Aquí yace fray Arsenio;
residió en esta comarca veintiséis años,
en esta ermita de la Alameda de Osuna
que le fue donada en caridad por sus méritos,
dedicándose constantemente a la oración
y a las más sublimes prácticas piadosas.
Epitafio sobre la tumba de fray Arsenio
en El Capricho
Junio de 1801
Aquella mañana, apenas un puñado de personas, rosario en mano, observábamos en silencio cómo el nuevo ermitaño cavaba un agujero. Tras él, una austera caja de pino sin barnizar aguardaba su enterramiento. Dentro, mi ermitaño preferido descansaba en paz. Fray Arsenio había morado en aquellas tierras desde antes de que yo decidiese convertirlas en los pilares de El Capricho y allí merecía yacer para la eternidad.
Fray Eusebio, con bastante dificultad dada su provecta edad, hendía la pala a tan sólo una vara de la fachada norte del diminuto templo. Dos de los jardineros se habían ofrecido a hacer de sepultureros, pero éste, más terco aún que su antecesor, se empeñó en enterrarlo él solo porque así lo ordenaba su regla. Después de la última palada y el rezo de un tedeum, me retiré para solazarme junto al pantano.
El Capricho había cambiado tanto… A lo lejos ya no se oían los gritos de mis hijos jugando en el laberinto que Prévost había plantado, ni el crujir de los columpios, tampoco el paletear de los remos al impulsar las barcazas por los canales. Sin embargo, esperaba que muy pronto mis nietos ocupasen su lugar. Los hijos que sin duda tendrían Pepita, casada desde diciembre pasado y convertida en marquesa de Camarasa, y Joaquina, cuya boda con José Gabriel de Silva-Bazán, el marqués de Santa Cruz, se había fijado para el próximo 11 de junio del presente año de 1801.
Ya de vuelta en el palacio, y tras dar un sorbo al chocolate que una de mis doncellas me había servido, comencé a leer todos los diarios y gacetas del día. La idea de que Godoy llegase a ser rey me consumía las entrañas después de que la noticia de su victoria en Portugal hubo llegado hacía un par de días. A aquella fugaz guerra que apenas había durado dieciocho días convinieron en apodarla «de las Naranjas», ya que Godoy le había notificado la victoria a la reina enviándole un ramo de flores de azahar que había cortado de los naranjos de Elvas mientras sitiaba esta ciudad. ¿Cómo se podía notificar semejante infamia con actos tan bucólicos?
La voz de Cayetana, cuya presencia no esperaba, me sorprendió.
—¿Ya ha llegado el victorioso general para recibir un sable cuajado de brillantes? Dicen las malas lenguas que la reina ha colocado el famoso ramo de azahar en el mejor jarrón de su gabinete.
Alcé la vista del diario y comenté irónica:
—Tres palos con flores marchitas han debido de ser lo que ha puesto, ya que dudo que las flores aguantasen la cabalgada.
Como siempre, Cayetana estaba alegre y risueña, y me contagió la carcajada. Recuperado el resuello, le ofrecí una taza de chocolate.
—No, gracias. —Apretó las mandíbulas—. Ayer se me cortó la digestión cuando me enteré de que el rey está valorando que definitivamente se prohíban los toros. ¿Y todo por qué?
—Supongo que por la espantosa cogida de Pepe-Hillo, que aún perdura en la memoria.
Tuve que reprimir un estremecimiento, y es que, en efecto, aquella intuición que me había sobrecogido hacía ya más de cuatro años al presenciar una cogida sufrida por el diestro había terminado por hacerse realidad.
Hacía menos de un mes, el 11 de mayo, un toro de Peñaranda de Bracamonte, de nombre Barbudo, empitonó a Pepe-Hillo por el muslo izquierdo y lo zarandeó de tal modo que, más que un hombre, parecía un inerte muñeco de trapo al compás de las embestidas de la bestia. Fue tal el golpe cuando le lanzó sobre la arena que el torero quedó inconsciente, lo que le impidió zafarse o huir ante la nueva acometida del animal, que, volviendo a levantarlo de nuevo con su pitón derecho, abrió esta vez un boquete en la boca del estómago del matador y lo mantuvo encornado tanto tiempo que el lance destrozó varios órganos del pecho y del vientre del malhadado. Fue un espectáculo aterrador, y buena muestra de ello eran los dibujos firmados por Goya que yo, tan cercana al maestro, había tenido la oportunidad de contemplar. El pintor había presenciado la cogida y había tomado varios rápidos apuntes de la secuencia de los hechos, y me comentó que pensaba, algún día, publicar una serie de grabados sobre la tauromaquia, que tanto le fascinaba. Sin embargo, afirmaba que, de todas las escenas que dibujó sobre la muerte de Pepe-Hillo, no pasaría a la plancha más que una, y que descartaría las demás, pues era tal la impresión que producía la escena que temía que resultara demasiado dura y descarnada para el público.
La voz de Cayetana, indignada, me sacó de mis recuerdos:
—Puede que tengas razón y que este intento de prohibir las corridas tenga que ver con esa desgraciada muerte, pero, según se presentan las cosas, el diestro debe de estar revolviéndose en la tumba. ¿De qué habrá servido su sacrificio y el de otros tantos si ahora nos roban esta tradición?
—No es la primera vez que quieren prohibirlos ni será la última. Se comenta que todo obedece al deseo de la reina, que, al igual que Goya, estaba en la plaza y presenció el suceso. Al parecer, quedó tan vivamente impresionada que ha decidido que hay que terminar con ese espectáculo. Pero no temas, ya verás cómo se vuelve a torear en las plazas antes de lo que piensas.
—Espero que tengas razón, porque esto me ha quitado hasta las ganas de celebrar mi cumpleaños.
No me lo creí. Incapaz como era Cayetana de perderse un sarao, aquello sonaba a quimera.
—¿Dónde lo harás, en el palacio de Barquillo o en la Moncloa? —pregunté.
Ella sonrió, consciente de que no le había tomado en serio cuando afirmaba que no festejaría su efeméride.
—En ninguno de los dos —respondió—. Esta vez he elegido el palacio de Buenavista. Me apetece hacerlo allí para recochinearme de Godoy, porque no sé si sabes que, como con el cuadro de Velázquez, también hubo un día en que me lo quiso comprar.
—¿No estaba todavía en obras? ¿Las has terminado después de la catástrofe?
—Aún no, pero es algo que no me preocupa, ya que es lo bastante grande como para seguir viviendo en él a pesar de que las zonas afectadas por los incendios que lo asolaron sucesivamente en 1795 y 1796 siguen cerradas. Si de verdad el incendio que quemó la fachada que da a la calle Almirante fue provocado, será una manera de demostrarle al Choricero que no me afectó en absoluto.
Aquella calamidad había ocurrido casualmente la misma noche en que ella se negó a venderle por primera vez el palacio a Manuel, y por ello Cayetana estaba convencida de que el príncipe de la Paz había sido el causante, aunque obviamente Godoy se había cubierto bien las espaldas y esa hipótesis nunca se podría demostrar.
En su círculo más cercano, todos sabíamos que ella siempre había tenido un especial cariño a aquel palacio que su propio padre había comprado hacía unos treinta años. Cayetana, al heredarlo, llamó al arquitecto Juan Pedro Arnal para reformarlo con la misma ilusión que yo puse en la construcción de El Capricho.
Contrariada, chasqueé la lengua.
—Hiciste bien en no despojarte de Buenavista, pero… ¿por qué ese hombre parece desear todo lo tuyo? Ni que no hubiese otros palacios en Madrid que se vendiesen. Y —cambié de tercio—, vista esta obsesión de Godoy, ¿qué has decidido acerca de la Venus?
Mi prima, remolona, se enroscó en el dedo índice uno de los rizos negros que tenía detrás de la oreja.
—Ya perdí un cuadro de una mujer desnuda y tendrá que matarme para conseguir el que me queda.
Por el modo en que habló no me cupo la menor duda de que aquellos amores de antaño entre el valido y la duquesa habían muerto dilapidados.
—Ahora que lo mencionas, ¿conseguiste hablar con el tal Sepúlveda? ¿Sabes si llegó a ver la gitanilla desnuda y si se trata del mismo retrato que te pintó Goya?
Ante mi sorpresa, asintió:
—Sí, el hombre en cuestión es un tal Pedro González de Sepúlveda. Es, al parecer, un escultor, uno de los mejores grabadores de moneda con que cuenta la Casa Real. Debido a su conocimiento artístico, Godoy le encargó realizar un inventario de su colección particular de pinturas y esculturas y, según él mismo me detalló, en una ocasión pudo ver a la Gitanilla desnuda, pues por ese nombre llaman ahora, en efecto, al desnudo de Goya, sólo que ahora tiene rostro. Sepúlveda me aseguró que Manuel lo tiene oculto bajo una copia exacta en que la misma mujer, o sea, yo, aparece vestida. Al parecer, los dos lienzos comparten marco y sólo tiene que tirar de unas poleas para que la versión púdica se alce cual telón y deje a la vista la impúdica. Quizá por eso han sido tan pocos los que lo han podido ver y es ése el motivo por el que se mencione su existencia siempre entre susurros y secretismo.
—No sé si te has dado cuenta de que las palabras de Sepúlveda vienen a corroborar lo que te dijo la Tudó el día del bautizo de Carlota. ¿Reconoció el rostro retratado?
—Aseguró que no se trataba de nadie a quien él conociese. No sé si me mintió —se encogió de hombros—, pero tendremos que resignarnos a no saber nunca quién puso la cara a mi cuerpo ni de quién son esos rasgos.
—¿Y así, sin más, desistes? —me indigné—. No te reconozco, Cayetana.
—Qué más nos da ya. —Bajó la mirada—. Si te soy sincera, estoy hastiada de los desaires de nuestra majestad la arpía, y si a eso le añadimos que mi interés por Manuel no puede ser menor, son muy pocos los alicientes para la venganza que me quedan. ¡Si hasta el estímulo de la celebración de mi cumpleaños, que he tenido que retrasar para que no coincidiera con la boda de tu hija, se me hace cuesta arriba!
Me extrañó que, tan amante de lo prohibido como siempre había demostrado ser, desistiese tan fácilmente. La azucé con una tentación:
—Es una pena, porque se me había ocurrido una maldad con la que podrías vengar el desprecio a que te sometió la reina el otro día en casa del embajador. —Curiosa, como siempre, Cayetana acercó el oído a mi boca y yo le susurré—: Tengo el boceto exacto del vestido que llevará en el próximo baile; y ese día, ya que el de la celebración de la boda de mi hija Joaquina es demasiado inminente, no podrá ser otro que el de la fiesta de tu cumpleaños. Luciano Bonaparte se lo ha regalado y no hay otro modelo igual en el mundo, pero Michelle ha conseguido comprar una pieza bastante grande de la misma tela y tiene el diseño grabado en la memoria. ¿Qué te parecería aparecer en el baile vestida igual que la reina? Esa gorda desdentada no podrá evitar perder en las comparaciones.
—No seré yo sino mis camareras quienes lo llevarán. —Se le iluminó la cara mientras pensaba—. ¿Habrá suficiente tela como para dos vestidos?
Asentí sin dudar, ya que mi sombrerera siempre compraba de sobra.
—Pues no se hable más. —Tomando su sombrilla, se despidió—. Mándame a Michelle con el boceto y la tela, que yo me encargo de la confección. Espero que seas tú la que se acerque a casa a visitarme la próxima vez.
—¿No vas a Sanlúcar este año? Suponía que te marcharías nada más dejar atrás la boda y el cumpleaños.
—¡Tendría que caerse el mundo para que yo faltase un verano a las costas gaditanas! —me confirmó—. Por eso precisamente estoy dudando si posponer el convite de mi aniversario para el otoño. No puedo competir en magnificencia con la celebración de una boda en tu familia. —Me sonrió—. Así que, por temor a quedar eclipsada ante el casamiento de mi querida Joaquina, tal vez lo mejor sea dejarlo para la vuelta de las vacaciones veraniegas. En fin, no sé qué hacer, porque ahora esto que me cuentas del vestido de la reina supone un aliciente para mí…
—Sea cuando sea, estoy segura de que la dejarás con un buen palmo de narices. ¡No querría perderme por nada la cara de la reina en el próximo baile!
—No te preocupes, Pepa, que invitada estás y no te voy a dejar sin esa satisfacción, ya sea ahora o en el otoño.
Y, con un gesto airoso de su mano, se despidió mientras reprimía una carcajada. Al observar cómo se alejaba por el sendero bajo la sombrilla, un oscuro presentimiento me sobrecogió y congeló la sonrisa que pululaba por mis labios. No era la primera vez que impresiones de este tipo me asaltaban y, para mi desgracia, había aprendido a reconocerlas y darles crédito. Ahora, al igual que aquella tarde lejana en la plaza de toros, me pregunté, al ver a Cayetana caminar por la avenida, por qué a pesar de la vana ilusión de su gracia, belleza y vitalidad, parecía arrastrar el paso y la vida.
Junio de 1802
¡Cómo puede el tiempo correr tan rápido cuando una está entretenida! ¡Y cómo puede jugarnos tan malas pasadas y no dejarnos disponer de él a nuestro antojo obligándonos a elegir a quién regalamos nuestra presencia y nuestro cariño!
Desde aquella despedida feliz de mi prima Cayetana, pasó prácticamente un año hasta que pude volver a verla. El casamiento de Joaquina, su rápido embarazo, en el que como madre primeriza necesitó todo mi apoyo, y el parto de la primera de mis nietas, María del Pilar de Silva-Bazán y Téllez-Girón, me tuvo totalmente absorbida y alejada de las relaciones sociales; pues, en mi recién estrenado papel de abuela, no cabía en mí de gozo y prácticamente no deseaba nada más que estar junto a ella y contemplar su carita sonrosada, regordeta y feliz.
Definitivamente, el año anterior Cayetana no celebró su cumpleaños para que no coincidiera con la boda de Joaquina y porque después se trasladó a Cádiz. Este año, ya cercana la fecha, aunque no había recibido aún su invitación no pensaba perdérmelo.
Sin embargo, cuál no sería mi sorpresa al averiguar que esta celebración se había suspendido de nuevo por expreso deseo de mi prima, a quien hacía ya varios meses que no se la veía entre los círculos sociales y artísticos que acostumbraba a frecuentar. ¿Dos años consecutivos sin recibir en casa? Algo preocupante debía de estar ocurriéndole a Cayetana para privarse voluntariamente de uno de sus mayores caprichos. Aparte de inquietante, aquel comportamiento no era normal en ella, a quien tanto le gustaba dejarse ver, salir, disfrutar.
Relegada a mis labores de abuela, para cuando pude acercarme a visitarla el calor de julio caía cual losa de granito sobre Madrid. Yo creía que Cayetana habría huido del sopor veraniego, así que mandé recado a la Moncloa por si acaso, y me sorprendió mucho que me contestara diciendo que estaba esperándome.
Ardía en deseos de charlar con ella para comentar las mil y una novedades. Quizá supiese por qué Godoy, en vez de ser rey de los Algarves, se había conformado con recibir la fortaleza de Olivenza; o por qué recuperábamos la isla de Menorca de manos de los ingleses tras la firma de la Paz de Amiens el 25 de marzo y sin embargo no lo lográbamos con Gibraltar o Trinidad, aunque bien me suponía yo que esta última se la reservaban por ser el cobijo principal de sus corsarios. Esas y otras tantas preguntas quedaron en suspenso en cuanto la encontré, pues la vi muy enferma.
Aparte de un cirujano y dos sirvientas, solamente la negrita María de la Luz estaba a los pies de su cama jugando con unas canicas de cristal. En silencio me senté a su lado y la tomé de la mano, que estaba helada como un témpano. Con sumo esfuerzo entreabrió los ojos para mirarme, apenas parecía tener fuerza para sostener alzados los párpados. Su ahogada respiración sonaba tan profunda como acelerada. Musitó algo inaudible y me acerqué un poco más para oírla mejor. Tenía varias ampollas en los labios provocadas por las calenturas.
—¿Quién eres? ¡No me mires! Me siento sola entre tantas mujeres desnudas colgadas por las paredes. ¿Dónde está Luz? ¡Por qué te has llevado a mi niña! —Abriendo mucho los ojos miró temerosa a un lado y otro de la estancia—. La Beata me odia. Ayer le oí decir que a ver cuándo me moría de una vez para heredar mis bienes.
Por un momento me sorprendí, hasta que comprendí que deliraba. Sus mayores obsesiones la acosaban inmisericordes: la soledad, la coquetería, la frustración de una imposible maternidad, la obsesión por los desnudos de Goya y Velázquez, y la manía de que nadie se acercaba a ella si no era por interés.
Repentinamente comenzó a toser como una descosida. Se aferró a mi mano y la apretó de tal manera que sus anillos se me clavaron entre los dedos. Al intentar incorporarla noté la espalda de su camisón empapada en sudor, y cuando las convulsiones cesaron la tumbé para que descansase. Se durmió de inmediato.
Después de media hora velándola en silencio me retiré. Fue precisamente Rafaela, apodada «la Beata» por todos los de la casa, la que con los ojos acuosos y la nariz enrojecida de llorar me acompañó a la salida.
—Su excelencia se nos va. No sé lo que os ha podido decir, pero no le hagáis caso. Hace días que ha perdido la razón, no prueba bocado ni puede dormir profundamente a causa del dolor de cabeza y de las calenturas.
Rafaela era su más fiel servidora, así que no dudé de su palabra. No recordaba cuándo había visto por primera vez a aquella mujer, pero lo que sí sabía era que aquella ama de cría que hacía tantos años había alimentado a Cayetana quiso después entregarle toda una vida de sacrificios y que renunció incluso a vivir con su propia familia.
—Dígame, Rafaela, ¿cuánto lleva así?
—Dos semanas.
—¿Y qué dicen los cirujanos?
—Que no saben. Que quizá sea una meníngeo-encefalitis tuberculosa o algo así. Necesité toda una noche en vela para aprenderme semejante palabreja y aún no sé bien lo que significa.
Palmeándola el hombro intenté consolarla antes de salir.
—¿Me avisará cuando acontezca lo inevitable?
Rafaela asintió con pesar.
El 19 de julio de ese mismo año de 1802, Rafaela me mandó una nota a través de Michelle en la que me informaba de que aquella noche la duquesa de Alba había sufrido un síncope que le había sumido en un profundo letargo. El día 23 de julio murió.
Aún caliente su cadáver, los mandatarios de la reina acudieron como buitres carroñeros a las casas y palacios de mi prima con la orden de inventariar todo lo que allí encontrasen y de incautar ciertas piezas de sumo interés para la corona. De ese modo, se reservaban la preferencia de compra en el caso de que sus herederos las vendiesen o las subastasen, como así fue.
A los pocos días se vio a la reina con varias joyas de Cayetana. Y a los dos meses consiguió que los médicos de ésta, que habían heredado el palacio de Buenavista, se lo donasen al ayuntamiento, y fue la propia alcaldía la que se lo entregó directamente a Godoy.
Hubiese sido una manera muy sutil de enmascarar otro de los caprichos de su preferido, y yo no me habría indignado tanto por esta vil maniobra, si no fuese porque hacía poco tiempo Cayetana había confesado el interés de Manuel por comprar aquel palacio.
No satisfecha con aquella venganza hacia una rival que ya no podía defenderse, su majestad también compró a precio irrisorio el palacio de la Moncloa: era como si la reina María Luisa disfrutase tomando posesión de los despojos de la duquesa de Alba que ésta ya nunca más disfrutaría.
Indignada y triste, lamenté que aquel ruiseñor que un día había regalado a mi prima ahora cantase para semejante sorda insensible.
Pero, como aquel pájaro, también cantaba el pueblo. Las gentes, al hacerse eco del expolio a que fueron sometidos los bienes de la duquesa de Alba, no tardaron ni dos días en pergeñar dichos, poemas y tonadillas en los que insultaban al triunvirato.
No había nada de extraño en ello, tampoco era la primera vez, ni sería la última, que España entera se desgañitaba gritando a los cuatro vientos su malestar como ya se hizo en el Cantar de Mio Cid, las Coplas de Mingo Revulgo contra la virilidad de Enrique IV o los gritos de «A Siloeches lo eches» de los madrileños a Felipe IV implorando el destierro del conde-duque de Olivares en su momento. Todos ellos eran buenos ejemplos de las demostraciones de malestar del pueblo, y la mayor parte consistían en cocidos de guasas a los que los déspotas aludidos apenas dieron importancia sin plantearse siquiera que aquel puchero podría llegar a salpicarles.
Aquella tarde me hallaba asomada a la ventana intentando memorizar algunos de esos dichos cuando me avisaron de la visita de Goya.
Al entrar en mi antesala lo encontré esperándome. Consciente de su sordera, vocalicé lo más claramente que pude, pues sabía que me leería los labios con facilidad:
—¿Qué se os ofrece, maestro?
Ante mí, allí de pie, en medio de la sala y descubierto, Goya daba vueltas y más vueltas al ala del sombrero que sujetaba en las manos.
—Sólo vengo a deciros que ya dispongo de tiempo para cumplir el encargo del retrato de vuestra hija, la marquesa de Santa Cruz.
No sé por qué, algo me impulsó de pronto a sincerarme, a indagar y querer saber, sin ambages y de su boca, toda la verdad acerca del retrato que supuestamente había pintado a Cayetana. De algún modo, supongo, me sentía en deuda con mi prima. Como si ahora, cuando ella ya estaba muerta y Godoy y la reina habían vencido, poco o nada importase sobre quién lo había encargado, quién lo robó, por qué se pintó o tuviera más que nunca sentido saberlo todo acerca de la Gitanilla desnuda.
Sabía que lo más probable era que Godoy fuera el dueño del cuadro, pero algo se retorcía en mi interior al imaginarlo recreándose ante la imagen del cuerpo joven y ahora difunto de mi prima. Me dolía, y quizá por eso, o por restituir de algún modo su memoria encarándome con el autor del lienzo, el que la había pintado poderosa, exultante, desnuda, apasionada y valiente, me sentí en la obligación de esclarecer todas las dudas que en torno a la existencia del retrato surgían.
Recordar que ahora Godoy, a través de la incautación ordenada por la reina, podría obtener también la Venus de Velázquez —que, como todo lo que perteneció a Cayetana, era presa de su saqueo— hizo que se me soltase la lengua definitivamente y, lo peor de todo, sin arrepentirme de ello:
—Espero que pintéis a mi hija Joaquina un poco más recatada que a vuestras gitanillas —bromeé, tirando el anzuelo.
—Ya no son gitanas, sino majas —me corrigió desafiándome con la mirada, pues, al responderme de esta manera, estaba demostrando que en efecto sabía el nombre de las mujeres retratadas y que eran dos, además de ser él y no otro su pintor.
—¿Desde cuándo, aparte de ascender de rango a esa mujer, la habéis duplicado? —seguí indagando, ahora con la soltura y tranquilidad que su aquiescencia me había otorgado.
—Desde que su actual dueño decidió encargarme una copia casi exacta de la primera —se explayó sonriendo de medio lado.
—¿Y cómo las llamáis para distinguirlas?
—La desnuda y la vestida, pero de esa desnudez ya debéis saber al solicitarme recato para vuestra hija —soltó a bocajarro.
Yo, sin embargo, no estaba dispuesta a permitir que la conversación se desviase del tema que más me preocupaba: las ahora llamadas «majas» y la identidad de su dueño, el hombre que había conseguido hacerse con la desnuda y había encargado a Goya posteriormente otra pintura con la misma modelo vestida y destinada, al parecer, a cubrir la primera y ocultarla de miradas ajenas.
—De entre todos los pintores de la corte sólo vos seríais capaz de vestir a una modelo sin tenerla enfrente —comenté, en un supuesto halago que no buscaba otra cosa que confirmar la identidad de la modelo.
—¿Y cómo estáis tan segura de que no conté con ella por segunda vez? —contestó, con un brillo divertido en los ojos, mostrándose ahora vanidoso.
—¿Quizá porque la misma dama que posó desnuda para vos y dio lugar al primer retrato también se lo preguntaba? —Sin nombrar a Cayetana le hice comprender que, al igual que él, yo también procuraba no mencionar determinados nombres, pero no por ello dejaba de tener mis fuentes y mi información, de primera mano, sobre la génesis de aquella pintura tan controvertida.
—Aun sin tenerla frente a mí en carne y hueso —admitió entonces, y me pareció que un velo de tristeza y amargura cubría sus ojos antes arrogantes y zumbones—, siempre podría haberla copiado del retrato original. Pero no me hizo falta porque, como advierto que vos bien sabéis, hasta con los ojos cerrados recuerdo a la perfección el contorno de cada una de las curvas de su cuerpo.
Aproveché que con su frase me había dado pie para seguir sonsacándole información:
—¿Y qué me decís de su rostro?
Sacudiendo la cabeza frunció el ceño, tal vez sorprendido por la cantidad de información supuestamente secreta que yo manejaba o, quizá, frenado por la prudencia, pues no debíamos olvidar que en nuestra conversación no sólo estábamos evitando nombrar a nuestra querida y difunta Cayetana sino, sobre todo, al hombre avaro de su cuerpo y sus posesiones que, abusando de su poder y sin parar en mientes a la hora de matar, acusar y encarcelar inocentes para conseguir aquel retrato, ahora más que nunca tenía si se le antojaba la capacidad de hundirnos a ambos:
—Demasiado he dicho ya… —confesó suavemente, en un tono que, pese a su brusquedad natural, entendí como dulce y hasta cariñoso para conmigo—. Ya sabe su excelencia que prometí no desvelar el secreto, y os agradezco que durante todo este tiempo no hayáis insistido, ya que eso me pondría en un brete.
Acercándome a él un poco más abusé de la confianza que nos unía y con afecto rasqué con mi uña una gota de pintura que se le había quedado pegada al chaleco.
—Don Francisco, debo confesaros que daría cualquier cosa por amainar esta curiosidad que desde hace años me carcome las entrañas. —Al desviar la mirada de su chaleco a sus ojos comprendí que lo estaba apabullando.
—¿De veras su excelencia aún no ha visto los cuadros? —preguntó, levemente incrédulo.
—A veces me sorprende vuestra inocencia, maestro. Godoy, a pesar de que pertenezcamos ambos a la corte y nos relacionemos con sus majestades, nunca ha sido nuestro amigo y, por tanto, nunca me los enseñará.
—Pues si él no os lo muestra, no hay ningún modo de que pueda ser yo el que se meta en camisa de once varas haciéndolo —masculló cabizbajo, admitiendo a regañadientes su impotencia.
—Lo comprendo, y sé que las obras no están en vuestro poder. —Intentaba mostrarme comprensiva, pero, aun así, no pude darme por vencida y le rogué—: Y, sin embargo, y sin comprometeros, no digáis nada pero asentid si veis que estoy en la suposición correcta: vuestra merced me ha reconocido que es el cuerpo y las formas de la misma dama la representada en los dos cuadros, pero, en lo que toca a su rostro, ¿es posible por ventura que la modelo fuera otra y que vuestra merced tomase de dos mujeres lo que más le gustó para unirlo en un solo retrato? ¿O acaso fue una imposición de ese a quien no queremos nombrar y que ahora los posee?
—No me tiréis más de la lengua, señora, que no es eso lo que le he venido a decir —gruñó, levantando todas las barreras que su fuerte carácter solía alzar siempre a su alrededor y, a causa de nuestra confianza, había bajado, tal vez llevado por los recuerdos de Cayetana, durante nuestra conversación. Pero, ahora, era ya otra vez el maestro Goya encerrado en su duro caparazón de artista.
—Ya lo sé —admití rindiéndome.
Acababa de comprender que, posiblemente, le había forzado demasiado y había traspasado un límite impreciso pero real al tirarle demasiado de la lengua. Al fin y al cabo, no podía olvidar que, en buena medida, él se debía a su discreción para proteger a aquellos a quienes retrataba o a quienes le realizaban sus encargos. Como un confesor, su profesión le obligaba a callar quisiera o no los secretos de todos los que contábamos con sus servicios, tanto los impresentables como la reina o Godoy, como nosotros mismos o mi difunta prima Cayetana.
—Os lo agradezco. —Don Francisco pareció relajarse.
—Vuestra merced venía sólo a citar a Joaquina para su retrato. Os ruego que me disculpéis por haberlo olvidado. Os aseguro que preguntaré cuándo y dónde podría posar y luego os mandaré recado.
Dando por finalizado el encuentro, me disponía a regresar a mi gabinete cuando Goya me detuvo:
—Aguardad, por favor. He venido también por otro motivo: quiero advertiros de que pongáis a buen recaudo las estampas de los Caprichos que un día me comprasteis si no queréis que os las requisen. En realidad, deberíais esconder cualquier obra, composición o poema que contengan algo que se pudiera considerar obsceno o amoral.
—¿Quién ha de juzgarlos?
—Aparte del Tribunal de la Santa Inquisición, un tal Sepúlveda, que, aprovechando la herida que han abierto las sátiras de la calle, ha convencido al príncipe de la Paz para prohibir las chirigotas que de éste y los reyes se hacen.
Recordando que aquél fue el mismo que había asegurado ver las majas, me indigné.
—¿Es ese Sepúlveda el despreciable grabador de la Casa de la Moneda?
—El mismo que viste y calza y que quiere frenar a todos los que se sirven del arte para hacer mofas.
—Ese mequetrefe parece haberse hecho muy amigo del otro mequetrefe, usted ya sabe a quién me refiero, ese todavía más grande, el príncipe de los Mequetrefes —dije sin poderme contener.
El maestro Goya, prudente como siempre, no me contestó más que con un asentimiento de cabeza y una mirada cargada de significado.
—Gracias por advertirme, maestro. Mantendré a salvo vuestros Caprichos siempre y cuando vuestra merced haga lo mismo con las planchas, pues en realidad son ellas la madre de todos los grabados y las piezas que podrían en verdad comprometeros.
—El rey ya me ha pedido que se las ceda junto a los doscientos veinte juegos de estampas que he tirado —admitió dolorido. Y en un arranque de sinceridad continuó—: Me resistí cuanto pude pero, temiendo por mi integridad, la de mi familia y la de mis bienes, no me ha quedado más remedio que obedecer al que es nuestro monarca. Al ver que faltaban veinte, se me exigió entregar la lista de los compradores y no pude más que hacerlo. Vuestra excelencia la encabeza, y por eso he venido a avisaros.
Sabía que en más de una ocasión lo habían llevado a interrogar por la mordacidad de alguna de sus obras, pero aquello superaba todo límite. Tan pronto Godoy quería terminar con los tribunales de la Santa Inquisición como se servía de ellos para su propio interés.
Desde que Moratín había anunciado tres años atrás la creación de los Caprichos, muchos eran los parecidos que habían encontrado entre la realidad y los protagonistas de sus grabados.
Los nombres de Godoy, los reyes, políticos y otros nobles se entrelazaban con otros personajes de rostros desfigurados, desdentados frailes, burros, viejos verdes, cornudos, alcahuetas o diablos. Con ellos se representaba la lascivia, la lujuria, la envidia, la avaricia y demás vicios que envilecen al hombre, y muchas de las metáforas que encerraban podían aplicarse, en un ejercicio de lucidez y parodia, a algunos de nuestros gobernantes, nobles y otros personajes destacados de nuestra corte y, sobre todo, a actitudes reprobables de nuestra sociedad. En el fondo, pese a que Goya se había esmerado por hacer las leyendas que acompañaban a cada grabado lo más crípticas posible, era cuestión de tiempo que algunos comenzaran a darse por aludidos y pretendieran acallar el mensaje de su obra.
—¿Qué habéis conseguido a cambio de que vuestra obra quede archivada en la Real Calcografía? —pregunté, con la esperanza de que, al menos, su avenimiento se hubiera saldado de algún modo favorable para él.
—Una pensión de por vida para mi hijo Javier. Planea casarse pronto y, aparte de la miserable fortuna que yo pueda o no amasar pintando, sólo quiero ofrecerle un futuro sin demasiadas estrecheces.
—¿Significa eso que prescindiréis para siempre del cobre, la punta metálica, los ácidos y el barniz? ¿Os lo han prohibido acaso?
—Jamás diré de esta agua no beberé.
—Pues es un consuelo saber que, al menos, no tendré que despedirme de ese olor a vinagre, sal de amoníaco y cardenillo que traéis cuando venís de grabar planchas. —Sonreí, sabedora de que ni todos los reyes y tribunales del mundo conseguirían jamás doblegar a ese hombre ni contener su genio creador.
Con ese viso de tristeza que caracteriza al artista, que ahora se veía despojado de una de sus obras sin el reconocimiento merecido, me devolvió una sonrisa amarga pero cariñosa y, sin más y visiblemente aliviado, se despidió.