Estremecióse España
del cercano rumor que cerca oía,
y al impulso de su injusta saña
rompió el volcán que en su interior hervía.
Manuel José Quintana, «A España».
1810
Cádiz era una península rodeada de mar salado. Un hervidero de asustadas muchedumbres entre casas encaladas de un blanco cegador, y el refugio de liberales desencantados por la gestión de las juntas provinciales, de absolutistas asqueados ante los nuevos decretos y de radicales déspotas dispuestos a instigar los ya hastiados ánimos con ideales aún más arriesgados que los de la ya histórica Revolución francesa.
Independientemente del nombre que hubiesen adoptado, buena parte de ellos no eran más que burgueses que a falta de otro quehacer pasaban las noches discutiendo sobre la manera de gobernar España hasta que se les desecaba la sesera de ideas y la boca de saliva.
La voz cantante la llevaba cualquiera de los cien diputados que, en representación de todas las ciudades y provincias de España, habían jurado su cargo en las Cortes Extraordinarias y Constituyentes que, mediante Real Decreto del 22 de mayo de 1809, la Junta Central Suprema había convocado. Dichas Cortes estarían presididas por el infante don Luis y habrían de tener su primera sesión en la isla de León el 24 de septiembre de 1810. Con independencia de su ideología o posición, por este juramento todos y cada uno de ellos se comprometieron a abrazar a la santa religión católica, apostólica y romana sin admitir otra alguna en el reino, así como a conservar la integridad de la nación española, a no omitir medio alguno para libertarla del opresor y a desempeñar fiel y legalmente el encargo que la nación había puesto a su cuidado.
«Si así lo hiciereis, Dios os lo premie, y, si no, que os lo demande», fueron las palabras del infante como representante de nuestro rey Fernando. Y, sólo por eso, el resto de los que allí estábamos confiamos en ellos.
Los más destacados solían reunirse para sus tertulias en los cafés Cadenas, El León de Oro o la confitería Cosí, y los dueños de las botillerías, frotándose las manos, les permitían quedarse hasta bien entrada la madrugada a la expectativa de que en cualquier momento los eufóricos contertulios llegasen a pegarse. Y es que, la noche en que el ambiente se caldeaba y había bronca, acudían los curiosos como abejas a la miel y, animados por el gratuito espectáculo, consumían y de ese modo aseguraban las ganancias del negocio.
Era tanto lo que ganaban que algunos se permitían el lujo de cerrar los jueves por descanso, pues sabían de buena tinta que los liberales reservaban ese día para reunirse en la casa de Margarita López de Morla, mientras los conservadores hacían lo propio en la de la escritora doña Frasquita Ruiz de Larrea, la esposa del también escritor alemán Johann Nikolaus Böhl de Faber, cónsul de Federico Guillermo III de Prusia y apoderado general de las bodegas gaditanas propiedad de sir James Duff. Lo dicho en ambas solía plantearse en las Cortes del día siguiente para luego terminar publicado en el Diario patriótico de Cádiz, una gaceta que procuré leer junto al Diario de las Damas desde el mismo día en que entramos en la ciudad, más que nada por no estar desinformada y, también, por saber de todo lo que se cocía entre las damas de la alta sociedad de aquella ciudad.
Tardamos en acostumbrarnos al agobio del gentío, y es que, sumando el contingente que nos escoltó a los ya presentes, los guardianes de la Puerta de Tierra calculaban que debían de haber entrado unos dieciocho mil soldados españoles, que, unidos a los tres mil quinientos británicos que ya había y a las cien mil almas que ya estaban refugiadas allí, no dejaban apenas un pedacito de tierra sin pisar.
Salir a las estrechas callejas y encontrar la soledad era un imposible incluso a las horas más intempestivas; ni siquiera se podía caminar por la calle Ancha, la del Paseo o la de la Discusión sin chocar a cada momento con alguien.
En las plazas y callejas colindantes se podía topar cualquiera con grupos de lo más dispares haciendo no se sabía muy bien qué. Igual se cruzaba uno a un doctor o a un fraile, a un marino o a un perejil o incluso a un lechuguino que, abrazado a un artillero, ensayaba las chirigotas que cantarían a dúo en la próxima semana de carnaval. Y es que en aquel reducto de esperanza el ingenio se agudizaba para dar cabida a cualquier olvidapenas.
Marchad, sí, marchad,
resuene el tambor y veloces marchemos,
la sangre española venguemos
derramada con ciego furor.
Aquél tan sólo era uno de los muchos cantares que se entonaban en la lonja. Impregnados con los aromas de los puestos de los marisqueros, los griteríos de los faranduleros y las discusiones de los gitanos pugnaban por vencer en las balanzas del mercadeo, y es que el equilibrio entre los precios, el hambre y la voluntad de echarse algo a la boca para masticar se empezaba a desestabilizar, por lo que con frecuencia el pescado se abarataba según el crujir de tripas de quien lo ponía a la venta.
Y así vimos pasar los meses. Las líneas del frente se situaron en la isla de León y en el caño de Sancti Petri, ya que la zona pantanosa que lo circundaba se había convertido en nuestra mejor defensa frente al asedio iniciado el 5 de febrero y comandado por el mariscal Claude Victor Perrin. Sabíamos que los franceses campaban a sus anchas por poblaciones tan cercanas como El Puerto de Santa María, Puerto Real y Chiclana, pero eso, lejos de amilanarnos, nos infundía valor. La artillería enemiga cada vez era más temible, y los peores cañonazos eran los que nos disparaban desde el otro lado de la bahía, en Trocadero.
La única noticia animosa que recibimos de Madrid fue que el rey intruso, allá por mayo, andaba cabizbajo por la muerte de una de sus amantes preferidas. Era tanto el abatimiento de Pepe Botella que no había demostrado reparo alguno en que le viesen siguiendo el féretro de la susodicha hasta el cementerio del Norte. Al parecer, la cubana Teresa Montalvo, a pesar de su juventud y los cuidados de los mejores cirujanos del Rey Pepino, no pudo superar las fiebres que la llevaron a la tumba. Contenta debía de estar la condesa de Montehermoso, libre de semejante rival.
Ante la evidencia de que la victoria española estaba lejana, no quise seguir abusando de la generosa hospitalidad de la marquesa de Armunia, así que me puse a buscar una vivienda para alquilar. Los precios eran altos por la gran demanda que existía, de modo que tuve que conformarme con un piso en la calle Misericordia del que, para colmo, no me podía quejar, porque lo cierto era que, aunque destartalado y demasiado cercano al manicomio, era lo bastante espacioso como para albergarnos a todos. Con el pago de un año de renta por adelantado acabé esquilmando la bolsa que Ascargorta me había dado para cubrir gastos a nuestra salida de Madrid.
Al principio pensé que con el tiempo conseguiría superarlo, pero no fue así. No sé si se debía a la edad pero, acostumbrada a campar desde siempre libremente y por cualquier lugar, la angostura de aquel encierro entre el mar y las murallas de Cádiz —donde ya llevábamos un año— me ahogaba cada día más.
Como una numantina asediada por los romanos, no conseguía calmar mi angustia de ninguna manera. Una mañana despertaba de una pesadilla en la que otra epidemia de fiebre amarilla, como la que años antes diezmó a la población, acababa con mi familia al completo, mientras el día siguiente lo pasaba entero convenciéndome a mí misma de que no les podía fallar.
Solamente los preparativos para la celebración de la boda de mi hijo Perico con María del Rosario Fernández y Santillán de Valdivia, una de las hijas del conde de Montilla, prevista para el día 7 de octubre de 1811, lograron disipar por un tiempo aquella desazón.
La alegría de ver a toda la familia unida contribuyó a que se esfumara cualquiera de mis temores y, llena de orgullo, no pude menos que congratularme al ver el hombre en que se había convertido el menor de mis hijos varones. ¡Qué lejanos aquellos tiempos en los que sus padres nos vimos obligados a mandarle a Italia para obligarle a olvidar aquellos escarceos de juventud con la hija del general Deroutier! ¿Qué hubiera sido de él de haberse casado, como estaba empeñado durante aquella época, con esa gabacha?
Sonreí pensativa. Atrás quedaba su alocado proceder y ya lo había demostrado. Allí estaba, ante el altar, con su reluciente uniforme. Desde que empezó la guerra había sido ayudante del duque de Alburquerque y había ascendido a lo más alto al cubrir la vacante del general Francisco Ballesteros, a quien habían desterrado a Ceuta por negarse a cumplir las órdenes de Wellington. ¿Quién iba a decir que sentaría alguna vez la cabeza? Supongo que sólo fue cosa de la madurez, que a todos ayuda a recapacitar.
Tras los novios y bajo una lluvia de claveles, salimos en cortejo a celebrarlo. Entonces, mi más que generosa anfitriona durante meses, la marquesa de Armunia, se acercó a la fila para hablarme al oído.
—Siento importunaros, pero vengo a avisaros porque quizá con los nervios de los preparativos no os hayáis enterado. —Mi expresión se lo confirmó—. Como sabéis, mi único hijo, el duque de Berwick, conoce estrechamente al embajador de Inglaterra, que a la sazón es hermano de Arthur Wellesley, el glorioso general que nos ha dado tantas victorias en la Península y que ha conseguido expulsar a los franceses de Portugal. El nombre de su hermano es Richard Wellesley, y ya que acompaña a mi hijo y éste va a venir hoy a la celebración…
Paquito, mi pareja en el cortejo, a punto estaba de llamarle la atención por su intromisión cuando le detuve para responder a la marquesa:
—Señor tan notable no ha de faltar a las celebraciones de esta boda. Traedlo, a falta de pan siempre son buenas las tortas, y ya que no podemos alabar al general Wellesley en persona, por lo menos podremos brindar con su hermano por sus victoriosas hazañas en Talavera y Ciudad Rodrigo.
A punto estaba de retomar el paso cuando me interrumpió de nuevo.
—¿Qué os parece si aprovechamos la ocasión y la condesa de Chinchón le entrega el Toisón de Oro de su padre, el infante, para que se lo haga llegar a su hermano el general? Seguro que el embajador podrá enviárselo por valija diplomática sin temor a extraviarlo.
—No sé si procederá, querida amiga, porque una cosa es que me traigáis a insignes comensales y otra muy distinta que éstos le roben el protagonismo a los novios. —Y, aprovechando una parada de la pareja ante un grupo de mujeres que le dedicaban una coplilla, intenté hacerla entrar en razón—: Además, seguro que tendréis tiempo para organizar esa entrega en otro momento. Creo que hoy será suficiente con que le sentemos a la mesa con los más importantes miembros de la junta. No podrá quejarse de la compañía, ¿no os parece?
Tapándose la boca con el abanico, la marquesa me miró con complicidad antes de sugerirme:
—Mejor será que lo rodeéis de bellas mujeres. ¿No hay alguna amiga de vuestras hijas o de la recién casada? Dicen que, a pesar de haber cumplido ya la cincuentena, es aún más atractivo y seductor que su hermano. Embauca a todas con exóticas historias de la India, donde hace un tiempo fue gobernador general. Ya sabéis, los ingleses, siempre tan aventureros…
—No más que nosotros. Sin embargo, estando como estamos encarceladas en este istmo, siempre será grato escuchar historias de tierras lejanas.
Nada más entrar en casa ordené a uno de los lacayos que bajase de inmediato a llevarle una invitación en la que le pedía perdón por la premura.
Richard Wellesley llegó justo a tiempo para sentarse en la mesa que le habíamos asignado. Yo misma fui a recibirle; le encontré cuando dejaba un regalo para los novios en la entrada. Mientras me besaba la mano, alzó la mirada de manera sugerente y se disculpó:
—No tuve tiempo de comprar otra cosa. Es un telescopio. ¿Cree su excelencia que habré acertado con el presente?
—Aquí, aunque no haya mucho espacio entre unas cosas y otras, nunca viene mal un artilugio para fisgar sin que te vean —le seguí el juego—. Sin duda merecerá la pena tenerlo a mano el día en que derrotemos a los franceses para verlo todo aún más grandioso.
Le tendí mi brazo y, presto, se agarró a mí para dejarse guiar. Al comprobar que estaría rodeado por alegres jovencitas silbó escandalosamente, lo que provocó tímidas risitas entre las aludidas. El único hombre que compartiría el honor de tan buena compañía se precipitó a estrecharle la mano mientras yo los presentaba:
—Aquí os dejo con Francisco Martínez de la Rosa. Os ruego que no os dejéis llevar por las apariencias, ya que detrás de la descomunal lazada de su corbata, la pomada de su pelo y el reguero de olor a colonia de lavanda con que nos embriaga, es uno de los jóvenes que mejor conoce a todas estas señoritas.
De la Rosa, lejos de incomodarse por mi comentario, me reverenció.
—Escuchadle atentamente porque, además de poeta, dramaturgo y amante del género femenino, tiene trazas de político —recomendé a Wellesley—. Si las damas os dejan un respiro, siempre podréis preguntarle por los proyectos de la Junta de Regencia, por lo que piensa sobre la abolición de los señoríos jurisdiccionales e incluso por cómo marcha la redacción de la Constitución. Será la primera que tengamos en España y han decidido bautizarla como «la Pepa», ya que se piensa aprobar el próximo día de San José.
Atrás los dejé enzarzados en una amena conversación para tomar asiento en la mesa presidencial junto a los novios.
Serían las seis de la madrugada cuando despedía a las puertas de la casa de la calle Misericordia a los últimos comensales de aquel yantar. Resultaron ser los Charost, que, como tantos, hacía meses habían tenido que cerrar su relojería de la calle Barquillo para venir a refugiarse a Cádiz. Ahora seguían trabajando en sus encargos en esta ciudad, y me sorprendió saber que acababan de terminar un reloj de pared que su majestad les había encargado antes de dejar a España huérfana de rey y de alegría.
—¿De verdad se lo enviaréis a don Carlos? ¿Para qué si de sobra sabéis que jamás os pagará?
—Por extraño que os parezca, para nosotros satisfacer el último capricho del rey es una manera como otra cualquiera de vengarnos por el abandono al que nos sometió. —Los dos hermanos me sonrieron a la vez—. Sabiendo lo amante que es de los relojes y de la puntualidad, no dudamos que, cada vez que ponga en hora este reloj y cada vez que lo oiga marcar y tocar las horas junto a sus compañeros, no podrá dejar de sufrir pensando en todo lo que dejó atrás.
—¿De verdad lo creéis? ¿Es que no sabéis que se habla de que pueda abandonar Marsella para trasladarse a Roma y, bajo el amparo del papa, residir nada menos que en el Palazzo Borghese? ¡Que la pensión que Napoleón les ha asignado no les priva de nada!
—Lo tienen todo menos un reino, su soberanía y el amor de sus súbditos. ¿No os parece eso carestía para un rey? —suspiraron a la vez.
A pie y embozados en sus capas, se alejaron calleja abajo.
La mañana del 19 de marzo de 1812 acompañé a mi vieja amiga María Teresa a los actos de celebración de nuestra primera Constitución. Por fin veía la luz aquel novedoso compendio de leyes que a tan diferentes hombres intentaba contentar. La cita fue en el oratorio de San Felipe Neri, y presidía el acto el hermano de María Teresa, el cardenal Luis María de Borbón, en representación del rey Fernando VII, ya que era el pariente más cercano presente.
Atrás quedaban meses de reuniones para su redacción y, a tenor de lo que todos los participantes aseguraban, no fue nada fácil conseguirlo. La supresión de la autoridad del Santo Oficio en la redacción de la Constitución resultó uno de los puntos que hizo más difícil el acuerdo, ya que siete obispos, veintiún canónigos y los dos inquisidores que formaban parte de su redacción se negaron a firmar el documento. Para el bien del proyecto, éstos eran minoría ante los doscientos cuarenta firmantes.
Tras mil conatos de acuerdo, por fin los principios de soberanía nacional y división de poderes fueron aceptados por liberales, reformistas, conservadores, radicales y absolutistas.
Hasta entonces nos habíamos plegado a las decisiones de la Tercera Junta de Regencia, presidida por Joaquín de Mosquera y Figueroa, y formada por cinco vocales, entre los que se contaba el duque del Infantado, a quien había colocado en ese lugar la confianza ciega que el rey Fernando tenía en él. La misión encomendada a estos hombres era redactar la Constitución y organizar la defensa contra el enemigo hasta que venciésemos a los franceses y regresase el rey. Lo primero ya estaba hecho, ahora sólo faltaba conseguir lo segundo.
El verano estaba siendo intenso, inclemente y agotador en Cádiz. La noticia de la victoria del general Wellesley en Arapiles el día 22 de julio de aquel 1812 había pasado casi desapercibida en Cádiz debido al constante ataque enemigo al que últimamente estábamos sometidos. Los franceses nos bombardeaban sin darnos tregua ni para recuperar el resuello desde hacía muchos meses. Desnudas las fachadas de sus últimos ornamentos y entregadas más de ochocientas rejas, otros tantos balaustres y miles de pasamanos para construir una segunda muralla, poco más nos quedaba por hacer a las mujeres de la Junta de Señoras de Fernando VII aparte de vestir a los combatientes, alimentarlos y velar por ellos.
Me hubiese gustado colaborar como lo había hecho en Madrid después del Dos de Mayo, pero mis recursos ya eran mucho más limitados y me conformé con llevar a diario yo misma a la enfermería de la Junta Patriótica dos peroles de arroz con tasajos que cocinábamos en casa al amanecer. Allí, cada vez que caía una bomba mientras dábamos de comer a los que no podían alimentarse por sí mismos, cantábamos el estribillo de una canción que sabíamos que los animaría y que, incluso, tenía ya el poder, por lo que encarnaba, de resucitar a los moribundos:
—«Con las bombas que tiran los fanfarrones se hacen las gaditanas tirabuzones».
Por aquel entonces no había mujer en Cádiz que no llevara el pelo ensortijado de tirabuzones que se sujetaban, a modo de horquillas, con trozos pequeños del plomo que escupían las bombas enemigas. Más que un adorno, en realidad aquel símbolo se había convertido en una sutil manera de menospreciar al enemigo.
Los días en que nos traían a más heridos de los esperados, y faltaban manos para auxiliarlos, dejaba a mis hijas rebañando en los pucheros para ofrecer mi ayuda a los cirujanos, a quienes auxiliaba terminando de suturar las heridas de los miembros recién amputados. Estaban tan desbordados que no rehusaban mi ofrecimiento, ya que sabían que era algo que había aprendido en la enfermería de la calle del Viento de Madrid después del alzamiento del Dos de Mayo. Lo peor, con todo, era la impotencia de tener que curar a los heridos con tan pocos medios, pues la escasez de instrumental, hilos, ungüentos, jarabes y vendajes era no ya desesperante, sino escandalosa y angustiosa, y es que apenas llegaban ya barcos que pudiesen abastecernos de ellos.
Aún mantengo vivo en la memoria el recuerdo de aquel caluroso 24 de agosto en que los clamores de la calle nos avisaron del final del sitio a la ciudad. Como queriéndolos acompañar, una brisa de aire fresco irrumpió en los corredores y se llevó todas nuestras penurias con las tropas napoleónicas. Los heridos, igual que si de un milagro se tratase, se incorporaron en sus parihuelas para andar, gatear o arrastrarse por los suelos y abrazarse con lágrimas en los ojos a sus compañeros de penurias. Y es que, después de treinta meses de asedio, la celebración de la victoria merecía el derroche de sus últimas fuerzas.
Observándolos en silencio desde una esquina, me limpié las manos en el mandil intentando asimilar la noticia: había pasado años refugiada en aquella ciudad y ahora por fin llegaba el ansiado momento de regresar a casa. ¿Por qué entonces en vez de alegría sentía temor? Era un pavor inconfesable a no encontrar en la Alameda ni uno solo de mis antiguos caprichos.