Capítulo primero

Bets va de compras

—¡De todas las malas vacaciones que recuerdo éstas son las que se llevan la palma! —le dijo Pip a su hermanita Bets—. ¿Quién te mandaba endosarnos esa fastidiosa gripe?

—Conste que no lo hice adrede —disculpóse Bets con aire ofendido—. Alguien me la pegó y yo, sin querer, os la pasé a vosotros. Lo malo es que la cosa nos ha estropeado las Navidades.

Pip sonóse ruidosamente, sentado en la cama. De hecho, sentíase mucho mejor, pero estaba de un humor de perros.

—«Pillaste» el resfriado en cuanto empezaron las vacaciones de Navidad y fuiste la que lo tuviste más benigno. Luego se lo pegaste a Daisy, y ésta a Larry, y los pobres pasaron el día de Navidad con ella a cuestas. Para colmo, después nos tocó el turno a «mí» y al pobre Fatty. ¡Qué desastre de vacaciones! ¡Pensar que ya se están terminando!

Saltaba a la vista que Pip estaba muy contrariado.

—Bien —suspiró Bets, levantándose—. Puesto que te muestras tan intratable, creo que lo mejor será que te deje solo esta mañana y vaya a ver a Fatty. Eres muy desagradecido, Pip, de echarme en cara todas estas cosas después de haberme entretenido horas y horas jugando contigo al parchís y leyéndote libros.

En el momento en que la niña se alejaba muy digna y erguida, Pip le gritó:

—¡Eh, Bets! Di a Fatty que me encuentro mejor y que procure ponerse sobre la pista de algún misterio «sin pérdida de tiempo» porque presiento que ése es precisamente el tónico que necesito. ¡Y sólo nos quedan diez días de vacaciones!

—De acuerdo —accedió Bets, volviéndose a sonreírle—. Ya se lo diré. Pero ten en cuenta, Pip, que Fatty no puede improvisar un misterio por arte de birlibirloque. Temo que tendremos que pasar sin ninguno estas vacaciones.

—Fatty es capaz de «todo» —repuso Pip con convicción—. No hay nada que se le resista. Durante los días que llevo en cama he estado recordando todos los misterios que hemos desentrañado con su ayuda. Nunca había tenido ocasión de reflexionar tan a fondo como ahora. Nuestro amigo Fatty es un portento.

—Eso ya lo sabía yo sin necesidad de devanarme tanto los sesos —murmuró Bets—. Basta recordar todos sus disfraces, su habilidad en interpretar las pistas… y las bromas que ha gastado al señor Goon.

—¡Y que lo digas! —exclamó Pip con una amplia sonrisa en su pálido rostro—. Lo cierto es que me siento mejor con sólo acordarme de los ingeniosos trucos de Fatty. ¡Por lo que más quieras, Bets! ¡Suplícale que nos proporcione algún misterio! ¡A todos nos iría de perilla para sacudirnos el aburrimiento!

—Pierde cuidado —tranquilizóle Bets—. ¡Procuraré traerte el misterio que deseas!

—Y trae también unos caramelos de menta —instó Pip—. De repente me han dado unas ganas locas de comerlos. Mejor dicho, compra una bolsa de bombones de fruta recién hechos. ¡Sería capaz de comerme cincuenta mientras leo esta novela de detectives que me ha prestado Fatty!

—¡Eso «significa» que estás mejor! —coligió Bets.

Una vez fuera de la habitación, la pequeña se puso el abrigo y el gorrito y sacó unas monedas de su hucha, con intención de comprar también algo a Fatty. Bets habíase mostrado muy obsequiosa con todos sus amigos investigadores, atacados por la epidemia de gripe, y en el curso de sus repetidas visitas a los enfermos gastó casi todo su aguinaldo navideño.

Sin poder evitarlo, considerábase culpable por el hecho de haber pegado la gripe a toda la pandilla, y para compensar el mal había hecho todo lo posible para entretener a los muchachos, jugando con ellos a diferentes juegos, leyéndoles libros y llevándoles obsequios. Fatty sentíase realmente conmovido ante las atenciones de la pequeña, y teníala en el mejor de los conceptos.

Al salir al jardín, Bets se detuvo indecisa. ¿Tomaría su bicicleta? Con ésta ahorraría mucho tiempo. No obstante, decidió lo contrario. Las calles estaban muy resbaladizas aquel frío día de enero.

La niña dirigióse al pueblo y gastó casi todo el dinero que llevaba encima en unos enormes bombones de fruta, aromados con menta, la mitad para Pip y la mitad para Fatty. El hecho de que Pip hubiese llegado al período de la convalecencia, en que el enfermo arde en deseos de comer golosinas, presagiaba que Fatty no tardaría en experimentar el mismo proceso.

Al salir de la tienda, la muchacha vio pasar al señor Goon, el policía del pueblo, en bicicleta, pedaleando lentamente calle abajo, con la nariz amoratada bajo los efectos del aire helado de la mañana.

Al ver a Bets, el hombre frenó tan bruscamente que su bicicleta patinó en la resbaladiza superficie, con lo cual el señor Goon encontróse de pronto sentado en medio de la calzada.

—¡Cáspita! —exclamó el policía, mirando a Bets con expresión incendiaria, como si la pequeña tuviese la culpa de su percance.

—¡Oh, señor Goon! —profirió Bets, consternada—. ¿Se ha lastimado usted? ¡Qué porrazo se ha dado!

Pero el señor Goon tenía un buen cojín por asentaderas y, gracias a ello, apenas había notado el golpe, aunque naturalmente acababa de llevarse un buen susto. Así, pues, procedió a levantarse, sacudiéndose los pantalones.

—Estas mañanas heladas me matarán —masculló, mirando a Bets como si ésta fuese la responsable de la inclemencia del tiempo—. ¡Con sólo tocar los frenos me vine abajo! Todo por querer mostrarme cortés contigo y preguntarte por tus amigos. Me han dicho que están todos enfermos a consecuencia de la epidemia de gripe.

—Sí, pero ya están casi repuestos —declaró Bets.

El señor Goon refunfuñó algo parecido a «¡Qué lástima!», y, montando de nuevo en su bicicleta, espetó:

—Bien, sea como fuere, lo cierto es que ha constituido un gran alivio para mí no tener que soportar a ese entrometido gordinflón metiendo las narices en «mis» asuntos durante las vacaciones escolares. Me maravilla la forma en que ese chico olfatea todo lo que pasa y os mete en danza a los demás. Menos mal que esta vez ha tenido que guardar cama y no ha podido hacer diabluras. Dentro de poco tendréis que volver al colegio y, por una vez en la vida, me habré librado de vuestras impertinencias.

—Si dice usted estas cosas, Dios le castigará y, a lo mejor, también pilla usted la gripe —reconvino Bets audazmente, sin experimentar en esta ocasión el temor que solía inspirarle el policía, en particular cuando tropezaba con él a solas—. De todos modos, todavía puede surgir algo, y, si es así, ¡no le quepa a usted la menor duda de que le tomaremos la «delantera», señor Goon!

Y, sintiéndose satisfechísima de aquel inesperado encuentro y cambio de impresiones, Bets alejóse con aire importante.

—¡Si ves a ese gordinflón —gritóle el señor Goon—, dile que me alegro de que, por una vez en la vida, no haya podido cometer sus habituales travesuras! ¡Qué días más tranquilos he pasado sin tener que aguantaros a los cinco ni a vuestro antipático chucho!

Bets se hizo la desentendida. Por su parte, el señor Goon marchóse en su bicicleta, loco de contento, seguro de que la chiquilla repetiría a Fatty toda su conversación y éste se pondría como una furia contra él. ¡Afortunadamente tendría que volver a la escuela antes de darle tiempo a desquitarse! ¡Diablo de chico!

Bets dirigióse a casa de Fatty y, al entrar por la puerta del jardín, encontró a la señora Trotteville, la madre del muchacho. Ésta profesaba mucho afecto a la niña y pareció encantada de su visita.

—Hola, Bets —murmuró la dama, sonriendo—. ¿Vienes a ver a Federico otra vez? No cabe duda que eres una amiga muy fiel. Me parece que mi hijo se encuentra perfectamente hoy porque cada vez que subo arriba para algo oigo una serie de ruidos procedentes de su habitación.

—¿No habrá vuelto a recaer? —exclamó Bets, alarmada—. ¿Qué clase de ruidos son ésos?

—Pues voces y murmullos —aclaró la señora Trotteville—, como si estuviese ensayando una función o algo por el estilo. Ya conoces a Federico. Siempre está tramando algo.

Bets asintió en silencio. A buen seguro, Fatty procedía a ensayar diversas voces para sus diferentes imitaciones. La voz de un viejo, la temblona de una anciana, la sonora y varonil de un hombretón. ¡Fatty sabía imitarlas todas a la perfección!

—Te acompañaré arriba, a su habitación —decidió la señora Trotteville—. Federico te está esperando.

Ambas subieron al piso. La señora Trotteville llamó resueltamente a la puerta de la habitación de su hijo.

—¿Quién es? —inquirió la voz de Fatty—. ¡Tengo una visita, mamá!

La señora Trotteville quedóse sorprendida. Que ella supiera, no había acudido ningún otro visitante a ver a su hijo aquella mañana. Sin duda, se trataba de alguien introducido en la casa por la cocinera. La dama dio vuelta al pestillo y entró en la estancia, seguida de Bets.

Al parecer, hallábase arrebujado en las almohadas, medio dormido. Bets sólo acertó a ver parte de su oscuro y enmarañado cabello asomando entre el embozo. A la chiquilla se le oprimió el corazón. El día anterior había encontrado a Fatty sentado en la cama, muy vivaracho. ¡El hecho de que al presente estuviese acostado significaba que el muchacho no se encontraba tan bien como decía su madre!

La niña observó a la visitante. Era una mujer regordeta, con lentes, y un feo sombrero negro en forma de budín. Alrededor del cuello llevaba una flamante bufanda verde que le ocultaba parte de la barbilla. ¿Quién era aquella desconocida?

La señora Trotteville estaba también perpleja. ¿Quién sería aquella extraña visitante? La dama avanzó hacia ella, indecisa.

—¿Cómo está usted, señora Trotteville? —preguntó la visitante con voz afectada—. ¿No me recuerda usted, verdad? Nos conocimos en Bollingham hace un par de años. ¡«Qué» hermoso lugar!

—Pues no —replicó la señora Trotteville, asombrada—. No creo recordarla. ¿Cómo supo usted que Federico estaba enfermo y quién la condujo a esta habitación? Es… es usted muy amable… pero…

—Su simpática cocinera me ha acompañado aquí —explicó la desconocida, enjugándose la cara con un gran pañuelo blanco empapado de un fuerte perfume—. Me dijo que estaba usted ocupada y que, para no molestarla, me acompañaría ella misma. Federico se ha alegrado «muchísimo» de verme. ¿Quién es esta linda niña?

Bets mirábala desconcertada. No comprendía a aquella rara visitante. Además, ¿por qué no se incorporaba Fatty? ¿Por qué no la saludaba? La pequeña contempló el montículo que formaba su cuerpo bajo la ropa de la cama. ¡Sin duda el muchacho estaba dormido!

—¡Despierta, Fatty! —le gritó la niña zarandeándole violentamente—. Hace un momento estabas despierto, pues nos contestaste al oírnos llamar a la puerta. ¡Incorpórate y dime algo!

Fatty no se dio por aludido, limitándose a permanecer inmóvil como un tronco. La señora Trotteville empezó a alarmarse. De pronto, acercándose también a la cama, palpó a Fatty.

—Federico, ¿te encuentras bien? ¡Incorpórate en seguida!

Bets echó una ojeada a la visitante, que, a la sazón, habíase levantado y permanecía junto a la ventana, de espaldas a ella. La niña observó que los hombros de la mujer meneábanse ligeramente. ¿Qué «significaba» todo aquello? Resultaba todo muy raro, y a Bets no le gustaba ni pizca.

Súbitamente, la señora Trotteville retiró el embozo de la cama. ¡Fatty no estaba en ella! En su lugar apareció una oscura peluca dispuesta sobre una tartera y unos largos almohadones. La señora Trotteville lanzó un grito:

—¡Fatty! ¿Dónde está Fatty?

En cambio, Bets no necesitó formular esa pregunta. ¡Sabía perfectamente dónde estaba su amigo!