En los albores del siglo XIX, en los mentideros de la corte española se susurraba y se especulaba acerca de la existencia de un retrato firmado por don Francisco de Goya que reflejaba la figura de una gitanilla recostada sobre un diván. Hubo algunos, incluso, que aseguraron haber visto una réplica de aquélla, pero completamente desnuda. Sea como fuere, la existencia de dichas obras se mantenía en estricto secreto debido a que la identidad de la descastada modelo no era otra que la de una dama noble.
González de Sepúlveda sería el primero que en noviembre de 1800, después de haber visitado el palacio de Godoy, se atrevió a comentar públicamente la existencia de «la gitanilla desnuda». Al parecer, el príncipe de la Paz la escondía de las curiosas miradas en un gabinete apartado y junto a otros desnudos de su colección, entre los que se podía admirar la Venus de Velázquez.
Cuando ocho años después el ejército de Napoleón invadió España con la intención de desposeerla de monarquía y gobierno, también quiso expoliarla del arte de cada una de las iglesias, conventos y palacios que a su paso encontró. La casa de Godoy en Aranjuez fue una de las primeras en ser vilipendiadas. Frederic Quiliet, el hombre encargado por Napoleón de inventariar las obras de arte incautadas, fue el primero en desvelar la existencia de no una, sino dos «gitanas», hoy conocidas como la Maja desnuda y la Maja vestida, entre los bienes confiscados. Fue entonces cuando la Inquisición, los nobles y los insatisfechos curiosos comenzaron a conjeturar sobre la verdadera identidad de la retratada.
De nuevo, en 1813, en el inventario que Fernando VII encargó a su regreso a España sobre los bienes que le fueron incautados, las dos «gitanillas» aparecieron de nuevo como confiscadas, pero nadie llegó a describirlas con exactitud.
En marzo de 1815, el Tribunal de la Santa Inquisición incautó «la desnuda» por considerarla obscena, y se abrió una investigación acusatoria hacia don Francisco de Goya. El entonces cardenal don Luis María de Borbón y Vallabriga, hermano de la condesa de Chinchón, consiguió por afecto al pintor que el caso se archivase para no despertar jamás.
A partir de entonces nadie volvió a preocuparse por quién podía ser la retratada, hasta que treinta y dos años después, otro francés, Louis Viardot, en su obra de 1845 Les musées d’Espagne, planteó la posibilidad de que la retratada fuese la decimotercera duquesa de Alba. No sería de extrañar, dado el cariño que el pintor le profesaba y la amistad que mantuvo con ella, pero, como siempre ocurre, aquella tesis tuvo detractores.
El máximo opositor de tal argumento fue Charles Yriarte, que al escribir la primera biografía de Goya desestimó totalmente esta hipótesis argumentando que Cayetana de Alba contaba en 1800 con cuarenta años cumplidos, y la lozanía de la mujer pintada daba a entender que la retratada debía, por fuerza, ser mucho más joven.
Por otro lado, Pedro Madrazo había comentado a algunos conocidos que la Maja desnuda podría ser un retrato de Pepita Tudó, la amante de Godoy.
Lo cierto es que tanto la Maja desnuda como la «vestida» permanecieron escondidas durante todo el siglo XIX en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando de Madrid hasta que, en 1901, el Museo del Prado las sacó a la luz para exponerlas por primera vez.
A mediados del siglo XX, el propio duque de Alba, Jacobo Fitz-James Stuart, decidió exhumar el cadáver de su antepasada, dice la leyenda que para comprobar si su estructura ósea podía corresponder con la de la Maja desnuda. El dictamen que obtuvo sigue siendo un secreto.
Fuera cual fuese el nombre con que Goya quiso bautizarlas —las Gitanas, las Majas o las Venus, como las denominó en una ocasión Javier, el hijo del maestro—, éstas hoy penden de las paredes del Museo del Prado, una junto a la otra y no superpuestas como algunos estudiosos conjeturaron que en su día estuvieron colocadas para que la vestida ocultara a la desnuda.
En este preciso instante en que usted está leyendo estas líneas, las más seductoras musas de Goya permanecen sin temor a que las juzguen embaucando a los miles de admiradores que, sentados en el banco del museo, sueñan con sus caprichos.