Las dos visitantes de Fatty
Bets volvióse rápidamente hacia la rolliza mujer apostada al lado de la ventana y, precipitándose a ella, la agarró por el brazo y zarandeóla con fuerza, al tiempo que exclamaba:
—¡Oh, Fatty! ¡Eres terrible! ¡Ahora resulta que eres tu propio visitante! ¡«Qué» ocurrencias tienes!
La supuesta «visitante» desplomóse en una silla, prorrumpiendo en sonoras carcajadas. ¡No cabía duda! ¡Era Fatty! ¡Aquella risa explosiva era inconfundible!
—«¡Federico!» —exclamó su madre, entre sorprendida y enojada—. ¿Has perdido el juicio? ¡Sabes de sobra que debes guardar cama! ¿Cómo se te ha ocurrido levantarte y vestirte con este ridículo disfraz? No, la cosa no resulta en absoluto graciosa. Me parece muy mal. Pienso decírselo al doctor cuando venga. ¡Quítate esos trapos y vuelve a la cama inmediatamente!
—Está bien, mamá —barbotó Fatty, sin moverse de la silla—. Pero, por favor, concédeme un minuto para reír. ¡Ha sido tan cómico veros a las dos zarandeándome para obligarme a hablar y preguntándoos quién sería la visitante, procurando mostraros corteses con ella!
Y Fatty prorrumpió una vez más en estruendosas risotadas.
—De todo esto se deduce que te encuentras mucho mejor —murmuró la señora Trotteville, aún enojada—. De lo contrario no te levantarías para cometer esas estúpidas diabluras. Me figuro que esa anormal conducta indica que tu temperatura vuelve a ser normal. ¡Acuéstate inmediatamente, Federico! ¡Pero no lo hagas con esa horrible indumentaria encima! ¿De «dónde» la has sacado?
—La cocinera me la trajo un día —explicó Fatty, despojándose de la flamante bufanda verde y del detestable sombrero—. Pertenecía a una vieja tía suya. Ahora forma parte de mi guardarropía de disfraces, mamá. ¡No pretendas ignorarlo!
A menudo la señora Trotteville tenía que hacer la vista gorda con relación a muchas acciones de Fatty. Resultaba de todo punto imposible prever sus maquinaciones.
—¡Qué pingajos! —farfulló la dama, contemplando las prendas, disgustada—. ¡Y qué «horrible» perfume, Federico! ¡En realidad, no «merece» ese nombre! ¡Tendré que abrir la ventana para que se disipe el mal olor!
—Buena idea —aprobó Fatty—. Yo tampoco puedo soportarlo. ¡Canastos! ¡Qué bien lo he pasado! Por favor, Bets, cuelga esa larga chaqueta y esta falda en mi guardarropa.
Y despojándose de ambas prendas, apareció vestido con su pijama a rayas. Bets se dijo que, según todos los indicios, la gripe no había provocado ninguna pérdida de peso en el muchacho. La chiquilla tomó la chaqueta y la falda, pero cuando se disponía a meterlas en el armario, la señora Trotteville se las arrebató de las manos, diciendo:
—No. Antes hay que lavarlas si de veras «quieres» guardarlas, Federico. Tendré que advertir a la cocinera que no te endose la ropa vieja de su tía.
—¡Nada de eso, mamá! —protestó Fatty, alarmado—. ¡No le digas una palabra! La cocinera es una maravilla. Además, me proporciona los trajes viejos de su tío. ¡De «algún» sitio tengo que sacar los disfraces que necesito! Sabes perfectamente que, cuando sea mayor, quiero ser detective de primera categoría, y para ello tengo que empezar por entrenarme desde chico. ¡No digas nada a la cocinera!
—Atiende, Federico —repuso su madre con firmeza—. «No» pienso llenar la casa de malolientes vestidos viejos pertenecientes al tío y la tía de la cocinera.
—Ni falta que hace —instó Fatty casi sollozando—. Por lo regular los guardo en el cobertizo del fondo del jardín, ¿verdad, Bets? Sólo quería gastar esta broma de la visitante a Bets, mamá, y para ello rogué a la cocinera que fuera a buscarme esas prendes al cobertizo. Si quieres, Bets puede llevarlas de nuevo allí ahora mismo.
Al presente, Fatty estaba en cama, mirando a Bets y a su madre con expresión suplicante. La señora Trotteville observó que su hijo había palidecido. ¡Todo por culpa de aquella estúpida excitación!
—Está bien, Federico —accedió la dama—. No hablemos más del asunto. Bets puede bajar esas prendas cuando se marche. De momento déjalas en el pasillo, Bets. Tú, Federico, échate en la cama. Estoy segura de que ha vuelto a subirte la temperatura. Si es así, no permitiré que te levantes un rato esta tarde.
—Oye, mamá —instó Fatty, apresurándose a cambiar de tema, pues toda su ilusión era levantarse aquella tarde—. ¿Podría quedarse Bets a almorzar conmigo? ¡Di que sí! Ninguno de los demás vendrá a verme hoy. Están todos convalecientes aún. Me gustaría gozar de la compañía de Bets, y tú sabes que es una niña muy reposada. Me cuidaría de maravilla, ¿verdad, Bets?
La pequeña sentíase radiante de satisfacción. ¡Sería maravilloso pasar el día con Fatty! Pip estaba de pésimo humor y resultaba poco menos que imposible departir amigablemente con él hasta que pasara la mala racha. ¡En cambio sería estupendo permanecer con Fatty! Bets aguardaba, ilusionada, la decisión de la señora Trotteville, sujetando entre sus brazos las viejas y malolientes prendas.
La señora Trotteville reflexionó. Por fin dijo:
—Pues sí. Creo que si Bets quisiera quedarse, probablemente evitaría que cometieras más sandeces. ¿Te gustaría quedarte, querida Bets? Prométeme que no permitirás que Fatty se levante de la cama para disfrazarse o hacer el bobo con lo que sea.
—Lo prometo —aseguró Bets gozosamente—. Gracias, señora Trotteville.
—Telefonearé a tu madre por si hay algún inconveniente —prometió la señora, saliendo del aposento.
—¡Qué buena eres, Bets! —ensalzó Fatty, acomodándose en la cama—. ¡Cáscaras! ¡Por poco reviento de risa al veros a las dos zarandeando los almohadones metidos en la cama! De hecho, la suplantación no pecaba de perfecta, pero es la única que pude llevar a cabo en aquel momento determinado. Hoy me encuentro mejor y ardía en deseos de gastar una broma a alguien. Barrunté que vendrías y encargué a la cocinera que me trajera esas prendas del cobertizo. Esa mujer es una joya.
—¡Qué contrariedad debiste sentir al ver entrar a tu madre también! —profirió Bets—. ¡Oh, Fatty! ¡Cuánto me alegro de que estés mejor! ¿Quieres un bombón de menta? He comprado los más grandes que he visto, la mitad para ti y la mitad para Pip.
—Seguramente estoy mucho mejor —coligió Fatty, tomando dos bombones y metiéndoselos en la boca los dos a la vez—. Ayer no hubiera sido capaz de «oler» siquiera un bombón. No me sorprendería que hoy comiera como un lobo.
—Estás muy pálido, Fatty —observó Bets. Échate un rato. No deberías haberte levantado de la cama para disfrazarte.
—¡Por favor, «no» me sermonees! —suplicó Fatty—. De hecho, ahora me duelen un poco las piernas, pero valía la pena. Vamos, cuéntame las novedades, si las hay.
Bets le complació. Fatty escuchóla, guardando perfecta inmovilidad. Sentíase algo débil, pero, naturalmente, no se lo dijo a Bets. ¿Quién iba a sospechar que el esfuerzo de levantarse, vestirse y hacer el bobo pudiera tener aquellas consecuencias? Por lo visto, con la gripe no valían bromas, a pesar de todas las aparentes «mejorías».
—Larry y Daisy están mucho mejor —explicó Bets—. Los dos se han levantado ya de la cama, pero aún no han salido a la calle; Daisy dice que saldrá mañana si hace sol. No obstante, están terriblemente aburridos y desean con toda el alma que suceda algo imprevisto.
—¿Y Pip? —inquirió Fatty.
—Está mejor, pero de un humor insoportable —suspiró Bets—. ¡Ojalá no te dé a ti por lo mismo! ¡Ah! ¡Se me olvidaba! ¡Esta mañana he encontrado al señor Goon!
—¿Al «gran» Goon? —bromeó Fatty, incorporándose ligeramente al oír el nombre de su viejo enemigo—. ¿Y «qué» te ha dicho?
—Me ha dicho «¡Cáspita!», después de caerse de la bicicleta y quedarse sentado en medio de la calle —respondió Bets, cloqueando.
—Apuesto a que habrá sido muy gracioso —comentó Fatty despiadadamente—. ¿Y qué más dijo aparte de «¡Cáspita!»?
—Dijo que ha pasado unos días tranquilísimos sin tener que aguantar a «ese entrometido gordinflón» —prosiguió Bets—. Lo cierto es que estuvo muy grosero. Agregó que se alegraba de que estuvieses en cama sin poder hacer diabluras y que, por suerte, tendrías que volver a la escuela antes de darte tiempo a «cometer» ninguna.
—¡Vaya, vaya! —masculló Fatty, incorporándose con aire decidido—. ¿Conque eso es lo que se figura, eh? Pues lo mejor que podría hacer es ponerse en guardia, porque mañana me levantaré y pasado mañana saldré a la calle. ¡Y en cuanto me sostenga en pie sucederán muchas cosas!
—¿Qué cosas? —interrogó Bets, emocionada—. ¡Oh, Fatty! ¿Te refieres a un misterio?
—En efecto, a un misterio —asintió Fatty—, aunque tengo que inventar uno. Si Goon cree que va a gozar de unas apacibles vacaciones mientras estamos en casa, está muy equivocado. Puedes estar segura, Bets, de que nos divertiremos de lo lindo en cuanto me levante. ¡Cáscaras! ¡Sólo de pensarlo me siento mejor!
—¿Qué clase de diversión será ésa? —inquirió Bets con ojos centelleantes—. ¡Oh, Fatty! ¡Ojalá surgiera un nuevo misterio! Lo malo es que ya no nos queda tiempo. Aún «en caso» de que se nos pusiera uno por delante, tendríamos que volver a la escuela sin resolverlo.
—No importa —tranquilizóla Fatty—. Antes de reanudar las clases nos divertiremos un poco a costa del viejo Goon. Ya planearé algo en que podamos intervenir todos. Conque no te preocupes. Todo se andará.
Bets sabía positivamente que su amigo idearía algo. Era único para maquinar planes. Pero al ver que el muchacho cerraba los ojos y deslizábase de nuevo entre las sábanas, la niña preguntó ansiosamente:
—¿Te encuentras bien, Fatty?
—Perfectamente —aseguró el chico—. Acaba de ocurrírseme una idea, eso es todo. Ya sabes lo que pasa con las ideas: vienen de sopetón, sin necesidad de reflexionar previamente.
—Pues a «mí» no me sucede esto —lamentóse Bets—. Tengo que pensar mucho para dar con una buena idea y, aun así, rara vez consigo mi intento. Lo que pasa es que tú eres un genio, Fatty.
—Bien, yo no diría tanto —repuso Fatty modestamente—. Pero, en general, doy quince y raya a la mayoría de la gente. Por ejemplo, recuerda cómo desentrañamos los misterios cuando yo tomo la iniciativa, y…
Fatty estuvo diez minutos alardeando sin recato y Bets escuchó sus fanfarrias con veneración. De hecho, los dos pasaron un buen rato.
—¿Qué hora es? —preguntó Fatty de pronto—. Seguramente «ya» es hora de almorzar, Bets. ¿Te queda algún bombón? Estoy hambriento.
—Creo que ahora traen la comida —respondió Bets, aguzando los oídos—. Sí, es tu madre. Voy a ayudarla a llevar las bandejas.
A poco apareció la señora Trotteville con una bandeja conteniendo dos humeantes platos de sopa. Fatty los miró, desilusionado.
—¡Oh, mamá! ¿Otra vez sopa? ¿Cuándo podré saborear una comida decente? ¡A base de sopa nunca me repondré!
—Ayer asegurabas ser incapaz de tomarte ni una sola cucharada de sopa —replicó su madre, depositando la bandeja en una mesita—. En fin, no te inquietes. Después, si quieres, te daré pollo asado y todo lo que te apetezca.
—Eso es otra cosa —suspiró Fatty—. ¿De qué es el budín? Guárdame dos raciones, mamá.
La señora Trotteville echóse a reír.
—Vamos, Federico, no seas exagerado. De todos modos, el médico ha dicho que puedes alimentarte bien ahora, después del bajón de temperatura. Cuando queráis el segundo plato, bájame la bandeja, Bets, ¡y no permitas que Federico se zampe tu sopa además de la suya!