XXIII

Pepe Botella, baja al despacho,

no puedo ahora, que estoy borracho.

Pepe Botella, no andas con tino,

es que ahora estoy lleno de vino.

Dicho popular

1809

Abstemio o no José Bonaparte, me sentí incapaz de permanecer un día más en la villa y corte para comprobarlo. Hacerlo, y obcecarme en negar el obligado juramento de fidelidad que los franceses nos requerían a mí y a todos los míos, sería como firmar una sentencia de apresamiento y quién sabe si de muerte para toda mi familia.

Ya sentadas mis hijas, mis seis nietos y yo misma en el coche, casi pude escuchar el sonido desbocado de los latidos de los corazones de Pepita y Joaquina. Ellas, como yo había hecho en tantísimas ocasiones, procuraban disimular su miedo para no contagiar a sus hijas. Antes de arrear a los caballos, el cauteloso Chorobán, casi completamente recuperado de las heridas que sufrió el Dos de Mayo, comprobó que la calle estuviese desierta.

Atravesábamos el zaguán cuando la clara voz de un hombre gritó a los cuatro vientos la hora y el tiempo.

—¡Las cinco de la madrugada y los cielos cubiertos!

¿Cómo podía no haber caído en ello? Era Esteban, el jefe de los serenos, que puntual como un nocturno reloj al que nunca había que darle cuerda cumplía con su cometido. A pesar de andar ya achacoso y de haber superado en mucho la treintena de años de servicio, requisitos indispensables de las ordenanzas que dispuso Carlos III al fundar este cuerpo, seguía ejerciendo, y es que los más jóvenes en este arte bebían de su experiencia. En circunstancias normales jamás habría desconfiado de él, ¿cómo hacerlo si llevaba más de tres décadas velando por nuestra seguridad?, pero las cosas habían cambiado tanto que no sería extraño que por su oficio hubiese sido constreñido a delatar cualquier movimiento extraño en la calle. Además, ¿quién nos aseguraba que aquella noche no hubiese prendido todos los faroles de la calle? Si así fuera, pensé, tendríamos que recorrer casi cincuenta varas de distancia antes de que la oscuridad nos amparase.

Cerré los párpados deseando con toda mi alma que, por una noche, Esteban hubiese olvidado la pértiga en su casa y no hubiera podido ocuparse del alumbrado público; de no ser así, las llamas, colgadas a tan sólo doce pies de altura en unos faroles situados a cien pasos de distancia unos de los otros, delatarían nuestra fuga.

Los cascos de nuestros caballos tronaban al paso en la Cuesta de la Vega cuando, al no percibir ni un atisbo de claridad a través del velo de mis párpados, comprendí que mis plegarias debían de haberse hecho realidad.

Me armé de valor y fui entreabriendo los ojos para comprobar que mi intuir era cierto. Incluso me atreví después a asomarme para soltar de golpe todo el aire que retenía en mis pulmones: allí fuera reinaba la más tenebrosa oscuridad, la misma que se encuentra en medio de un sembrado en las noches nubladas de luna nueva. Al doblar la esquina me pareció distinguir la figura del sereno despidiéndonos entre las sombras.

Más tarde supe que Esteban era primo de mi cochero, y aquella casualidad que yo creí providencial fue uno más de esos arriesgados favores que los sometidos nos intercambiábamos sin esperar correspondencia alguna. El hoy por ti y mañana por mí sacaba a relucir lo mejor de cada uno de nosotros.

Cobijados entre las sombras con los fanales del carruaje apagados y las cortinas echadas, conseguimos burlar a la guardia real, que, en vez de custodiar la salida, dormía en los puestos vigías la monumental borrachera que habían cogido a raíz de las recientes celebraciones que por el regreso del Rey Pepino tuvieron lugar.

El mayor peligro que debíamos superar en nuestra huida estaba, pues, soslayado, y en cierto modo debíamos dar las gracias por ello a José Bonaparte, pues su entrada por la puerta norte de Madrid facilitó nuestra salida por la del sur.

Aunque conseguí convencer a mis hijas de que apenas llevaran equipaje para no levantar sospechas, lo cierto era que aquella berlina londinense no daba más de sí. Mis tres hijas, mi nuera y los seis nietos sobre nuestros regazos éramos demasiados, y lo peor era que, aunque los demás aún no lo sabían, en Pinto se nos pretendía unir una última ocupante.

A dos leguas de Madrid, y ya completamente segura de que nadie nos seguía, conseguí tranquilizarme y, recuperado de nuevo mi tono habitual de voz, pude hablar:

—¡Por las cuatrocientas guineas que pagaste por él, Joaquina, ya podría haber sido un poco más grande el carruaje! Ahora tendremos que descapotarlo para que quepa la condesa de Chinchón.

—Madre, bien sabes que es el único que he podido esconder a los confiscadores. Por lo demás, y te pongas como te pongas, aquí María Teresa no cabe. ¡No sé por qué tiene que andar siempre pegada a nuestras faldas!

—Parece mentira que digas eso, hija, cuando hace tan poco erais tan amigas.

—Desde que Godoy se marchó no hemos vuelto a verla ni Pepita ni yo. —Bajó la mirada—. Es como si con la desaparición de su marido, de los reyes y de su hija, hubiese aprovechado y querido enterrarnos a todas sus amigas, o como si de golpe y porrazo hubiese decidido cambiar drásticamente de vida.

Suspiré; aun siendo madres de familia, mis hijas todavía tenían que aprender mucho de la vida.

—No se lo tengas en cuenta, quizá sea por la repentina ilusión de haberse visto por fin libre por lo que últimamente comete tantas estupideces. Hazme caso y deja que el tiempo repose su arrebatado proceder, si no lo ha hecho ya.

—¿Por qué no viaja con Antonio María de Borbón, su hermano? —Herida en su orgullo, Joaquina insistía sin parecer querer comprender mi consejo.

—Porque hace meses que éste dejó Toledo para ser arzobispo de Sevilla. Por otra parte, me consta que él sólo confía en nosotras para que se la llevemos sana y salva. Ten caridad, hija, y piensa en lo sola que se debe de encontrar.

Sin embargo, como una niña enrabietada no quería dar su brazo a torcer.

—¡Pues que lo hubiese pensado antes de desestimar nuestras reiteradas invitaciones!

Pepita asintió refrendando la ofuscación de su hermana. Manolita, apretujada en una esquina por las mayores, daba vueltas a un tobillo que se le había quedado entumecido antes de interrumpir:

—¿Has pensado que quizá en la soledad esté como en la gloria? Sin marido que la menosprecie, reina que la vilipendie o amigas que le digan a todas horas qué hacer. ¿O es que aún no sabes que su soledad ha sido buscada y no impuesta? —sentenció.

Un codazo de su cuñada en el costado la obligó a callar. Al contrario que sus hermanas, Manolita hablaba muy poco, probablemente porque al ser la pequeña nunca la dejaban. Por eso, cuando lograba meter una cuña, lo hacía con suma precisión y sin andarse por las ramas. Asentí recordando lo duro que debía de ser para María Teresa, aunque no lo reconociese, haber dejado a su hija Carlota marchar a Francia junto a todos los que ella odiaba. Como no quería ahondar más en semejante desatino, retomé el punto de partida de la conversación.

—Sea como fuere, que viaje sola es peligroso. La recogeremos y no hay más que hablar. Las apreturas sólo serán hasta Ocaña; allí Ascargorta lo ha arreglado todo para que nos truequen esta berlina de paseo por dos carrozas de viaje más grandes y cómodas para todas.

Joaquina, al ser la dueña del coche, frunció el ceño. Fingí no haberla visto y, sacando la mano del manguito de piel, acaricié la fresca mejilla de mi nieta pequeña. Notando el calor que manaba, la niña apretó aún más la cara contra mi palma.

—Y no admito ni una discusión más al respecto —zanjé, antes de que alguna se atreviera a protestar de nuevo.

Alguna autoridad debía de tener todavía para ellas porque, por respeto, ninguna se atrevió a musitar siquiera.

En el horizonte, los contornos de Madrid desaparecían. Atrás quedaban la mayor parte de nuestras ilusiones, recuerdos y caprichos. Dejábamos custodios de nuestras casas en ruinas a Michelle, Ascargorta y a otra media docena de fieles criados que, por no tener a donde marchar, aún no nos habían abandonado. Ellos serían los veladores de los pocos tesoros escondidos que nos quedaban y que no sabíamos cómo ni cuándo podríamos recuperar.

Como cuando años antes partimos a París, mi contable me había guardado bajo el bancal donde estábamos sentadas una caja llena de monedas para sufragar los gastos del viaje a Sevilla. Ascargorta había previsto una cantidad suficiente para que contásemos con lo necesario y hasta para pagar los pasajes de un barco en el funesto caso de que el invasor acabase comiéndonos el terreno. En el fondo de la caja estaban los justificantes de nuestros cuantiosos fondos a cargo de Lyne Hawthorn & Roberts en Londres. «Por si, Dios no lo quiera, tiene que desterrarse su excelencia a Inglaterra, sepa que éstos son sus administradores en ese país», me reveló al despedirme.

La recogida de María Teresa transcurrió sin incidentes y el esperado cambio de carruaje en Ocaña fue una bendición para mis molidos huesos. A partir de allí, todo fue más o menos tranquilo, a pesar del temor a que en el puerto montañés de Despeñaperros pudiésemos toparnos con alguna cuadrilla de bandoleros.

En la ruta de viaje estaba previsto parar unos días a descansar en mi cortijo de Santa María del Bosque, pero resultó que un guerrillero se había apoderado de él y había echado a nuestro administrador, algo de lo que éste nos alertó a las puertas de la finca. El ladrón sólo era uno de los miles de desalmados que, aprovechando la anarquía, robaban, mataban y cometían todo tipo de tropelías. Pero ya recibiría su merecido en cuanto echásemos a los franceses.

Había llegado un momento en que ni siquiera sabía qué era lo que me quedaba. La calamidad era tanta que lo que un tiempo atrás en París supuse una quiebra ahora se hacía minucia, y, como con eso, así sucedía con tantas otras cosas absurdas que antes me quitaban el sueño.

Al divisar la torre del Oro flanqueando la orilla del Guadalquivir mandé parar al cochero. Sevilla, como siempre acogedora, bullía de alegría. Hacía escasamente un mes que se había trasladado la Junta Central Suprema y Gobernativa del Reino desde Extremadura para seguir dirigiendo la guerra. El 16 de diciembre de 1808 se estableció oficialmente allí y, a consecuencia de ello, en busca de su amparo habían llegado como nosotras miles de personas ansiosas por hallar un refugio más seguro. A nadie importaban sus fortunas, procedencias o condiciones, porque si algo teníamos todos en común era el ansia de que aquella guerra, ya bautizada como «la de la Independencia», finalizase lo antes posible.

Guiados por la repentina aparición entre los tejados de la majestuosa Giralda, su minarete y su campanario, dejamos a la Chinchón en el Palacio Arzobispal, donde residía su hermano y donde la sabíamos a salvo, para dirigirnos a casa de nuestra parienta María Teresa de Silva Fernández de Híjar y Palafox, marquesa de Armunia. Aquella generosa mujer nos dejaba su casa durante el tiempo que precisásemos mientras ella estuviese en Cádiz con su hijo, el duque de Berwick, fruto de su primer matrimonio. Nada más llegar supimos que no éramos sus únicas inquilinas.

Nuestra antigua casera en París, la duquesa viuda del Infantado, nos recibió en la puerta como si fuese la mismísima dueña del palacio. Había convertido el palacete en un acuartelamiento espía para dirigir a los infiltrados entre las filas francesas. Nada de extrañar, ya que su hijo, como uno de los principales defensores de don Fernando, también costeaba regimientos en contra de los invasores.

Apenas nos saludamos, dejé a mis hijas embelesadas con sus historias para salir a caminar y desentumecer mis huesos de tan largo viaje. Hacía años que no paseaba por aquella ciudad y, sin pretenderlo, mis pasos me guiaron hacia el palacio de las Dueñas. Me detuve para recordar a la que había sido su propietaria, mi añorada prima Cayetana. Era cierto que la duquesa de Alba había muerto demasiado pronto ¡pero de cuántas cosas se había librado!

Ensimismada en mis pensamientos, sentí cómo algo humedecía mi tobillo. Al agachar la cabeza vi asomado al otro lado de la reja a un pequeño perrillo que me lamía afanoso. Era de la misma raza y color que Jazmín, aquel con el que Goya había pintado a Cayetana en más de una ocasión. Al no llevar lazada, collar o medalla, y asombrada por la casualidad de que, justo allí cuando yo recordaba a Cayetana, un perro similar al suyo me hubiera salido al encuentro, decidí quedármelo convencida de que a mis nietos les encantaría la sorpresa y de que sería un buen entretenimiento y consuelo para ellos, pues eran aún muy pequeños y seguro que no tardarían en comenzar a echar de menos sus casas, su ciudad, sus ayas, su vida… Definitivamente, aquel animal era la reafirmación de que, a pesar del acoso que estábamos sufriendo, la vida continuaba.

Esforzándome por no herirlo al pasarlo entre los barrotes, lo tomaba ya en brazos cuando sentí una mano sobre mi hombro. Era la condesa de Chinchón, que nada más verme pasar caminando frente a sus ventanales salió a buscarme.

—Os creía abrazada al cardenal, vuestro hermano —bromeé—. ¿Qué fue de esa soledad que tanto buscabais? ¿Ya os cansasteis de ella? No me digáis que, recién llegadas y después de haber viajado las dos tantas jornadas juntas, ya me echabais de menos.

—Precisamente porque acabamos de llegar me preocupa que Luis María esté pensando en organizarnos otro viaje —confesó sin darse por aludida con mis chanzas—. Asegura que, a pesar de la victoria de Wellington en Talavera, las tropas enemigas avanzan. ¿Qué opináis vos? —Eran tantas las noticias que a diario nos llegaban que ya no sabía cómo mantenerme al margen. Al ver que yo no añadía nada, la de Chinchón insistió—: Dice mi hermano que deberíamos partir hacia Cádiz. Podríais acompañarme, ya que vuestra parienta, la misma duquesa del Infantado que aquí os hospeda, no tiene inconveniente en alojarnos en su casa.

¿Por qué la condesa de Chinchón hablaba en plural? Desde que llegó a la corte para casarse con Godoy la había compadecido, adoptado y consolado en todo momento, pero aquello pasaba de castaño oscuro. ¿Quién era ella para disponer del futuro de mi familia? ¿No le bastaba con haberse convertido en nuestra sombra incómoda durante todo el viaje que ahora también pretendía compartir nuestro techo? Procuré ser delicada:

—María Teresa, no sé si esta vez os acompañaremos. ¿No venían vuestra hermana y madre a Sevilla? Es a ellas a las que deberíais convencer para que os acompañen.

—Era lo planeado, pero el duro asedio que sufre Zaragoza las ha obligado a variar sus planes —contestó cabizbaja—. Con la ayuda de Palafox saldrán de Zaragoza para llegar a Valencia y embarcar hacia Palma de Mallorca. Dado que es poco probable que encuentren una fragata que las traiga a las costas andaluzas, se quedarán allí.

—Pues esperad a que vuestro hermano viaje a Cádiz —dije sonriendo.

—¿Por qué habría de hacerlo?

—Como único miembro varón de la familia real en España, debería estar en el lugar más seguro de este país. Si él cree que lo es para vos, ¿no debería también ser para él?

—¿Quiere decir eso que no me queréis acompañar?

A veces, su indefensión, su inocencia me hacían perder la paciencia.

—Sólo quiere decir, María Teresa, que por mucho que os queramos todos los de mi casa, nunca podréis cambiar a vuestra familia por la mía —le dije, con toda la sinceridad pero, también, con toda la dulzura de que fui capaz.

Se fue cabizbaja y sin añadir nada más. No se había alejado dos varas cuando ya me arrepentía de mi odioso comportamiento. Sentía que, en el momento de hablarle, me había dejado llevar por mi egoísmo. Sí, egoísmo, y se debía éste a que en ocasiones, estando mis hijos y mi yerno en la guerra, me sentía desbordada en mi papel de cabeza de familia y, precisamente por eso, le había negado la posibilidad de estar con nosotros: simple y llanamente porque no me veía capaz de hacerme responsable de una persona más, porque tenía la sensación de que todo eran cargas sobre mis hombros y aguantaba, para no asustar a mis hijas ni incomodarlas, mucho más de lo que debía. Por eso me negué, porque me rebelaba ante la idea de hacerla mi hija cuando ya tenía ella una madre. Claro que, como pensé después presa de los remordimientos de conciencia, ¿qué tipo de madre era aquélla? Una ajena, distante… Lo cierto es que María Teresa, probablemente, había recibido muchos mejores consejos y sin duda más apoyo de mí que de ella.

Y así me fui a casa: con la horrible sensación de haberle fallado a alguien que me necesitaba, alguien que tal vez me veía como una madre aunque no fuera mi hija.

Pasaron los meses y con ellos los acontecimientos. Decenas de noticias nos llegaban a diario y, como ya venía pasando desde el principio de la contienda, las malas se compensaban con las buenas. A finales de marzo celebramos la derrota de los gabachos en Vigo sin dar demasiada relevancia a la toma de Oporto por parte del mariscal Soult. En mayo, mientras el azahar de los naranjos en flor y los jazmines embriagaban de perfume las calles, supimos del principio del asedio a Gerona y el éxito de Wellesley al recuperar Oporto de manos francesas. En julio, y con un calor de justicia, brincamos de alegría al saber del triunfo anglo-español en Talavera de la Reina dos días después de la festividad de Santiago apóstol. ¡Bien merecido tenía aquel valeroso caballero todos los elogios que se le dedicaban! Desde la muerte de sir John Moore, era ahora sin duda Wellesley nuestro héroe inglés. En noviembre no quisimos pensar demasiado en la derrota que sufrimos el día 19 en Ocaña, y en diciembre casi nos pusimos de luto al saber que Gerona, después de siete meses de asedio, había capitulado, por lo que ahora estaba en manos enemigas.

Pasadas las Navidades de 1809, mis hijos varones, que andaban cada uno por su lado luchando en diversas contiendas, me alertaron del inminente asedio a Sevilla. Empujada a seguir de nuevo los pasos de la Junta Central, que por fin había decidido dejar la ciudad hispalense para cobijarse en la isla de León, donde se instaló oficialmente el 23 de enero de 1810, decidí plantearme seriamente la propuesta que casi un año antes me había hecho la condesa de Chinchón.

El 24 de enero, y muy a pesar de las quejas de mis hijas por la estrechez a la que nos debíamos someter, salimos hacia Cádiz. Éramos exactamente la misma comitiva que había entrado en Sevilla, ya que, después de saber que el cardenal Luis María nos precedía en el viaje, comprendimos que también María Teresa debía partir y no pusimos obstáculo para que nos acompañara.

Embriagadas por el perfume de unas naranjas verdes que un instante antes de subir a las carrozas cogimos de los árboles del patio y colocamos en nuestros regazos, nos despedimos del desbocado fluir del río Guadalquivir. Lo hacíamos con la esperanza de que nuestra siempre inconclusa huida terminase de una vez por todas en las orillas de la mar. Todo menos tener que embarcar para cruzar los mares, y cualquier cosa antes de someternos a un eterno destierro.

Aprovechamos la protección de uno de los últimos contingentes que se dirigía a defender la isla de León. Cruzamos el puente de las Barcas hacia Triana y tomamos el camino del sur justo a tiempo de oír los últimos cañonazos de nuestra artillería, que, apostada a poco más de una legua, llevaba varias horas intentando repeler el asedio del ejército francés.