Todo es mandarnos callar,
que nadie el bien dificulte,
aunque el francés nos insulte
y nos quiera atropellar.
¿Este bien el pueblo entiende?
¡Aquí hay duende!
Cantares del momento
Noviembre de 1807
Andaba poniendo en hora mi reloj preferido cuando oí llegar al galope una berlina, a alguien que subía de dos en dos la escalera, la puerta que se abría y, por fin, a mi hija Joaquina, que, habiendo entrado sin llamar, se abalanzó en mis brazos hecha un mar de lágrimas.
El zaguanete la anunció con cierto retraso:
—¡La excelentísima señora marquesa de Santa Cruz!
Como sobraban los protocolos, le hice una seña para que cerrase y nos dejase a solas. Entre hipido e hipido, y sin poder articular palabra, sacó del bolsito la copia de una carta arrugada.
Leí despacio.
San Lorenzo, 5 de noviembre de 1807
Señor: Papá mío:
He delinquido, he faltado a vuestra majestad como rey y como padre; pero me arrepiento y ofrezco a vuestra majestad la obediencia más humilde. Nada debía hacer sin noticia de vuestra majestad; pero fui sorprendido. He delatado a los culpables, y pido a vuestra majestad me perdone por haberle mentido la otra noche, permitiendo besar sus reales pies a su reconocido hijo.
FERNANDO
Mi expresión de espanto le hizo tenderme una segunda.
San Lorenzo, 5 de noviembre de 1807
Señora: Mamá mía:
Estoy arrepentido del grandísimo delito que he cometido contra mis padres y reyes, y así con la mayor humildad, le pido a vuestra majestad se digne interceder con papá para que permita ir a besar sus reales pies a su reconocido hijo.
FERNANDO
Arrugando las dos notas en el puño, apreté las mandíbulas hasta crujir las muelas.
—¿Nos ha traicionado a todos?
—A mi señor marido, a nuestro primo el duque del Infantado, a Escóiquiz, a Orgaz, al marqués de Ayerbe… —Cerrando muy fuerte los párpados, balbuceó—: No ha quedado títere con cabeza. La guardia ha estado toda la noche recorriendo las casas de nuestros amigos para despertar a sus inquilinos y llevárselos maniatados.
No quise pronunciar la palabra «traición» para no alterarla más.
—¿De qué los acusan?
Después de beber un trago de agua y recobrar el aliento, se explicó:
—Hace dos noches que en el gabinete del rey apareció un anónimo que alertó a sus majestades de la conjura que el príncipe de Asturias lideraba en contra de ellos, sus padres. En él se aseguraba que don Fernando pretendía hacerse con la corona y que, para ello, estaba decidido incluso a envenenar a su madre si fuese necesario.
Limpiándole una lágrima de la mejilla con mi puñeta, bromeé intentando quitarle hierro a la desgracia:
—Es algo que no se me había pasado por la cabeza, pero mira por dónde no es tan descabellado.
—¡Madre! —Enfadada, me dio un manotazo—. No es tiempo de bromas.
Gesticulando, hice como si me cosiera la boca para dejar que se desahogara y ella continuó:
—Al leerlo, el rey ordenó que se registrasen los aposentos de su hijo Fernando. Fue precisamente allí donde encontraron decenas de cartas que incriminaban a los nuestros y que el incauto no había quemado. No se esperó más: se prendió al príncipe y se ordenó la inmediata detención de todos los demás. De haber vivido padre, es seguro que él también estaría en la lista.
»Esas que te muestro son las copias de la petición de perdón que el príncipe escribió a sus padres. Al parecer se lo han concedido, pero… ¿qué pasará ahora con mi señor marido? ¿Qué va a ser de nosotros?
Mis pensamientos esbozaron los rasgos del rostro del responsable de la traición:
—Sólo hay un hombre que ha podido urdir todo esto…
No me hizo falta pronunciar su nombre para que Joaquina supiera a quién me refería.
—No, madre —respondió rauda—, Godoy está aquí, en Madrid, aquejado de reuma y fiebres.
—Qué ingenua eres si piensas que necesita de su propia mano para ejecutar los delitos que pergeña —rebatí—. No, mi niña. Ese mequetrefe es demasiado inteligente como para dejarse ver en el lugar de los hechos. Como todo lo que hace, seguramente lo premeditó con sumo cuidado, tanto como para no verse involucrado directamente. Pero ahora no sigas alterándote, descansa y déjalo todo en mis manos.
Y, tumbándola en mi propia cama, la tapé y la dejé dormir.
Poco a poco fui sabiendo de las condenas de todos nuestros parientes y amigos. Por una vez nos vino bien la desidia del rey, ya que no fueron tan duras como temimos al principio, cuando los encarcelaron e incomunicaron como a vulgares presos de estado.
Escóiquiz e Infantado, como los máximos responsables de aquella conjura, fueron desterrados. El primero, al ser hombre de iglesia, optó por enclaustrarse en un convento, mientras que el segundo prefirió retirarse a sus tierras de Granada por estar más alejadas de la corte que las de Guadalajara. Los cincuenta mil reales que había entregado a la causa le salieron mucho más caros de lo que nunca hubiese pensado. Para alegría de Joaquina, a mi yerno y a otros tantos no tan directamente implicados los devolvieron a casa con una simple reprimenda.
La verdad es que aquello, por grave que nos pareciese a los más encumbrados, no estaba en el primer orden de preocupaciones de la mayoría. Por Michelle sabía que en las calles las desconfianzas apuntaban a otro tipo de miedos, ya que mientras padre e hijo reñían, más y más tropas francesas entraban por Bidasoa con la excusa de tomar posiciones en Portugal.
Los soldados franceses se iban diseminando pacíficamente por toda España y ya se cuantificaban en más de cien mil hombres los que, en vez de asentarse en el país vecino, paraban en España. San Sebastián, Pamplona, Figueras y Barcelona sufrían en silencio su desmesurado acoso. ¿Hasta dónde pensaban llegar para luego volver a Portugal?
Sabíamos que la familia real portuguesa, cual cobarde capitán de un barco a punto de un naufragio, había optado por abandonar la nave para marcharse a Brasil. Pero lo peor vino el día en que corrió el rumor de que nuestras majestades, imitando a sus vecinos y por consejo de Godoy, también habían decidido viajar a Cádiz para embarcarse rumbo a México. La excusa que ponían para negar la realidad era la de visitar Nueva España y así, con su presencia, calmar los susurros de independencia. ¡Ahora resultaba que don Carlos y María Luisa iban a ser los primeros reyes de la historia que pisaran América! Nadie, ni el más zoquete de sus súbditos, los creyó. Por mucho que intentaran disimularlo, había gato encerrado.
Mientras nosotros nadábamos en la más pesarosa incertidumbre, los generales de Napoleón iban tomando posiciones: el general Dupont se asentaba al sur de Toledo, Moncey cerca de Cuenca y Murat al pie de Guadarrama.
¿Qué tipo de estrategia seguían? Nadie lo sabía a ciencia cierta, pero lo único claro era que no tenían ninguna prisa por llegar a la recientemente conquistada Portugal. Simplemente parecían estar aguardando órdenes. Pero ¿cuáles?
Presos de la ignorancia más absoluta, apenas podíamos apaciguar nuestros temores a la espera de un seguro sobresalto, y es que atados de pies y manos, aparte de leer los aplacadores pasquines que empapelaban las fachadas de todo Madrid, no podíamos evitar oír a los voceros que incansables repetían el mensaje del rey para los analfabetos. Fueron tantas las veces que lo escuché que aún lo retengo en la memoria:
Amados vasallos:
Vuestra noble agitación en estas circunstancias me asegura que son nobles los sentimientos de vuestros corazones, y yo como vuestro padre tierno que os amo me apresuro a consolaros y tranquilizaros en la actual angustia que os oprime. Respirad tranquilos y sabed que el ejército de mi caro aliado, el emperador de los franceses, sólo atraviesa mi reino con ideas de paz y amistad.
Eran palabras huecas todas ellas y sólo las creyeron los más pasmados.
Dos días antes de San José, al pasar con mi carruaje por las calles de los barrios de Lavapiés y Maravillas, las encontré inusualmente desiertas; tan sólo las puertas de sus tabernas permanecían abiertas de par en par, incapaces de albergar a todas las gentes que en ellas se agolpaban.
Tentada estuve de bajarme yo misma de la berlina para ir a indagar, pero bastó un gesto de reprobación del hombre de guardia que me acompañaba sentado en el pescante para retener mi impulso. Consumida por la curiosidad, nada más llegar a casa recurrí a la mujer en quien más confiaba para que fuese ella la que averiguase qué se cocía.
Michelle no tardó en regresar para informarme de que todos los humildes miembros de aquel cónclave se habían puesto en marcha rumbo a Aranjuez; los había visto salir pertrechados hasta los dientes de machetes, guadañas, palos y todo tipo de modestos armamentos con la firme disposición de linchar al príncipe de la Paz.
Al parecer, la chispa de la sedición en contra de éste saltó en cuanto un montero real propagó la noticia de que había propuesto al rey aquel largo viaje a las colonias para dejar a su primogénito como su lugarteniente para que expulsara a los ocupantes. ¿Apoderado el príncipe Fernando con el odio que se profesaban ambos? Aquello no parecía congruente.
Desde el principio me sentí de lo más identificada con aquel movimiento popular y revolucionario. Por mí, aquella muchedumbre enloquecida podía hacer lo que se le antojase con Godoy, y si de paso se llevaban a la Tudó por delante, mejor que mejor. Pero una idea me asaltó repentinamente: ¿qué sería de María Teresa? Aquella infeliz no se merecía en absoluto lo que se le venía encima. ¡Tenía que alertar como fuese a la condesa de Chinchón antes de que el populacho y los nobles que lo dirigían y alentaban alcanzasen su vivienda!
Rápidamente, llegué a la conclusión de que, si iba en carruaje, éste no me permitiría tomar caminos secundarios que esquivasen al gentío, por lo que sólo quedaba una solución: a toda prisa me vestí de amazona para salir a galope hacia el real sitio acompañada por dos de mis mejores guardianes.
A la caída del sol sorteamos varias hileras de antorchas que ardían no sólo en el camino principal sino también en los aledaños. Se trataba de hombres y mujeres de las aldeas adyacentes que, al conocer la noticia, se unían al grueso de la insurrección sin dudar ni preguntar más. A galope tendido los adelantamos, y sólo nos detuvimos una vez en una parada de postas para cambiar de caballos.
A pesar de la premura, para cuando divisé la puerta del real sitio ya lo tenía todo pensado: para poder llegar hasta María Teresa sin que nadie me viese debía tomar el único acceso secreto que había en su casa. Por primera vez me vendría bien que mi difunta madre se hubiese empeñado en envejecer como dama de la reina María Luisa, ya que aún tenía en mi poder las llaves de la casa que mi madre tenía asignada en caballerizas. Además, recordaba perfectamente que una vez me había contado la forma de acceder desde allí al palacio de Godoy, que, por un extraño capricho del destino, precisamente lindaba con las caballerizas. Si no recordaba mal, por las buhardillas había una puerta escondida que conectaba ambos edificios.
Sigilosamente, entramos al paso en las cuadras. Sin desensillar los caballos, por si acaso tuviésemos que salir despavoridos, los prendimos frente a los comederos y entramos por la puerta de servicio abriéndonos paso entre las telarañas. Allí, en las mismas cocinas y con una sola vela encendida en una palmatoria, me adecenté frente a un sucio espejo, no fuese por mala suerte a toparme con Godoy y éste, ignorante todavía de lo que se avecinaba, al verme llegar exhausta y desencajada sospechase algo.
Por su marcha, la muchedumbre debía de estar ya muy cerca, así que no podía perder más tiempo. Corrí escalera arriba hacia los desvanes, quité el postigo que aseguraba la puerta rezando para que no hubiese otro similar al otro lado y, después de rogar a mis acompañantes que me esperaran allí, empujé sin pensarlo más. Aquella puerta, cerrada desde hacía décadas, se abrió de par en par y, sin dudar, comencé a avanzar por el desván. Los latidos de mi corazón se desbocaban con cada crujido de la tarima bajo mis pies. Cuando llegué al pie de la escalera que unía el desván con las dependencias de la planta inferior, y para evitar el sonido de un mal paso, opté por deslizarme barandilla abajo hasta el piso en donde sabía que se encontraban los aposentos de María Teresa. Cuanto más rápida fuese menos expuesta estaría, y puedo decir que lo conseguí, porque de haber sido descubierta no habría podido inventar ninguna excusa creíble para mi lamentable actuación. La condesa de Chinchón, al verme irrumpir tan inesperadamente en sus habitaciones, fue incapaz de contener su asombro.
—¡Pepa! ¿Qué hacéis aquí?, ¿cómo habéis entrado sin que nadie os anuncie? ¿Os ha visto Manuel? ¿Es que acaso habéis olvidado su prohibición de que nos veamos y os habéis atrevido a enfrentaros con él viniendo aquí?
Antes de que tuviera tiempo a responderle distinguí una sombra que, en la estancia adyacente, cruzó por delante del vano de la puerta entreabierta que las unía. Y, para que no advirtiera mi presencia, opté por tapar la boca de mi amiga e indicarle con un gesto de mi rostro que guardara silencio. Sólo de pensar que pudiera tratarse del mismo Godoy me sentí desfallecer y, sin embargo, estaba totalmente dispuesta a seguir adelante con mi plan y advertir a María Teresa del otro peligro, mucho mayor que el de su propio esposo, que se avecinaba. La asustada mirada de María Teresa se clavaba en la mía sin comprender nada. Gracias a Dios, Godoy, pues en efecto se trataba de él, estaba distraído en el cuarto de al lado charlando animadamente con otra mujer a quien no conseguí ver por estar fuera del ángulo que podía dominar. Bien podría haber sido la Tudó, si no fuese porque había salido de viaje junto a sus hijos esa misma mañana. Tomando de la mano a mi amiga, la guié a una estancia más alejada para susurrarle:
—Sólo he venido a avisaros de que salgáis corriendo de esta casa: una horda enardecida viene a por vuestro marido y nadie sabe a ciencia cierta qué es lo que pretenden hacer con él.
Aquellos incrédulos ojos azules me observaron con atención.
—No me lo creo, Pepa. Llevo tantos años soñando su dolor, su derrota, incluso su tortuosa muerte, que ya no soy ni siquiera capaz de imaginármela.
Reprimiendo un gesto de impaciencia, la insté:
—¡Ni falta que hace, porque si os quedáis seréis testigo de ella dentro de un santiamén! Vamos, coged a vuestra hija y salid de aquí lo más rápido que podáis, podemos huir a través de una puerta secreta que hay en el desván y que une esta casa con la contigua, ahora vacía.
Al oír los pasos de alguien que se acercaba, me escondí.
—¿Quiere algo más su alteza antes de que acueste a Carlota? —preguntó el ama de la niña.
—Nada, gracias —respondió María Teresa.
Esperé y, cuando los pasos se hubieron alejado, salí de mi escondrijo para preguntarle:
—¿Cómo que nada?
María Teresa sonrió y comenzó a explicarse con una parsimonia exasperante:
—Si lo que decís es cierto, por nada del mundo me perdería ese espectáculo.
¡Tanto era el odio que le tenía que no le importaba morir en aquel lance mientras pudiera regodearse de la desgracia de su esposo! Iba a comenzar a hablar recriminándole su falta de responsabilidad para con su hija, pues al quedarse ella en aquella casa renunciaba a alejar a Carlota de los disturbios, cuando escuché que la voz de Manuel se acercaba y me precipité a la salida.
—Advertida quedáis —dije antes de irme.
María Teresa asintió sonriente y con la mano me dijo adiós. Ésa fue la última visión que tuve de ella aquella noche, antes de alejarme precipitadamente por el pasillo en pos de la escalera que me llevaría al desván. Mientras no dejaba de darle vueltas en mi mente a la locura de mi amiga, pues sólo así podía explicarme su actitud y su despreocupación como madre, alcancé de nuevo la buhardilla y, rauda, crucé la puerta secreta. Al otro lado me aguardaban mis hombres, que me conminaron a asegurar nuestra huida cerrando dicha puerta desde nuestro lado con el travesaño de hierro. No quise hacerlo, bien pudiera ser que en el último momento María Teresa cambiara de opinión y utilizara la vía de escape que yo le había indicado. Si cerraba la puerta, tal vez estaría condenándolas tanto a ella como a su hija, y no quería por nada del mundo tener ese peso en mi conciencia.
Mis acompañantes insistían: asegurar ese travesaño era un modo de garantizar nuestra huida sin posibles persecuciones. Finalmente, cedí al recordar que, tan sólo unos minutos antes, la propia María Teresa había rechazado mi ofrecimiento de ayuda y, en el momento de nuestra despedida, no parecía dispuesta a cambiar de idea. De modo que pasé el pestillo, cruzamos a la carrera la casa, llegamos en un suspiro a las cuadras, recuperamos nuestras monturas y, menos de un minuto después, ya estábamos atravesando al galope la verja del jardín que daba a la calle del Reino. En la distancia ya se divisaban las primeras antorchas que iluminaban el paso de aquella lúgubre procesión de silenciosas almas que venían dispuestas a terminar con el valido. Sigilosamente iban surgiendo de entre las sombras, las callejas y las alcantarillas para seguir a quien les marcaba el paso y la dirección exacta. Por mucho que fuese disfrazado, no me costó reconocer al joven conde de Montijo. Examiné a todos los que le seguían y concluí que muy probablemente él podría ser el único capaz de encontrar a Godoy sin equivocarse. Le saludé con una leve inclinación de cabeza a la cual respondió de igual modo, con sus ojos brillantes de pasión y expectación. Yo, tirando de la rienda derecha, me aparté para dejarle pasar.
Ante mí pasó buena parte de la muchedumbre; nadie hizo ademán de detenerme, de interrogarme, ni siquiera de dirigirse a mí. Comparando aquella noche con la Revolución francesa, en que detuvieron a reyes y nobles, me resultó extraño que reprimieran su impulso y mantuvieran la cabeza gacha cuando desfilaron ante mi caballo. Probablemente, el saludo del conde había sido como una especie de salvoconducto que me mantenía ante ellos totalmente al margen, intacta y libre de toda sospecha en aquella hora incierta en la que el motín se avecinaba.
Saqué el reloj de cadenilla del bolsillo de mi chaleco y comprobé la hora, ya que, si todo salía como esperábamos, ésta quedaría registrada en los anales de la historia: eran las diez en punto de la noche. Mis acompañantes me urgían para que nos fuéramos de allí, pero yo no estaba dispuesta a dejarme convencer. De pronto había comprendido los motivos de María Teresa y supe que yo también, después de tanto tiempo soportándole, deseaba por encima de todo presenciar la caída de Godoy —aunque en mi caso desde una distancia mucho más prudente que la que se había impuesto la propia condesa de Chinchón—. Pasado un cuarto de hora, fui testigo presencial de cómo arrojaban decenas de muebles y otros enseres por las balconadas para alimentar la gran fogata que junto a la puerta había encendido la turbamulta. ¡Botarates ignorantes! ¿Es que no les bastaba con prender al Choricero? ¡Qué culpa tenían aquellas obras de arte de su mal proceder!
Presa de la indignación e incapaz de detener semejante sacrilegio por miedo a que me lincharan, deseé fervientemente que la gitanilla del maestro Goya no fuese pasto de aquel fuego.
Las llamaradas ya llegaban al primer piso cuando parte de los amotinados salieron de la casa escoltando a María Teresa y a su hija Carlota, quien, en brazos del ama, tomaron el sendero que conducía al Palacio Real. Suspiré aliviada al comprobar que el populacho las respetaba a ambas y las ponía a salvo, algo que María Teresa aceptaba pese a su deseo de ver vilipendiado a su marido.
¿Por qué Godoy no iba con ellas?, pensé entonces. Si es que se había escondido el muy ladino, ¿por qué ella no lo delataba? Concluí que con toda probabilidad lo hubiese hecho si no fuese porque ya debía de estar muerto. Seguro que los enardecidos, al topar con él, lo habían acuchillado.
Incapaz de mantenerme a un lado por más tiempo y convencida de que, dentro de aquel aparente caos, se mantenía un cierto orden y existía una autoridad que me permitiría mantenerme a salvo de confusiones y atropellos, salí a preguntarle al conde de Montijo. Eugenio de Palafox y Portocarrero, al oír cómo le llamaba por su nombre de pila, frenó en seco su frenético transitar para chistarme:
—Debéis de confundirme con otro, señora, porque no me llamo Eugenio sino Pedro.
Comprendí que para ganarse la confianza de su particular ejército debía de haberse rebautizado como Pedro para ocultar su verdadera identidad. Reparé entonces en que algunos integrantes del gentío, en efecto, se dirigían a él llamándole «tío Pedro», y su nombre se repetía de boca en boca entre el populacho que, exacerbado como andaba, no prestó atención a nuestra conversación. Le seguí el juego.
—Tío Pedro, ¿cómo es que el Choricero no acompaña a su mujer? ¿Acaso lo matasteis vos mismo?
—No le hemos encontrado —me aclaró enfadado—. Ni rastro de ese cobarde.
—Pues buscadlo con más ahínco porque tiene que estar ahí. Hace nada que lo he visto dentro —le revelé, sabedora de que no me delataría ni haría preguntas comprometidas— y os aseguro que no ha salido.
El conde de Montijo llamó rápidamente a uno de sus hombres y le transmitió la orden de que otros custodiasen a María Teresa y a su niña, pues él y algunos más debían regresar sobre sus pasos y acompañarle de nuevo al interior de la mansión. La tentación de unirme a aquel grupo para comprobar personalmente si podría ser verdad que Godoy se hubiese esfumado me impulsó a seguirle y, como sea que nadie me lo impidió, con las espaldas bien protegidas por mis dos escoltas me interné en la casa tras los sublevados. Cada crujir de nuestros pasos sobre los cristales rotos fue amedrentándome un poco más. ¿Cómo podía alguien masacrar en apenas un instante lo que hacía media hora estaba impoluto? Cortinas hechas jirones que pendían de sus barras, tapices arrancados de cuajo de sus argollas y multitud de muebles hechos astillas me distrajeron de nuestro principal propósito. Entonces recordé que Sepúlveda había asegurado ver el desnudo de Goya en el gabinete de Godoy. Quizá fuese en el que tenía en aquella casa de Aranjuez, y yo no iba a irme de allí hasta averiguarlo.
La repentina alegría de unos cuantos al dar con la vitrina de las cruces, los collares, las veneras y demás distintivos pertenecientes a Godoy me permitió alejarme discretamente del grueso. Montijo, alzando el Toisón de Oro en un puño, gritó:
—¡Quitarle esto es como despojarle de todos sus honores! Pero… ¿no querréis entregarle al rey sólo estas condecoraciones mal merecidas? ¡Buscadle, que me consta que de aquí no ha salido!
Arrebatados por aquellas palabras, los hombres continuaron destrozando a diestro y siniestro todas las cosas que podían servir de escondite a Godoy. Entre todo aquel desbarajuste pude pasear por la casa sin curiosos que siguiesen mis pasos. Deseaba más que nada encontrar su gabinete para ver por fin aquella gitanilla desnuda, pero por mucho que indagué no encontré ninguna estancia parecida a la que buscaba, quizá porque en Aranjuez él sólo debía de despachar en palacio. Al cabo de una hora de infructuosa búsqueda opté por marcharme, para enorme alivio de mis acompañantes.
Dado que allí ya no quedaba títere con cabeza, cabía la probabilidad de que pudiese llegar a su casa de Madrid antes de que ésta fuese igualmente desvalijada. La posibilidad de averiguar por fin quién podría ser la impúdica dama del retrato de Goya me hizo perder por completo el interés por dónde podía estar escondido Godoy. Como aquello no dependía de mí, opté por regresar a la villa y corte lo antes posible. Desgraciadamente, las noticias corrieron más que la pólvora incendiada y, como era de esperar, llegué tarde. El palacio de Buenavista, que una vez fue la casa de mi prima Cayetana, había sido tan violado como la memoria de mi difunta prima, o incluso más.
El único consuelo de semejante desaguisado fue saber que los sublevados de Aranjuez por fin habían dado con el príncipe de la Paz. Tardaron dos días en encontrarle hambriento, aterrado, sediento y muerto del frío, ya que sólo llevaba puesto un capote sobre el camisón. A punto estuvo de no poder dar un paso por el entumecimiento de sus piernas, ya que había estado todo ese tiempo agazapado entre unas esteras en el desván. El muy cobarde, al oír el revuelo fuera de su casa el día del motín de Aranjuez, se había levantado corriendo de la cama, había cogido un panecillo, dos pistolas y un poco de dinero, y había intentado huir sin que le vieran por la misma puerta que yo había utilizado poco antes para entrar en su casa. ¡Si llegase a saber que fui yo la que lo condenó tan sólo media hora antes! Me alegré de haber colaborado en su arresto aun sin haberlo pretendido. ¡Qué pena no haber disfrutado de aquel glorioso momento!
Como María Teresa, sentí haberme perdido el espectáculo. Para todos los que le aborrecíamos debió de ser gratificante ver su cara de pánfilo cuando lo llevaban en volandas al Palacio Real. Durante el corto trayecto que separaba su casa de la de los reyes, Montijo tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para que no linchasen a Godoy. Lo que no logró, en cambio, fue librarle de alguna que otra pedrada, arañazos, escupitajos y los más que hirientes insultos que por primera vez en su vida el Choricero de Castuera se había visto obligado a escuchar.
¿Qué cara pondría la reina al saber a su preferido diana de semejantes vejaciones? ¿Cómo se quedaría él al oír de viva voz el mensaje escrito que sus reales protectores le habían dirigido antes de abandonarle a los pies de su hijo Fernando?
¡Queriendo mandar por mi persona el Ejército y la Marina, he venido en exonerar a don Manuel Godoy, príncipe de la Paz, de sus empleos de generalísimo y almirante, concediendo su retiro donde más se acomode!
¿Su retiro? ¿Ni siquiera un destierro similar a aquel al que hacía tan poco habían sometido a Escóiquiz? Don Carlos, como siempre, había sido demasiado benevolente con aquel tirano, pero tan sólo imaginarlo apaleado a los pies del príncipe de Asturias nos compensó del disgusto de saberlo a salvo del destierro, sin verse obligado por imperativo real a abandonar el país. Ante Godoy, don Fernando, sabiéndose victorioso, no escatimó en desprecio.
—Te perdono, Manuel —le dijo mientras le despojaba de todos sus honores.
Al parecer, el dócil defenestrado balbuceó:
—¿Ya es rey vuestra alteza?
—¿Cómo iba a serlo si mi padre aún vive?
Una pregunta por otra que según se dice hizo temer al reo por la vida de sus majestades. Algo absurdo, ya que al débil rey se le vino el mundo encima nada más saber que a su mano derecha, en vez de permitirle retirarse como él había ordenado, le habían llevado preso a Villaviciosa de Odón junto a su hermano Diego, Marquina, Cayetano Soler y otros tantos de sus fieles.
Después de aquel grave desacato, a su majestad Carlos IV no le quedó más remedio que abdicar en el príncipe de Asturias. Aún recuerdo de memoria la absurda excusa a la que se aferró para comunicárnoslo a todos sus súbditos:
Como los achaques de que adolezco no me permiten por más tiempo soportar el grave peso del gobierno de mis reinos, y me es preciso para reparar mi salud gozar de un clima más templado y de la tranquilidad de la vida privada, he determinado, después de la más seria deliberación, abdicar mi corona en mi heredero y muy caro hijo el príncipe de Asturias. Por tanto es mi real voluntad que sea reconocido como rey y señor natural de todos mis reinos y dominios.
Dado en Aranjuez a 19 de marzo de 1808.
YO, EL REY
En el acto que hacía definitiva semejante decisión, cuando Fernando fue a besar la mano de su madre, la reina María Luisa, ésta le maldijo entre dientes, algo que a nadie nos importó porque los tiempos de los improperios de semejante arpía por fin habían terminado.
Los gritos de «¡Viva el rey y muera Godoy!» se oyeron en todos los recovecos del reino, y la alegría generalizada por el cambio casi se palpaba. ¡Por fin don Fernando era rey! Algo que, además de ser bueno para todos, disipaba de una vez la oscura intención por parte de algunos de cometer un regicidio que compensase la injusta pena impuesta por el rey padre al Choricero.
Hasta las lilas florecieron antes de tiempo aquella caldeada primavera, y es que en aquel año de 1808 todo se precipitaba como si hubiese llegado al agotamiento de una más que prolongada espera.
Aproveché el buen tiempo para abrir la temporada de la casa chinesca del pantano y la estrené sentándome en su porche a leer las gacetas. Llevaba días esperando a ver publicadas las primeras decisiones de don Fernando como rey, pues éramos muchos los que aguardábamos impacientes a que su majestad recompensase a los que en la causa de El Escorial fueron condenados por defenderle. De pronto encontré aquello que estaba buscando: allí estaba, en la segunda página aparecía la lista de todos los agraciados por sus servicios prestados a la corona; y, como era de esperar, el nombre de mi yerno estaba entre ellos. Sonreí alborozada, ¡aquello había que celebrarlo como se merecía!
No había pasado una semana cuando, en sus respectivas carrozas, todos los integrantes de aquella lista de prebendas fueron llegando con sus esposas y familias a la cena que en su honor yo había organizado en mi casa de la Cuesta de la Vega. Puntual como un reloj, el duque de San Carlos me saludó vestido con su lustroso uniforme de mayordomo real. Tras él, el canónigo Juan Escóiquiz, recién llegado de su destierro en el monasterio de San Basilio del Tardón, se dejaba ver por primera vez en público como el nuevo consejero de Estado; sin duda su regio alumno de antaño no había querido prescindir de un preceptor tan audaz. Mi antiguo casero en París, el duque del Infantado, acudía también vestido de coronel de las Reales Guardias Españolas con el distintivo de presidente del Consejo Supremo. Cabarrús, Jovellanos, Urquijo y otros tantos vilipendiados tampoco quisieron perderse tan honroso cónclave.
Como siempre, no hubo ni uno de los requeridos que, estando en Madrid, faltase a mi invitación. En aquella ocasión, en vez de sentarlos a una mesa preferí ofrecerles un tentempié, para así poder dialogar los unos con los otros sin problema. Los recientemente agraciados no cabían en sí de gozo. Complacientes como nunca, contestaron a todas y cada una de las preguntas que los más ansiosos de cambios les planteaban, y algunos anduvieron tan solicitados que apenas tuvieron tiempo de engullir un bocado en la cena. Era comprensible: aquellos que durante casi una década se vieron obligados a callar ahora gritaban sus proyectos y esperanzas a los cuatro vientos. En cuanto a mí, eran tantas las veces que había tenido que morderme la lengua que me identifiqué sobremanera con ellos, si bien no pude evitar entristecerme por momentos al echar de menos a Pedro muy especialmente en ese día, quizá porque había tenido que verle morir sin poder explayarse como hubiese querido por miedo a sufrir otro castigo parecido al de nuestro encubierto destierro en París.
Desinhibida totalmente, decidí dar rienda suelta a la libertad de pensamiento en la que me había solazado años atrás sin tener en cuenta que, aparte de a los agraciados por el advenimiento del rey Fernando VII, también había invitado a alguno de sus enemigos, en su mayoría hombres y mujeres que, amedrentados por los vítores aunque contrarios a los hechos del motín de Aranjuez, apenas se atrevieron a abrir la boca. Pero siempre hay excepciones, y el mismísimo Leandro Fernández de Moratín fue el único que osó alzar la voz para disertar sobre las ventajas que podría tener el amistarnos definitivamente con los invasores franceses. No había conseguido explicarse aún cuando varios insultos que le tachaban de afrancesado le obligaron a callar. A continuación, inclinando la cabeza a modo de despedida, se cubrió con el sombrero y salió indignado.
Consternada por su enojo quise acompañarle, pero rehusó mi ofrecimiento, a pesar de que fui tras él hasta prácticamente el zaguán. A punto estaban mis sirvientes de cerrar el portón tras él, pues acababa de salir, cuando escuchamos un golpe seco que nos alarmó. Me asomé junto a uno de los guardianes y vimos cómo el cuerpo de Moratín yacía inmóvil en el suelo.
—¡Por afrancesado lo hemos apedreado! —gritó una voz cascada tras el chaflán del callejón adyacente. El eco de sus precipitados pasos alejándose en la oscuridad demostraba la cobardía de quien, al contrario que el herido, no mostraba su cara.
Ordené a la guardia que le siguiesen mientras yo asistía al poeta-escritor para que le curaran la brecha y el chichón. Gracias a Dios no tardó demasiado en recuperar el sentido y pudo levantarse, abrigarse y salir de casa aún más indignado que antes del golpazo.
Pensé que, aparte de entronizar a Fernando, nos quedaba la difícil labor de convencer a los afrancesados de su equivocación con palabras y sin violencia.
Pasaron los días después de la sonada celebración y, como siempre ha sido, pronto se demostró que la sutileza de la palabra es una arma mucho más difícil de esgrimir que la intimidación. La inmensa mayoría empezaba a perder la paciencia al no entender muy bien el porqué de la apática posición del nuevo gobierno frente a la ocupación francesa. Fue aquello precisamente lo que dio pie a los más violentos para prejuzgar, condenar y ejecutar a más de un indefenso en lo que dura un fugaz encuentro.
Con el paso de los días, aquellos esporádicos tumultos se fueron recrudeciendo, sobre todo desde que se hizo pública la noticia de que a Godoy lo trasladaban de Villaviciosa a Bayona, donde se reuniría con los reyes, que le esperaban junto a la Tudó, los hijos que con ésta tuvo y su hija Carlota.
Se rumoreaba que don Carlos y doña María Luisa habían elegido Francia como destierro para poder reunirse con Napoleón y convencerle de que abdicaron obligados por el temor a perder la vida. Quizá estuviesen pensando en pedirle ayuda para recuperar el trono.
Por otro lado, se sucedían las jornadas y el rey Fernando, viendo invadida España entera de regimientos franceses, se limitaba a templar gaitas sin llegar a ser todo lo contumaz que muchos hubiésemos deseado. ¿Cuánto tardarían los gabachos en llegar a las puertas de Madrid? Murat llevaba días en los reales sitios de Aranjuez sin haber encontrado resistencia alguna, y nadie ignoraba que él había sido el verdadero libertador de Godoy.
¿Qué era lo que estaba pasando? ¿Por qué mientras parte de Europa se resistía por las armas a ser pisados por la bota de Napoleón, nosotros le tendíamos una alfombra de vergonzosas pleitesías? ¿Qué imagen estábamos dando al mundo?
Cuando expuse mis quejas al respecto a los más cercanos al rey, me rogaron paciencia, asegurándome que don Fernando estaba en ello y que sólo necesitaba algún tiempo para asentarse y tomar el dominio de la situación.
En ésas estaba yo, esperando como media España y perdiendo por días la paciencia, cuando mi mayordomo me anunció que María Teresa había venido a verme. Me sorprendí, ya que no había vuelto a encontrármela desde el día del motín, y, cuando la tuve delante, no le hizo falta musitar palabra alguna para demostrarme que era otra mujer la que, en efecto, frente a mí estaba: la quejumbrosa plañidera de siempre había desaparecido y, al parecer, junto a su marido e hija también se habían ido la languidez, la inseguridad y la tristeza que tanto la caracterizaban. No pude menos que asombrarme: las arrugas de esa amarga mueca que siempre arrebujaba sus carnosos labios se habían borrado, y la nube de lágrimas que solía cegarla se había secado en sus pupilas. Creo que aquélla fue la primera ocasión en que la vi sonreír abiertamente.
Sin quitarse los guantes me tomó de ambas manos.
—Pepa, ya que mi hermana finalmente no se casará con el rey, las dos regresamos a Toledo con mi hermano, como siempre he querido. Durante los años que he estado en la corte he contado con pocas amigas tan sinceras como vos y por eso no he podido dejar de venir a despedirme.
—¿Así, sin más? ¿Vais a abandonar a vuestra única hija? —dije por toda respuesta.
—No me han dado otra opción. —La sonrisa se borró de su cara—. El día que parí a Carlota os dije que no pensaba encariñarme con ella porque era la manera de evitarme sufrimientos; y así ha sido. Quizá me odie cuando crezca por el abandono al que la someto, pero es la hija de un ser abominable al que no pretendo ver nunca más en mi vida. ¿Habéis visto cómo le llaman en las gacetas? Le han titulado «príncipe de la Injusticia», «generalísimo de la Infamia» y «gran almirante de la Traición». Muy a pesar de mi confesor, no puedo dejar de regodearme en su angustia y me alegro de su caída tanto como vos o incluso más.
Quise ver cierto cargo de conciencia en los círculos que dibujaba en la alfombra con el zapato. Ya abría yo la boca para contestarle cuando me interrumpió, tal vez con la intención de tranquilizarme:
—Carlota estará en Bayona, al abrigo de los reyes, la Tudó, sus hermanastros y su padre, que a punto está de llegar allí también. Os aseguro que apenas me echará de menos y sé que la cuidarán bien. No le faltará de nada.
—¿Os parece poco la falta de una madre?
—La ramera de Castillofiel hará mi papel a las mil maravillas ahora que la reina la ha nombrado su dama y la mayoría de los franceses creen que es la única y verdadera mujer de Manuel —prosiguió, no sin cierto rencor en su voz.
—¿Y no os importa que vuestra hija se críe envenenada por la arpía de la reina? —insistí.
Alzando la vista, que hasta entonces había mantenido en el pie, me miró fijamente con aire de reproche. Pero de pronto su expresión cambió y, soltando una sonora carcajada y sin contestar a mi pregunta, se fue por las ramas:
—¡Arpía no es nada para como la apodan en Francia! Dicen que la emperatriz Josefina, al verla, no ha podido disimular su decepción. Se cuenta que dijo de ella que le había parecido frívola, inculta y patética, y que no comprendía cómo era capaz de creerse bella cuando no era en realidad más que un saco gordo de pellejos flameantes al socaire de las mangas cortas o el pronunciado escote que se empeña en lucir. «Momia medio desnuda», creo que la llamó.
Aún atónita por su cambio de carácter, me la quedé mirando. Siempre había sido silenciosa y discreta, y ahora, en cambio, parloteaba sin dar tiempo a un respiro. Sin embargo, a pesar de que en vano intentaba por todos los medios ocultarla ante mí, por debajo de toda aquella cháchara percibí la pena por la separación de esa hija a la que afirmaba no amar.
—Dicen las malas lenguas que, careciendo también de dientes la mujer de Napoleón, le produjo una inmensa vergüenza ver cómo un día la reina María Luisa jugueteaba con su dentadura postiza al tiempo que intentaba seducir a un apuesto guardia de corps —proseguía cotilleando María Teresa—. ¿Os imagináis la cara del desdichado ante tan repugnante escena?
Y así siguió durante buena parte de su visita. Como queriendo llenar el vacío al que se enfrentaba, hablaba de unas cosas y otras sin darme tiempo siquiera a contestarle. Desistiendo de mi inicial propósito, la dejé desahogarse hasta que ella misma decidió dar por terminada la reunión. Durante aproximadamente media hora la había oído sin escucharla, y es que me preocupaba más la forma en que había elegido silenciar sus problemas que cualquiera de las nimiedades que me contaba. La abracé fuertemente, convencida de que mucho antes de lo que ella misma pensaba se arrepentiría de lo que ahora estaba haciendo.