ojeada al cuadro del perro, pero apenas pudo entreverlo en la oscuridad. Entonces, el perro volvió a gruñir y lanzó un pequeño ladrido.
Casi sin transición, una voz temblorosa procedente del armario del rincón, barbotó:
—Un cigarrillo, por favor. ¡Uno solo, señor!
—¡Cielos! —farfulló Bets, asustada—. ¡Fatty, Fatty! ¡Despierta! ¡Las voces de que me hablaste están aquí!
Percibió el chasquido del interruptor de la lamparita instalada en la mesilla de noche. Fatty se incorporó de la cama, mirando a Bets.
—¿Tú también las has oído? —preguntó—. ¡Atiende! ¡Ya empieza otra vez el viejo! —agregó, señalando el armario.
Bets miró al punto en la dirección indicada.
—Un cigarrillo, por favor. ¡Uno solo, señor!
—Esto no me gusta nada —murmuró Bets, precipitándose a Fatty—. Tengo miedo. ¿Qué es esa voz, Fatty?
—¡Cuac, cuac, cuac!
—¡Clo-clo-clo-clo-clo-clo!
—¡Mu-u-u-u!
—¡Oh Fatty, Fatty! —sollozó Bets, cubriéndose la cara y las orejas—. ¿Qué es esto? ¡Salgamos de esta habitación, Fatty! ¡Tengo miedo!
—¡No llores, Bets! —instó Fatty, rodeando a la asustada chiquilla con un brazo—. ¡No pretendía hacerte llorar! ¡Pensé que adivinarías el truco en seguida! Has sido una tontina, Bets, de no comprenderlo en el acto.
—¿Comprender qué? —inquirió la niña, estupefacta, contemplando el risueño rostro de su amigo—. ¡Fatty! ¿No será una broma tuya, verdad? ¡Vamos, dímelo!
—Es un secreto, Bets —susurróle Fatty al oído—. Estoy haciendo prácticas de ventrílocuo, eso es todo. ¿De veras no lo adivinaste?