XIV

QUE VIENE EL COCO

Abuso funesto de la primera educación. Hacer que un niño tenga más miedo al Coco que a su padre y obligarle a temer lo que no existe.

Manuscrito del Museo del Prado,

Capricho n.º 3 de Goya

Octubre de 1800

Tardamos muy poco tiempo en comprender que nuestro año de exilio no había cambiado en nada las cosas de la corte. Excepto en minucias sin importancia, absolutamente todo en su esencia más profunda seguía siendo como lo dejamos al marcharnos a París.

Aquella mañana salí a entregar personalmente a Antonio Rossetti los tres mil reales para pagar una misa dedicada a san Francisco de Borja. Como antepasado y patrón de nuestra familia que era, aquello se había convertido en una tradición con la que sus sucesores cumplíamos devotamente.

Salía del oratorio de San Felipe Neri, parroquia en la que se ofició la misa, cuando me llegó un billete en el que me anunciaban el nacimiento de Carlota, la hija de los príncipes de la Paz.

Había llegado al mundo sin ningún problema el pasado 7 de octubre, hacía tan sólo tres días, por lo que pensé que María Teresa ya debería de estar recibiendo visitas. Después de nuestro larguísimo destierro en París casi había olvidado la antigua prohibición de Godoy de ir a verla, y esperaba de corazón que él sí lo hubiera hecho, por lo que decidí pasar para darle la enhorabuena antes de regresar a casa.

Llegué, y me anunciaron y me recibieron sin problemas, pero nada más entrar en su cuarto después de todo el protocolo me extrañó que no tuviese la cuna de la niña junto a su cama. La acuosa mirada de la recién parida no denotaba la felicidad que esperaba hallar en ella.

—Pepa, sé lo que pensáis —me dijo—, pero no quiero encariñarme. Esa criatura simplemente es la moneda de cambio que tenía que pagar para que me dejasen tranquila, y yo ya he cumplido. No sabéis lo duros que han sido estos meses. La reina María Luisa, que ha cuidado de mí a todas horas para que mi bebé naciese sano, me mandaba sillas de manos hasta para trasladarme de un patio a otro. ¡Si incluso me ha obligado a vivir con ellos temporadas que se me han hecho eternas! La muy falsa se ha permitido darme mil y un consejos como si fuese mi propia madre. ¡Mi propia madre! Aquella que ella misma un día desterró y vilipendió. Ahora, gracias a Dios —bajó la voz—, este infierno ha terminado.

»Algunos me tachan de desagradecida, pero vos mejor que nadie sabéis lo que todos esos cuidados y regalos me provocan: asco. Querían un niño que tuviese mezcladas la sangre de los Godoy y la de los reyes. ¡Pues ya lo tienen! Sólo siento haber tardado tres años en poder cumplir con este cometido. Ahora me toca descansar, y lo único que les pido es que me dejen en paz de una vez por todas.

Aquella amarga verborrea de bienvenida desnudó su estado de ánimo en un segundo.

—No seáis cruel, María Teresa. —Desesperada, se vino abajo cuando me senté en el filo de su cama. Incapaz de derramar una sola lágrima, hundió su cara en mi pecho. Intenté consolarla mientras le hablaba con calma y le acariciaba el cabello, como había hecho con mis hijas cuando éstas eran niñas y lloraban por cualquier causa—. Pensadlo mejor, no culpéis de este desasosiego a la niña ni busquéis una explicación a esta tristeza que os embarga, porque es algo muy normal en vuestras circunstancias. ¿No os ha dicho la comadrona acaso que las parturientas suelen llorar sin motivo? Pasada la cuarentena lo superaréis.

Hipando, se separó para mirarme a los ojos.

—No necesito buscar excusas para llorar, os lo aseguro. —De pronto se mostró sarcástica—. Supongo que lo primero que tendrá que aprender mi hija es a sentarse a cenar con sus medio hermanos. Más o menos como yo, que me veo obligada a hacerlo a diario con su querida. Nadie quiere decírmelo, pero quizá vos sepáis si es niña o niño lo que ha parido la Tudó. Pensando en Carlota, creo que si es niña encontrará en ella una compañera de juegos.

Chasqueé la lengua, contrariada por su actitud:

—Qué más dará lo que sea ese bastardo si no se apellida Borbón. Para Manuel eso es lo que prima sobre todas las cosas, incluido el sexo de la criatura. Podrá tener una docena más de hijos con esa mujer, o incluso con otras, pero ninguno será como Carlota.

Arrugó el embozo en el puño.

—Precisamente por eso afirma que la va a cuidar él solo. —Sentía la necesidad de excusarse ante mi mirada de reproche—. No me juzguéis por ello, Pepa. Siendo la madraza que habéis demostrado ser, sé que por mucho que intente convenceros de que es lo mejor nunca lo lograré. Pero si algo tengo claro es que no pienso esperar a que crezca para separarme de ella. Prolongar este adiós sólo serviría para hacerla sufrir, como yo lo hice a los cinco años cuando los reyes me separaron de mi madre. A la mínima oportunidad me marcharé sin darle tiempo de acumular recuerdos a mi lado.

El contagio de su angustia me soltó la lengua sin detenerme un segundo a medir bien mis palabras.

—Si la vais a dejar, al menos dadle otro hermano para compartir su soledad. Vos al menos tuvisteis dos en los que refugiaros. Ella es hija única.

—Si me estimáis, jamás volváis a insinuar nada similar —me espetó apretando las mandíbulas—. Prefiero suicidarme antes que vivir el infierno de una nueva concepción.

Aquello semejaba manar de la boca de una endemoniada. María Teresa parecía estar perdiendo la cabeza. Jugando con su ensortijada melena, procuré suavizar el tono:

—El cansancio es el mayor enemigo de una salida acertada, y a vos se os ve agotada. Para mí, ser madre ha sido lo más hermoso que me ha podido pasar, quizá por eso no os entienda.

Me interrumpió.

—Pues no he de recordaros que, al igual que vos, yo también soy madre ahora; y, para mí, la lista de beldades que superan a ésta es interminable.

—¡Ser madre es mucho más que parir! —Su terquedad empezó a impacientarme—. Renunciar a ello por simple empecinamiento, rencor o venganza es absurdo. ¡Qué culpa tiene la criatura de nada! —Mis gritos despertaron a la niña, acomodada en una cuna que, para que estuviese lo más alejada posible del lecho de su madre, se había situado prácticamente en la esquina opuesta de la estancia. Comenzó a llorar y el ama de cría, que aguardaba la demanda de la recién nacida sentada en una silla junto a ella, se apresuró a cogerla en brazos y a desabrocharse el corpiño.

Ya enganchada a su pecho, Carlota comenzó a mamar con la fuerza de un recién nacido saludable. Me acerqué a mirarla más de cerca y vi que unas pelusillas pelirrojas asomaban por el flequillo de la capota, lo que delataba la herencia del pelo de su madre. Quise tentar a sus instintos:

—¡Se parece tanto a vos!

Mientras yo hablaba, el ama, incapaz de estarse callada, intentó sutilmente hacerme ver que las cosas no eran tal y como María Teresa las contaba.

—Su padre la llama «la mona» y no para de venir a hacerle carantoñas —intervino.

María Teresa, incorporada como estaba, se dejó caer en la cama y se puso una almohada sobre la cabeza. Le hice la señal de la cruz a la recién nacida en la frente, crucé una mirada cómplice con el ama y salí convencida de que ya muy poco podría hacer para convencer a la parturienta de su error.

No las volví a ver hasta el día de su bautizo, dos meses después. Los reyes, para demostrar el cariño que profesaban por la recién nacida, vinieron desde El Escorial a apadrinarla. Carlota, después de recibir las aguas bautismales en aquella fría mañana de diciembre, fue condecorada por su majestad la reina con una diminuta banda morada y blanca de su Real Orden de María Luisa. A excepción de las infantas, era la primera niña agraciada por tal distinción.

Godoy se mostraba orgulloso y feliz, mientras que María Teresa andaba como una alma en pena. No era para menos, ya que el chascarrillo de todos los asistentes era que podríamos haber estado celebrando el doble bautizo de Carlos y Carlota. Y es que Manuel, según él por devoción al rey, había decidido para más recochineo llamar Carlos Manuel a su hijo con la Tudó, casi del mismo modo que a su hija pero en masculino.

A punto de terminar la celebración del sacramento me sentí mareada. Decidí salir a tomar el fresco cuando la conversación de dos voces conocidas al otro lado de los soportales me detuvo. Ocultándome tras una columna escuché a Cayetana y a la Tudó, que, entre susurros, discutían sin percatarse de que el abovedado trasladaba las voces de una punta a la otra. Cayetana recriminaba a la querida:

—No pensaréis entrar…

Me atreví a asomar ligeramente la cabeza, procurando no ser descubierta, y comprobé que, al contrario que a María Teresa, a Pepita Tudó el embarazo la había embellecido. Sabedora tal vez de su atractivo, y con esa fuerza que tienen las madres recién paridas y orgullosas de serlo, contestó con descaro:

—¿Por qué no iba a hacerlo si me lo ha pedido Manuel?

—Seríais la última vela de este entierro.

—Es posible, pero… decidme: ¿quién sois para impedírmelo? —Cayetana se abanicó mientras pensaba una respuesta.

Conociéndola como la conocía supe lo que se le pasaba por la cabeza: no podía echarle en cara los comentarios que se hacían en el interior de la iglesia sobre la doble paternidad de Godoy, porque eso hubiera sido como reconocerle a la Tudó la importancia que no tenía. Su respuesta, triunfal y algo altiva, fue del todo inesperada para mí:

—La única mujer que Godoy quiso tener inmortalizada en todo su esplendor.

La carcajada de la Tudó me llenó de confusión.

—¿Por esplendorosa queréis decir desnuda? ¿Por ventura se compara su excelencia con alguna de las mujeres que colecciona el príncipe de la Paz en su gabinete? ¿Con cuál?, ¿con la Dánae?, ¿con la gitanilla desnuda? ¿O por aquello de insinuar sin mostrar se ve más en su gemela, la gitanilla vestida? —Sin dar tiempo a la duquesa de Alba para replicar, la Tudó prosiguió—: Pues siento defraudar a su excelencia, pero vuestro rostro no aparece en ninguno de sus desnudos artísticos. —De pronto, dándose muy teatralmente un golpe en la frente con la palma de la mano, se burló fingiendo un despiste—. Pero qué digo. ¿Cómo iba la señora duquesa a saberlo si Manuel sólo muestra sus secretos tesoros a sus más allegados? Si no me creéis, preguntadle al grabador González Sepúlveda, que ayer mismo vino a casa para inventariarlos en su gabinete.

Después, comprobando que Cayetana seguía sin habla, la Tudó dio media vuelta y se alejó muy segura de sí misma.

Mi prima quedó pensativa bajo el soportal. ¿Cómo podía la Tudó conocer tan bien aquellas pinturas mientras que la duquesa de Alba, durante el tiempo en que mantuvo una estrecha intimidad con Godoy, nunca había conseguido verlas? Cayetana me confesó que había aprovechado los momentos más tórridos de sus encuentros con Manuel para preguntarle mil veces por la gitanilla desnuda, y que otras mil veces él le negó saber de qué le hablaba, a pesar de haberle mandado aquel anónimo con su boceto años atrás, lo cual él, por supuesto, también negaba tajantemente. Ella lo había dejado pasar entonces debido a la pasión que la embargaba, pero ahora se arrepentía.

Al oír mis pasos vacilantes me miró de reojo sin decir nada. Aproveché el instante para disparar a bocajarro las preguntas que se agolpaban en mi mente:

—¿Habló de una gitanilla vestida? Ésa es nueva, ¿a qué se referirá?

—¿Estabas espiándome? —Cayetana, frunciendo el ceño, se enfadó.

—No fue mi intención, créeme, sólo salí a tomar el aire, pero al oír hablar de la gitanilla no puedo negarte que sí me acerqué para escuchar mejor. ¿Qué querías? —exclamé encogiéndome de hombros ante el gesto de reprobación de mi prima—. De un golpe, tus palabras despertaron todas mis obsesiones de antaño. Piénsalo, Cayetana —me emocioné—, ahora que sabemos que en efecto Godoy esconde tu desnudo en su gabinete tenemos que hacer lo imposible para verlo. Así podré por fin esclarecer todas las dudas y sospechas que tuve en su momento.

Cayetana permanecía obnubilada.

—Maldito mequetrefe. ¿Por qué a mí nunca me lo enseñó y ahora anda aireándolo? Esa ramera dice no reconocerme en la pintura, pero ¿será verdad o me toma el pelo? ¿Y cómo es que dice que hay otro cuadro? No puede ser. A mí Goya sólo me pintó desnuda.

—Dijo que había dos gitanillas gemelas, una vestida y otra desnuda… —Medité sobre sus palabras unos instantes—. ¿No podría ser que Godoy pidiese que tomaran como modelo a la desnuda para que pintaran otra vestida? Todo será cuestión de buscar a ese tal González Sepúlveda y averiguarlo. —Yo estaba dispuesta a todo.

—O de preguntarle al maestro —propuso con picardía Cayetana—. Quizá podríamos emborracharle para que se le suelte esa reservada lengua.

La miré desconcertada:

—Te recuerdo que ya intentamos sonsacarle información una vez y, si una cosa nos quedó clara, fue que el maestro nunca hablará.

—Pues algo tenemos que pensar —suspiró—, porque el Choricero me agobia cada día más.

—¿Con amores o pendencias? —Abrí mucho los ojos y, al negar Cayetana con un gesto cualquiera de esas dos opciones, se me acabaron las ideas—. ¿Pues qué más puede desear de ti?

—Otro desnudo.

No daba crédito a lo que estaba escuchando:

—¿Pretende acaso que poses de nuevo?

—Mírame, Pepa —dijo sonriendo—. Ya no soy la misma que años atrás se despojó alegremente de toda su vergüenza ante nuestro maestro Goya —suspiró—. A medida que una se acerca a los cuarenta, la lozanía, las formas y la tersura de la piel se convierten en resbaladizos pellejos. Yo ya hace un par de años que he decidido no volver a posar ni para Goya ni para ningún otro pintor, por mucho que prometan disimular los defectillos que me sobrevienen. Si quiero pasar a la posteridad como una de las mujeres más bellas de esta corte, sería una locura permitírselo.

¿Qué le sucedía? ¿Qué había sido del aplomo que era tan característico en ella? Cayetana no parecía la misma. Fue entonces cuando reparé en su rostro. Bajo sus vivarachos ojos se adivinaban unas bolsas azuladas que apenas disimulaban los polvos con que intentaba disfrazarlas. Sintiéndose observada, se separó un poco antes de continuar:

—Olvida lo que estás pensando, abstente de comentarios y escúchame, porque es importante: Manuel me chantajea para que le venda la Venus del espejo.

—¿La de Velázquez?

—Se la habré negado una decena de veces, pero ya sabes cómo es de persistente ese hombre —repuso—. Ha llegado a amenazarme si no cumplo sus deseos.

—¿Con qué? —Aquello me preocupó.

—Con todo y con nada —suspiró entrelazándose un rizo oscuro entre los dedos—. Ya conoces lo sutil que es. Pero no me asusta, Pepa. Tendrá que pasar sobre mi cadáver para conseguir ese cuadro.

—Cayetana —le susurré al oído—, ¿es que no te has enterado de que hace sólo unos días, el trece de este mismo mes, Urquijo fue destituido de su cargo como ministro de Estado y obligado a abandonar la corte por orden del rey? Todo indica que el príncipe de la Paz está a punto de resurgir de entre las cenizas como el ave fénix, y que el siguiente en caer será Jovellanos. Si Godoy accede de nuevo al poder, vendrá reforzado: nada ni nadie podrán impedirle conseguir lo que se proponga. Cuando algo se le mete entre ceja y ceja es capaz de hacer lo que sea para conseguirlo. —Tragué saliva antes de continuar—. Ten cuidado. A nosotros sólo nos desterró, pero lo creo capaz de mucho más que eso. Además, la reina te sigue teniendo inquina, y eso podría alentar a Manuel a cometer cualquier barbaridad en tu contra.

Arqueando las cejas, Cayetana fingió sorpresa:

—¿La duquesa de Osuna temerosa de algo? ¿Acaso te olvidaste la valentía en París? No digas tonterías. ¿Qué me podría hacer? No es una novedad que Manuel ha estado obsesionado desde siempre con los desnudos femeninos, y que ahora quiera ampliar su colección no es algo de extrañar.

Recién terminado el bautizo, la gente comenzaba a salir de la iglesia. A mí se me vino a la mente el asesinato del prometido de Michelle, la detención de mi inocente sombrerera, las vejaciones que sufrió en la casa de galeras y el extraño robo en mi propio palacio con que quisieron incriminarnos. Consciente de que no podríamos prolongar mucho más la conversación, insistí en la advertencia:

—Ten cuidado, Cayetana.

—¿Qué me propones hacer? —Poniéndose el abanico sobre los labios se inclinó hacia mí.

Dudé si hacerle partícipe de la conjura que se estaba fraguando en los salones de la corte. Dado que quizá ella pudiese servir a la causa decidí contárselo:

—Hay muchos que no están dispuestos a admitir de nuevo los despropósitos de otro triunvirato como el que ya vivimos. Se niegan a aceptar otro gobierno compuesto por Godoy y los reyes, y están tentando al príncipe de Asturias para que los apoye. Llegado el caso, don Fernando podría ser mejor rey para España que su padre.

La cercanía del resto de los invitados, que ya casi habían llegado a donde estábamos nosotras, me puso nerviosa. Ella, en vez de sorprenderse con aquella noticia, pareció tomársela a broma.

—¡Qué novedad…! Lo sé hace tiempo y no me interesa. De hecho, esos temas me aburren soberanamente. Y, por otra parte, ¿qué tiene que ver eso con lo que estamos hablando?

—Cayetana —le contesté apresuradamente—, los nombres que persiguen ese fin son demasiado importantes como para ignorarlos: los duques del Infantado y San Carlos, Uceda y nosotros, los Osuna, el conde de Orgaz, el marqués de Valmediano, el de Ayerbe, el de Altamira, el de Montemar y otros tantos que esperan a que Juan Escóiquiz convenza al príncipe Fernando para jurarle lealtad. Unirse al partido fernandista será una buena determinación y, si acabáramos con Godoy, tú ya no tendrías que temerle.

—Te digo que eso no tiene nada que ver conmigo —resopló—. ¡Que no me interesa la política en absoluto!

—Te ayudarán incondicionalmente si lo necesitas —insistí bajando todavía más el tono.

Definitivamente, conseguí irritarla. Desplegando la sombrilla, se dirigió al centro del patio para ver a todos los que a pocos metros piaban por nuestro saludo y que ellos la vieran, y no volvió a dirigirse a mí y ni tan siquiera a mirarme durante el resto del ágape con que se celebró el bautizo.