XXII

En la plaza hay un cartel

que nos dice en castellano

que José, rey italiano,

viene de España al dosel.

Y al leer este cartel

dijo una maja a su majo:

Manolo, pon ahí abajo

que me cago en esa ley,

porque aquí queremos rey

que sepa decir ¡carajo!

José María Solé,

Los pícaros Borbones

Con los apodos de «Pepe Botella», «Tío Copas», «El Rey Pepino» o «El Rey Plazuelas», a José Bonaparte le costaría que le tomasen en serio. Y es que, por mucho que quisiese imponerse a las brasas incandescentes de la indignación de los madrileños por los hechos acontecidos el Dos de Mayo, éstas volaban para prender en pueblos y ciudades de los cuatro puntos cardinales.

Asturias se alzó primero, y le siguieron las juntas de andaluces, gallegos, leoneses, castellanos y aragoneses. Para tener un orden necesitaban unirse en un mismo lugar; aún quedaba por decidir dónde, pero lo más probable era que fuese en Aranjuez, donde crearían la Junta Suprema Central.

Allí los valientes guerrilleros en un ejército irregular por un lado, y los soldados que pudimos pagar la nobleza con lo poco que nos quedaba por el otro, se congregarían en un único afán: el de echar al invasor para restituir al rey Fernando.

Generales como Castaños, Blake, Palafox, Infantado y Cuesta esperaban discretamente para atacar en cuanto se les presentase la oportunidad; eran hombres valientes que derrotaron a los franceses en Bruc a mediados de junio y que para el final del verano esperaban acabar con el primer asedio de Zaragoza.

Pero como no todo pueden ser victorias en los inicios de una guerra, resultó que al poco tiempo, el 14 de julio, perdimos en Medina de Rioseco. Un hecho insignificante, dado que los resquemores de la milicia de partidas y las cuadrillas no permitieron que nuestros soldados se amedrentasen. ¡Qué mejor aliento para seguir luchando que la esperanza de un pronto acuerdo de paz con Inglaterra que nos trajese los víveres, municiones y armas que necesitábamos!

Las noticias de las jubilosas victorias y de los tortuosos fracasos me llegaban por cartas de mi hijo Paco, que, nombrado teniente coronel del Regimiento de Voluntarios de la Corona, fue de los primeros en salir de Madrid para luchar. En el sur, el general Dupont ocupaba Córdoba después de habernos derrotado en la batalla del Puente de Alcolea, donde mató a cañonazos a doscientos de nuestros valientes. Días después, la victoria de los nuestros contra la escuadra de Rosily vendría a endulzarnos el paladar hasta el amargor del saqueo de Jaén por el enemigo. Según todos, la confrontación en Bailén decidiría definitivamente hacia qué bando se inclinaba la balanza de la victoria.

Aquel día de Santiago, esta vez escondida tras las cortinas del balcón del marqués de Astorga, vi pasar a la comitiva que iba a coronar a José Bonaparte.

Hacía poco más de cinco días que el usurpador había entrado en Madrid y yo aún no había encontrado el momento idóneo para huir, aunque permanecer en la ciudad se había vuelto peligroso para nosotros, ya que muchos nos señalaban como a proscritos que aún no habíamos ido a rendir pleitesía al nuevo rey.

¡Qué diferencia el recibimiento que se estaba dando a Pepe Botella aquel 25 de julio con el que Madrid le había brindado a don Fernando hacía tan poco! ¿Por qué tuvo que marcharse a Bayona? ¿Cómo es que aquella mera decisión vino a estropearlo todo?

Al ver aparecer la cabecera, bromeé con la mujer de Astorga:

—¿Qué hace vuestro marido que no está allí?, ¿no era el custodio y pendonero real?

—Y lo sigue siendo. Del rey don Fernando.

—Él ya no es el rey de España —la contradije.

—Le esperaremos hasta que regrese de nuevo, como vos. Mientras, cada vez que le llamen para portar el pendón seguirá alegando enfermedad.

—A todos nos está costando asimilarlo —asentí—. Ya veo que quien sí ocupa su lugar es el conde de Campo Alange. Ahí va, estirado como un pavo junto al resto de los reyes de armas.

—¡Pérfido felón! Así de nada habrá servido la excusa de mi señor —exclamó mi compañera.

—Sólo hace lo que la gran mayoría —suspiré—. Miradlos, ya son tantos los que alardean de ser más franceses de corazón que los propios intrusos que se me cae el alma a los pies. ¿Cómo es posible sucumbir tan fácilmente a la tentación de un rápido enaltecimiento?

—Por vanidad, supongo. Ya sólo nos faltaría ver cómo Pepe Botella los enaltece condecorándoles con el Toisón de Oro, la Real Orden de Carlos III o la Orden de Isabel la Católica.

Sentí contradecirla.

—Por lo poco que le conozco, le creo más capaz de crear su propia institución premial que valerse de una orden ya existente con anterioridad. Eso le diferenciaría de entre los anteriores reyes españoles sin la menor duda.

—¿Algo así como la Legión de Honor?

Asentí.

—Parecido. ¿Os acordáis de la Real Orden de María Luisa, cuya banda tantas veces hemos tenido que colocarnos por obligación? Igual que pasaba con la huidiza arpía, la condecoración que José Napoleón otorgue a sus entregados fieles será para él la más importante. Si es así, a los demás al menos nos servirá para distinguir a los afrancesados de los que no lo son.

—No sé si a todos, pero sin duda a los más destacados. ¿De qué color creéis que teñirá sus bandas?

Dudé.

—Es difícil predecirlo, pero creo recordar que el color berenjena le privaba.

Un grito aislado de «Viva el rey» bajo nuestro balcón me hizo callar. La mujer de Astorga se indignó:

—¡Acercadme esa maceta, que se la tiro ahora mismo!

—Sólo serviría para delatarnos —la apacigüé—. No es el primer mendigo que le vitorea ni será el último. Comprendedlo, sólo lo hacen ante la expectativa de que alguien de la comitiva les arroje un puñado de monedas o de que esta noche, en las celebraciones de su advenimiento, se sirvan mesas francas en las plazas. El estado llano, si algo ha aprendido, es que a cada cambio de rey hay comida, y esperan que esta vez no sea una excepción.

—¡Por qué poco se venden! —concluyó mi amiga.

—A los pobres que se venden por pura necesidad no los culpo. Los que de verdad me enervan son los que sin un crujir de tripas por el hambre someten su integridad al mejor postor. Los ignorantes lo que no saben es que José Napoleón no siente escrúpulo alguno en despedirse de unos fieles para reemplazarlos por otros. Eso es lo que ha hecho con todas las personas a las que en algún momento pudo estar ligado afectivamente. Tanto con las recientes amantes que dejó en Nápoles con sus retoños como con su legítima esposa y sus dos hijas, que, según me dijeron, hace tiempo abandonó en París. La reina consorte de España se llama Julia Clary.

—Bien está saberlo —bajó el tono de voz—, pero no creo que venga a conocer a sus súbditos, ya que viven separados desde hace años, algo que no ha de extrañar a nadie dada la infidelidad del señor. Pero… esperaba que fueseis vos, Pepa, la que me pusieseis al tanto. ¿Acaso no le conocisteis el año que estuvisteis en París?

—Someramente, en un par de cenas cuando aún salía con su mujer —sentí defraudarla—, de ahí que sepa cómo se llama. Siento reconocer que entonces no le presté demasiada atención, ya que sólo era uno de tantos diputados de la república. ¡Si llego a imaginar esto, otro gallo cantaría!

—Sabréis al menos si es un hombre tan belicoso como Murat o, por el contrario, prevalece el diálogo en sus inclinaciones. Me interesa ante todo el modus operandi del susodicho —insistió.

—Aquéllos eran los negocios de mi marido, el duque de Osuna. —Me encogí de hombros—. Pedro era el único que, esperando embajada, se dedicaba a las labores diplomáticas.

—¡No me puedo creer que la mujer que todo lo sabía en la corte ahora ande presa de la ignorancia más supina! —bromeó.

—Y lo mejor es que ni siquiera me importa. Desde lo de Bayona ando tan desengañada de toda política que prefiero no profundizar más en gobiernos ni en gobernantes. Definitivamente, he decidido dedicarme por entero a mi familia y a las obras caritativas, ya que siempre son más gratificantes.

Terminada la patética procesión, entramos. La marquesa de Astorga prosiguió la conversación mientras me acompañaba a la salida.

—Pues creo, Pepa, que no deberíais dejar de interesaros por las cosas de los reyes y sus gobiernos, más que nada por lo mucho que podríais perder si este rey termina por acometer ciertas reformas que podrían calificarse de drásticas para con nuestros intereses. Son cambios que nos perjudican de lleno, pues pretenden acabar con las tradiciones de hace siglos.

Me así de su brazo para bajar la escalera y la miré fijamente a los ojos.

—Me estáis asustando. A mí ya me han decomisado El Capricho y todas mis obras de arte, ¿qué más me pueden quitar? ¿La vida, quizá?

—Aún recibís las rentas de las cosechas —suspiró la de Astorga—. Rogad a Dios para que vuestros contables sigan teniendo la posibilidad de hacer cuentas y dadle gracias por seguir siendo una privilegiada que, en vez de mendigar, puede permitirse seguir llenando los buches ajenos. —Acepté el reproche sin musitar palabra en tanto ella proseguía—: José Bonaparte piensa depreciar el valor de la moneda de real para que nada valga lo que tenemos escondido en las arcas. Pretende abolir los Concejos de la Mesta y todo lo que quede de feudalismo, quiere suspender el Tribunal de la Inquisición y confiscarnos a los nobles lo poco que sus generales aún no nos han apiolado.

—Según lo describís, lo que pretende es terminar con cualquier poder que no sea el suyo —concluí entristecida.

—Con el poder y la cultura —me corrigió—. No sólo se ha hecho con vuestra biblioteca y vuestra pinacoteca, también tiene todo lo de Infantado, Medinaceli, Híjar, Fernán Núñez, Castelfranco, Santa Cruz, Altamira, el obispo de Santander…

—¿Dónde lo estarán almacenando? —interrumpí la monótona lista al pensar en alto—. Sea donde fuere, tenemos que enterarnos para recuperarlo el día que los expulsemos para siempre. Si os enteráis de algo, decídmelo. —Y, echándome la capa sobre los hombros, me despedí de ella.

—Lo mismo os digo —fue su respuesta.

Hacía ya doce días que José Napoleón estaba en Madrid y, a pesar de los esfuerzos de nuestros hombres, nada parecía cambiar las cosas. Aquel atardecer bordaba junto a mis hijas una bandera para el regimiento de Paquito cuando nos vimos obligadas a esconderla a toda prisa bajo los faldones de la mesa camilla. Pudimos hacerlo sin temor a quemarla, ya que en julio el brasero de nuestros pies estaba apagado.

La lámpara de aceite aún se zarandeaba por el ajetreo cuando los soldados franceses irrumpieron peor encarados que de costumbre en busca de algo. Con aire de displicencia me levanté.

—No me queda ya nada. ¿Qué se les ofrece en esta ocasión?

El coronel, aun sabiendo que yo dominaba su idioma, se esforzó por hablar en el nuestro.

—¡Los retratos, miniaturas o grabados de sus parientes! ¡Necesito poner cara a su hijo, a su yerno, a su primo y a cualquiera que esté en busca y captura por su deslealtad al rey!

Disimulando una sonrisa le guié hasta el gabinete contiguo. Dos días antes, previendo aquella visita, yo misma, tijera en mano, había recortado las caras de los lienzos para esconderlas junto a las pocas joyas que pude salvar de la primera incautación. No tenía nada que temer, ya que se ocultaban en unas tinajas que había ordenado enterrar hasta el cuello en las bodegas. Me adelanté a sus reprimendas.

—Me extraña que me pregunten hoy por ellos cuando ayer mismo vino otro de sus comandantes a por lo mismo. Pregúntele a él, porque me consta que ya tienen varias copias de sus rostros para difundirlos entre sus regimientos.

—¿Cómo se llamaba el comandante? —Confuso, frunció el ceño.

—¿Se ha presentado acaso el señor? No, ¿verdad? Pues igual hizo su compañero, así que en eso siento no poder ayudarle. De todas formas, le pido clemencia para los míos cuando los detengan.

Me apartó de un empujón y, dirigiéndose hacia la entrada, ordenó a sus hombres que le siguiesen mientras refunfuñaba.

—¡Lo dudo, señora! En alguien tenemos que vengar a nuestros caídos en Bailén, y los nombres de los suyos suenan como los más propicios.

Tomando de la mano a Manolita, esperé a que los pasos se alejasen para abrazarnos llenas de alegría por haber logrado, al menos en aquella ocasión, escapar a la rapiña de los franceses.

Por mucho que ahora debiéramos el presente acoso a aquel triunfo, lo cierto era que estábamos felices porque, después de doce horas de contienda a cuarenta grados de temperatura, Castaños y el resto de nuestros generales habían vencido a los franceses el 19 de julio en Bailén. Lo mejor de todo fue que Pepe Botella no llevaba más que unos pocos días en Madrid cuando aquel triunfo español le forzó a salir con el rabo entre las piernas de la capital junto a su corte de amantes, meretrices y oportunistas.

Nosotras, por nuestra parte, habíamos decidido celebrar aquella huida y, para ello, no se me ocurrió nada mejor que enviar al Regimiento de Infantería de Voluntarios de Castilla, al que se había incorporado Paquito, todas las sillas, aperos, estribos y riendas que me quedaban en la cuadra.

¡Qué ingenua demostré ser al creer que una guerra se gana en una sola batalla! La algazara de Bailén, las victorias sobre el enemigo en el primer sitio de Zaragoza o en el de Gerona, la derrota del general Junot a cargo de sir Arthur Wellesley en Portugal o el retroceso de los franceses hasta el Ebro no sirvieron de mucho frente a las fuerzas que les inspiró a los franceses la cercanía del mismísimo emperador. Y es que, al parecer, Napoleón había venido en persona a socorrer a su hermano José.

Las derrotas en Espinosa, Tudela, Somosierra, Uclés y La Coruña fueron desinflando a nuestros hombres hasta el punto de que la Junta Central Suprema decidió entonces trasladarse de Aranjuez a Sevilla por encontrar la ciudad hispalense más segura. Napoleón, viendo ya salvado el reino de José, decidió regresar a Francia.

Aquel 22 de enero de 1809, José Bonaparte esperaba su segunda entrada triunfal en Madrid hospedado en Chamartín, en casa de los duques de Pastrana. Sólo hacía siete meses que se había marchado y ya regresaba el usurpador, más fortalecido si cabe.

Incapaz de soportar su cercana presencia de nuevo, empecé a plantearme una digna huida junto a los míos. Al saberlo, la marquesa de Astorga vino a despedirme cargada de novedosos chismorreos.

—Esta vez ha sido la acompañante femenina de José Napoleón la que desde una carroza ha ido lanzando puñados de monedas por los aires.

Fingiendo un somero interés en ella, susurré superficiales conjeturas:

—Es lista la condenada. Sólo me pregunto cómo habrá logrado imponerse como su preferida.

—Poniendo buena cara a los escarceos de su protector —dijo carcajeándose mi amiga—. La Montehermoso consiente como todos los que a su lado caminan. ¿Es que no habéis oído siquiera hablar de ella?

La miré desconcertada.

—Estoy tan concentrada en recomponer mi casa y ayudar a los necesitados que cada vez se me escapan más cosas —me excusé.

—Pues os diré que José Napoleón, desde que puso su bota en nuestro reino, no ha perdido una oportunidad de amores. No hay mujer que se le resista, independientemente de su condición. Encabeza la lista María Pilar Acedo y Sarriá, más conocida por «la Montehermoso». Dicen que la vio por primera vez en una cena que ella misma organizó en su casa de Vitoria al pasar su comitiva por allí; a sus veinticuatro años recién cumplidos esa niña sabe bien a qué hombro arrimarse. Al parecer, no le ha sido difícil conquistar al Bonaparte, dado su perfecto francés. La muy ladina ha seguido a pies juntillas los consejos que su propio suegro daba antaño en los discursos filosóficos sobre la moral más propicia a seguir por toda mujer. —Alzó la voz para resaltar la máxima—: «¡Si una mujer ha de bailar con un hombre que no sea su marido, que no salga como a la fuerza ni con vergüenza, que lo haga con un porte majestuoso lleno de gracia y decencia!».

Simulé una risita, como si lo que me estuviera contando tuviera mucha gracia, y tal vez debido a ello, sin percatarse de lo poco que me podía importar aquel tema de conversación, mi compañera siguió cotilleando, poniéndose ahora la mano sobre los labios para susurrar su chismorreo:

—Por cómo se comporta, debieron de entupírsele los oídos cuando pronunció la palabra «decencia». Para que de verdad estéis del todo enterada me siento en la obligación de deciros que no es María Pilar la única. La Montehermoso compite en estos amores con la voluptuosa cubana María Teresa Montalvo, la joven viuda del conde de San Juan de Jaruco, el antiguo y más rico gobernador de La Habana. Eso sin mencionar a las mujeres de algún que otro de sus generales, y a las bailadoras, majas y sopranos que esporádicamente calientan su lecho. Y es que parece que el amante es generoso. Dicen que a la Montalvo le ha comprado un palacete en la calle Clavel para verla a escondidas.

Consciente de que no podría terminar con aquel empeño suyo por hablar de temas que en absoluto me interesaban, opté por seguirle el juego.

—Sabía que Pepe Botella era mujeriego, pero no que llegaba a ese punto.

—«La Montehermoso tiene un tintero, donde moja su pluma José primero» —canturreó—. Pepa, debéis de ser la única que aún no ha oído esta coplilla. Don Ortuño Aguirre del Corral, su marido, sólo es un cornudo consentido. Supongo que es el tributo que debe pagar por haberse casado con una mujer a la que le saca diecisiete años.

Molesta por su prepotencia de sabelotodo, intenté darle un tizne un poco más cultural a nuestra conversación. Pensando en Ortuño me vinieron a la mente los Caprichos de Goya, donde el maestro tan bien representaba a este tipo de hombres.

—Por lo que sé, el marido de la descastada es un hombre ilustrado, miembro de la Real Sociedad Vascongada de los Amigos del País, al que le he comprado en más de una ocasión algún libro, moneda o mueble antiguo. Dicen que está medio arruinado, pero a mí no es eso lo que me importa de él, como tampoco me atañe que sea un cornudo consentido; lo que más me ofusca es que fuese uno de los asistentes a la Diputación General de Españoles convocada por Bonaparte que el diecinueve de mayo aprobó la Constitución en Bayona para legitimar la instauración de esta monarquía napoleónica. Además, según se compran las voluntades, si ese hombre prepara la cama de su mujer para otros será porque algo más habrá sacado a cambio.

Ella sonrió al decir:

—¿Su nombramiento de gentilhombre de cámara, la Grandeza de España para su título, la condecoración de la Orden Real de España, aquella que vos predijisteis color berenjena, o los trescientos mil reales que le han pagado por su ruinoso palacete en Vitoria os parecen suficiente?

No pude evitar hacer comparaciones.

—¡Nada al lado de lo que llegó a conseguir Godoy por sus estrechos favores, pero he de reconocer que tampoco está mal! Orduño no será el primero ni el último que a cambio de unas migajas de vanidad se arrastra a los pies del recién llegado rey. Habrá que ver cuánto tarda José Napoleón en cansarse de tanto arribista. Cuando eso ocurra sólo espero que me aviséis para regresar a Madrid.

La marquesa de Astorga me besó en la mejilla y se despidió con cierta pesadumbre.

—No sabéis cómo siento que nos dejéis. A este paso no tardaré ni un mes en quedarme prácticamente sola. Seguiré informándoos por carta de todos estos dimes y diretes. Cuidaos, Pepa.