Pocas almas hay tan patéticas como indiferentes.
Carta de Godoy a la reina María Luisa de Parma
describiendo a su mujer, la condesa de Chinchón
Marzo de 1798
Contados fueron los que creyeron la noticia cuando se hizo pública, pero, por muy inverosímil que pareciese, ¡era cierto! La Paz de Basilea y el Tratado de San Vicente, firmados con Francia, sólo nos habían traído problemas con Inglaterra, y la derrota de nuestra escuadra frente al cabo de San Vicente a manos de ésta había marcado el colofón de la nefasta política internacional del príncipe de la Paz.
Se especulaba en los mentideros que por fin el rey sustituiría a Godoy como primer ministro y que los días de su mandato llegarían, sin que pudiera ponerle remedio, a su fin. Los secretarios de Hacienda y Justicia, Saavedra y Jovellanos, respectivamente, eran los nombres que más sonaban como sus probables sustitutos.
La mayoría, tan sometidos como habíamos estado al capricho y libre albedrío de Manuel, desconfiamos de una retirada tan fácil, así como de su inminencia. ¿Qué era lo que ocultaba el Choricero en los últimos estertores de su poder? La única manera de terminar con él para siempre sería aprovechar la oportunidad que se nos brindaba para demostrar lo mal que lo había hecho, y eso sólo estaba en manos de los que, según los rumores, serían sus sucesores.
Albergábamos la esperanza de que fuesen ellos precisamente los que con sus novedosos ideales supiesen recolocar a España de nuevo a la cabeza de Europa. Si eso nos llevaba a una alianza con Inglaterra, bienvenida fuese.
Aquel atardecer en El Capricho celebré la noticia colgando los cinco cuadros que el maestro Goya me había enviado. Quedaban perfectos sobre aquel papel pintado que Giroud Villette me había diseñado en el taller que tenía junto a las Comendadoras de Santiago.
¡Tenían tanta fuerza! Y es que, a pesar de haberle dado carta blanca para que eligiese la temática, aún desconfiaba de sus cambiantes estados de ánimo. Sin embargo, y a pesar de que, como me temía, se trataba de pinturas de temática macabra, el resultado era tan brillante, su imaginería tan rica, su técnica tan perfecta y la crítica social que conllevaban tan acertada que no pude menos que recibirlos satisfecha. Aquél era su genio, su arte en estado puro, y no cabía poner cancelas a su instinto para retratar lo que su imaginación le dictaba.
Recostada en un tú y yo junto a mi hija Pepita, nos deleitamos con la belleza de aquellas obras: La cocina de los brujos, El convidado de piedra, El hechizado por la fuerza, El aquelarre y El conjuro. En el fondo, al ser tan curiosos sus protagonistas, tan rematadamente populares algunos y tan estrambóticos otros, nos sentimos como si estuviésemos asomadas a una gran balconada viendo pasar a las más variopintas gentes en un día de romería.
Pepita no supo disimular su disgusto.
—Madre, si te he de ser sincera, me producen escalofríos. Prefiero mil veces la alegría que transmiten los cuadros de Goya que penden de la pared opuesta.
Dándonos la vuelta a la vez, en silencio nos regodeamos en la alegría de aquella colección.
Bien podría tratarse de la peregrinación a la ermita de la Virgen del Puerto, más conocida como «la Melonera» por celebrarse su fiesta en septiembre, o a la nueva, la de San Antonio de la Florida, a la que cada 13 de junio acudían las modistillas, engarzadoras y sombrereras, como Michelle, para buscar novio. Rezaba el dicho popular que tantos conseguirían como alfileres se les quedasen clavados en las palmas de la mano al introducirlas en la pila bautismal que había frente a los frescos de los milagros del san Antonio de Padua que hacía tan poco pintó el maestro. Pero no cabía duda de que lo que Goya había representado en aquellas obras era la fiesta del santo patrón de Madrid: la romería de San Isidro.
Goya, sobrevolando la pradera con la imaginación, había logrado reflejar en las pinturas realizadas para nosotros su paisaje, las costumbres y la algazara que en ella se vivía. Como el genio que estaba demostrando ser, y aunque San Isidro fuese el 15 de mayo, en los cuadros jugaba con los diversos matices de cada estación anual. Los rosas, azules y plateados de sus cielos separaban, sin necesidad de más explicación, el soporífero verano del gélido invierno. Se regodeaba en el transitorio otoño y primaba a la primavera como la única y verdadera protagonista de las populacheras fiestas.
Algunos de ellos resultaron ser las perfectas réplicas de los cartones para tapices que los anteriores reyes le habían encargado para las estancias de las infantas casi diez años atrás y que sabía que, debido a la muerte repentina de Carlos III, habían quedado inacabados, pero no me importó. Qué más daba que pudiera tratarse de los lienzos que trazó como bocetos para esos tapices si, sea como fuere, el resultado era magnífico. Eran los diez mil reales mejor invertidos en la obra de don Francisco de Goya y Lucientes.
Eludiendo la obligatoriedad de una fecha impuesta en el calendario, frente a aquellas imágenes, Pedro, los niños y yo nos brindábamos el capricho de revivir una y mil veces aquella fiesta que tanto nos gustaba y que cada año reunía a gentes de todo tipo y condición.
Eso siempre que no nos sorprendía en la casa de la Cuesta de la Vega, donde acostumbrábamos a celebrarla en vivo, saliendo en calesa sobre las siete de la mañana para seguir al grueso de la romería, que a esa hora solía pasar frente a nuestra vivienda.
Mecidos por una mezcla de cánticos entre sacros y paganos bajábamos la Cuesta de la Vega, cruzábamos el puente sobre el río Manzanares y subíamos el repecho en dirección a la pequeña colina sobre la que se erige el diminuto santuario, el mismo que la reina Isabel de Portugal, la mujer del emperador Carlos V, construyó hacía siglos para agradecer la curación de su hijo, el futuro Felipe II, al beber el agua del manantial que, según la leyenda, hizo brotar san Isidro en las huertas que él labraba.
Aproximadamente a las ocho, recién finalizado el orto, un anacoreta vestido de labrador —a excepción de los birretes que le identificaban como el ermitaño del lugar— acudía a abrir el diminuto templo para oficiar la misa de alba en honor al santo patrón. Después, muchos de los asistentes aprovechaban para llenar sus botijos y jarras de aquella agua milagrosa, mientras otros acudían al son de guitarras, panderos, gaitas, bandurrias y castañuelas a los tenderetes de lona para proveerse de perdices escabechadas, liebres, conejos o cabritos asados. Y es que aquel día hasta los mendicantes llenaban sus quejumbrosos buches. No era extraño topar con una larga cola formada por quienes aguardaban ansiosos a que el ayuntamiento terminase de montar una mesa franca. Masticaban aire con la boca hecha agua hasta que el cazo regalado les llenaba los cuencos, que ellos mismos traían, con un guisote de olla, casi siempre de ropa vieja hecha con los restos del cocido de carne y acompañado de gallinejas, entresijos, tiras u otros despojos del cordero donados por los generosos carniceros de la plaza Mayor y entresacados de sus despieces.
Muchos majos llevaban colgados de sus fajines odres de vetusto hipocrás, que a falta de buen vino de Arganda o aguardiente de Chinchón habían mezclado ellos mismos con vino peleón, miel, canela, clavo, nuez moscada y pimienta negra. Pertrechados todos con sus viandas y refrescos, grandes grupos de jóvenes y familias enteras se sentaban en corrillos a pasar un día campestre de galanteos, retozos y bailes.
Inevitablemente me vinieron a la mente unos versos de Quevedo que pronuncié en alto:
Lo verde de San Isidro
dulces y coches me cuesta;
para mí verde es el santo
pero la salida negra.
Mi hija Pepita me sacó de mi ensimismamiento al contestar a mi recitar:
—Y tan negra. ¿Recuerdas, madre, aquel año que entre el gentío se quedó nuestra carroza atascada en el barro de la pradera? Se incrustó de tal modo que ni las dos mulas que trajeron consiguieron desatorarla.
Sonreí, debía de hacer de aquello un lustro.
—¡En brazos tuvieron que sacarnos los mozos de cuadra ante las estridentes pitadas de los presentes! —exclamé—. Tan entusiasmados estaban con nuestra desdicha que fueron muchos los que sufrieron robos al descuidar sus viandas. Y es que no hay nada que divierta más al pueblo llano que topar con un noble en apuros.
—Bien merecido lo tuvieron, por desalmados. ¿Cómo pretendían, si no, que saliésemos del atolladero sin enlodar nuestras manoletinas?
—Difícilmente hubiéramos podido, pero lo cierto es que, con tanto remilgo, sólo conseguimos convertirnos en el hazmerreír de la romería.
—¿Llegamos al final a la ermita? —me preguntó frunciendo el ceño—. Fue tanta la vergüenza a la que nos sometieron que apenas lo recuerdo.
—Las niñas os echasteis a llorar asustadas por el jolgorio de los hampones y desistimos por miedo a que los más borrachos provocasen una riña en nuestra contra.
De nuevo quedamos en silencio, sumidas en nuestros recuerdos. Tan atónitas andábamos que olvidé por completo que aquella misma mañana vendría María Teresa a vernos. Lo hacía a escondidas y pese a la prohibición de su marido. Sólo al oír las ruedas de su carroza rodando sobre los guijarros de la plaza recordé que nos había anunciado su visita. Nos levantamos impacientes a recibirla, ya que, por el riesgo que asumía, era de suponer que lo que venía a contarnos sería importante. Bien pudiera ser que la infeliz condesa de Chinchón se allegase para ampliarnos quizá noticias sobre el reciente alejamiento de palacio de su marido.
Después de la advertencia que Godoy me había hecho, sólo Pepita mantuvo el contacto con ella a través de una correspondencia que, a sabiendas de la censura a la que la someterían, no podría calificarse de otra manera más que de anodina.
Tanto miedo tenía a su esposo la desdichada prima del rey que ni siquiera se había atrevido a hacernos partícipes de su embarazo, pero las noticias corrían en la corte y no había una alma en Madrid que no lo supiese ya.
Nada más bajar de la calesa corrimos a darle la enhorabuena. Su abultado vientre ya lo hacía evidente. La tristeza de su mirada, sin embargo, frenó nuestro impulso. ¿Qué era lo que le sucedía? Pronto supimos el motivo de aquella desesperanza.
Acababa de llegar y nada más hacerlo ya estaba comenzando a despedirse. No estaría mucho tiempo, nos explicó. Prácticamente se había tenido que escapar de su casa para poder acudir a nuestro encuentro y, si rompía la promesa que le hizo a su esposo de no volvernos a ver, era sólo porque deseaba advertirnos.
A pesar de que ardíamos en deseos de saber contra qué o quién deseaba ponernos en guardia y el porqué de la premura que la urgía, conseguimos convencerla para que nos acompañase al invernadero a tomar un rápido refrigerio. Allí nos expuso que, al parecer, el príncipe de la Paz, antes de entregar el bastón de mando, estaba dedicando los últimos días de su mandato a tomar represalias contra los que él consideraba sus enemigos, y entre ellos había incluido a nuestra familia. Ella no sabía exactamente lo que había urdido, pero nos alertaba para que anduviésemos ojo avizor.
Como habitualmente solía mostrarse muy callada, se nos hizo extraño verla hablar de forma desaforada. Apenas tomaba aire para enlazar una frase con otra. Sentada frente a una mesa repleta de pasteles no había tragado uno cuando ya tenía en la mano el siguiente. Las migajas se desperdigaban por su abultado escote. Su nerviosismo era casi palpable. Al intuir nuestro pensamiento se excusó separando la bandeja de sí:
—Lo lamento, y agradezco que no me deis la enhorabuena por este más que incómodo estado, pero lo que hacía un tiempo pensé que me haría feliz no sabéis hasta que punto me altera. ¡No puedo estarme quieta! Calmo esta desesperanza devorando todo lo que a mi alcance está, y es como si mis pesares padeciesen hambre. Un voraz apetito que suele acabar en empacho —suspiró—. Hay días en que me quiero morir, y otros en que nada más pienso en cómo arrancarme a este ser de las entrañas; y es que, a pesar de ser medio mío, lo siento endemoniado.
Se pellizcó la tripa con tal rabia que Pepita la tuvo que sujetar.
—No hagas barbaridades y piensa que, si este niño sale adelante, todo habrá terminado —le aconsejó.
—Es lo que tú te crees. —Bajó la mirada—. Ese hombre no tiene límite. Primero me prometió que me dejaría en paz en cuanto le diese un descendiente. Ahora une otra condición a la anterior obligándome a jurarle que, si alguna vez le abandono, renunciaré para siempre a ver a mi propio hijo. Sólo me dejará marchar siempre que lo haga a solas. Dime: ¿cómo puede en esas condiciones una mujer desear ser madre? No quiero sufrir más. Procuro plantearme este embarazo como una enfermedad de la que sanaré dentro de unos meses. —Tras alzarse los pechos con ambas manos bajo el escote de la chemise, continuó—: Olvidarlo es lo que quiero, pero estos pechos turgentes, esta barriga exultante y las arcadas que cada mañana me provocan el vómito se obcecan en recordarme que no estoy enferma sino embarazada.
El que la Tudó estuviese esperando un hijo de su marido, casi gemelo del que ella pariría, apenas parecía importarle. Durante la media hora que duró su visita nos fue imposible retomar la conversación hacia lo que más nos interesaba. ¿Qué podría ser lo que Godoy había urdido en nuestra contra? Por mucho que lo pensase, no llegaba a imaginar de qué modo aquel mequetrefe podría hacernos daño.
Terminada la bandeja de pasteles, María Teresa se levantó, abrazó con fuerza a mi Pepita, me besó en la mejilla y subió a la carroza como alma que lleva el diablo. Ya en marcha, descorrió las cortinas para asomarse.
—¡Adiós, amigas! ¡Sólo espero que no tardemos mucho en vernos de nuevo! ¡No bajéis la guardia frente al Choricero!
No me extrañó que María Teresa se refiriera a su marido de una forma tan despectiva, dado el odio que le tenía. Muy a su pesar, aquella dulce joven maduraba presa de una amargura difícil de erradicar. Pero ¿a qué venía semejante despedida? Sus palabras parecían más un adiós casi definitivo que un «Hasta pronto», y, como ya había pasado aquella tarde de toros en la plaza de la Puerta de Alcalá, una indefinida sensación oscura y opresiva me embargó.
Esa misma tarde, al llegar a su casa, andaba tan precipitada que se resbaló y rodó escalera abajo. Abortó a las pocas horas. Dijeron que se había pisado las faldas. De un modo u otro, al final lo había conseguido. Qué idiotez si pensaba que así se deshacía de un problema. Aquello sólo daría pie al reinicio de su mayor pesadilla, porque Godoy no pararía hasta conseguir lo que anhelaba.
No pude evitar malpensar. Él, por mucho que la despreciase, nunca la habría empujado, así que ¿fue de verdad un accidente?, ¿o sería la misma María Teresa la que, en un arrebato de desesperación, se tiró? Eran preguntas que nunca tendrían una respuesta clara.
El día de San José desperté cuando los relojes daban las diez en punto. Entre toda aquella algarabía de campanas, timbres y carillones me extrañó el trino de un canario que se me antojó dentro del mismísimo cuarto. Las doncellas ya habían entornado los postigos de las ventanas para dejar que irrumpiese la claridad del día.
Poco a poco fui entornando los párpados hasta descubrir varias figuras observándome. Era mi familia al completo. Incorporándome sobre los almohadones distinguí a Pedro acompañado por nuestros hijos, que venían a felicitarme mi santo con una sorpresa.
Antes de sonar la décima campanada se separaron para dejar paso a dos porteadores. Sobre una parihuela refulgía un hermoso reloj de bronce adornado por docenas de lilas de biscuit. Ellos mejor que nadie sabían que eran mis flores preferidas. Sobre una de sus ramas estaba posado el pájaro cantor, era uno de los autómatas que tan de moda se habían puesto.
Mi marido me tomó de la mano.
—Espero que te guste, porque ya sabes lo difícil que me resulta regalarte algo que no tengas y de verdad te ilusione. —Emocionada por el detalle, le acaricié con cariño—. Es una pieza única que los hermanos Felipe y Pedro Charost han hecho exclusivamente para ti en su joyería de la calle Barquillo. Personalmente, creo que es más hermoso aún que el reloj astronómico que hicieron a su majestad.
—Un ejemplar así merece su propio tiempo. —Recostada aún en la cama, pasé delicadamente los dedos por entre los pétalos de las flores—. Pediré que lo adelanten un minuto al resto.
El cejo disconforme de Pedro me avisó de su inminente amonestación:
—¿Aunque al rey no le guste que los relojes suenen dispares?
—Su majestad puede hacer lo que quiera en su casa —sonreí—, que yo haré lo que me venga en gana en la mía.
Pedro me dedicó un reproche con la mirada. Sabía que, debido a su lealtad, no le gustaban las faltas de respeto al rey, pero no me pude contener. Los niños se fueron acercando uno a uno a felicitarme y, al llegar Pepita, nos felicitamos mutuamente. Estaba yo rebuscando en el cofrecillo que tenía sobre mi mesilla el anillo que tenía reservado para regalárselo aquel día cuando a una señal de su padre se retiró junto a sus hermanos. ¿Qué era lo que ocurría para cortar tan drásticamente aquella celebración familiar?, ¿de qué se trataba que no podía esperar ni un segundo?
—No te preocupes, Pepa, ya le darás luego tu regalo —me prometió. Y después continuó hablando—: Me hubiera gustado haberte traído el reloj después de hablar a solas contigo, pero me ha sido imposible frenar la impaciencia de nuestros hijos, llevan más de media hora esperando a que te despiertes. Sin embargo, ahora que ya te han entregado nuestro regalo, me han prometido dejarnos tranquilos.
Con lo bien que había preparado la sorpresa, ¡qué habilidad para destrozarla! Dado que no era un hombre reservado, supuse que si buscaba esa intimidad sería por algo realmente urgente, así que fui incapaz de reprenderle por no habernos dejado disfrutar del momento como a todos nos hubiese gustado. Sentándose a mi lado, me tomó de la mano con aire circunspecto:
—Hubiera preferido decírtelo en otra ocasión, pero me enteré esta madrugada. —Apartándome un mechón de pelo de la cara, ancló su mirada en la mía—. Tengo que dejarte de nuevo, el embajador en Viena se retira al no poder contener los movimientos levantiscos que quieren empujar a Austria a una alianza con nuestra enemiga Inglaterra. Godoy, antes de abandonar su cargo, ha pensado que en realidad todo este embrollo sólo se debe a la ineptitud del actual embajador, y confía plenamente en mí para que consiga lo que éste no logró.
Me sobrevino un escalofrío. Ahora ya sabía en qué consistía la amenaza de Godoy. El príncipe de la Paz se movía de forma mucho más sibilina de lo que nunca hubiese sospechado, sabía que nunca dejaríamos en paz a su mujer motu proprio y por eso hacía lo imposible por apartarnos sutilmente de su lado.
El muy marrullero utilizaba en mi contra los secretos anhelos que le confié sobre el destino que mi marido deseaba. Recordaba perfectamente que, cuando Godoy me pidió el desnudo pintado por Goya, yo a cambio le había solicitado la comisión en Francia. Ahora que nos consideraba sus enemigos, y en vista de que yo no había conseguido complacerle, nos ofrecía otro destino que, en vez de enaltecer a quien lo aceptara, lo denigraría. Aquella embajada que ofrecía a Pedro seguiría emponzoñada hasta que rompiésemos definitivamente con Francia y nos aliásemos con Inglaterra; y para eso, si es que alguna vez sucedía, faltaba mucho tiempo.
¿Cómo podría yo hacer ver a mi esposo, quien por otra parte creo que ya lo sospechaba, que ese puente de plata que le tendían no era más que un camuflado destierro y que por todos los medios tenía que intentar desentenderse de esa orden? Las ideas se agolpaban en mi mente, pero no sabía cómo expresarlas. Finalmente, las palabras salieron de mi boca casi a borbotones, llevadas por el nerviosismo que aquella noticia me había provocado:
—¿Y qué poder tiene ahora Godoy? ¿No dice todo Madrid que se le va a apartar del ministerio? Además…, ¿por qué a Viena? —pregunté—. ¿No era a París adonde te hubiese gustado marchar? Pedro, tú tienes experiencia en el campo de batalla, pero ¿qué sabes de diplomacia? No es por subestimarte, aunque…
Me interrumpió:
—Sabía que no te haría ninguna gracia quedarte de nuevo sola, por eso mismo apelo a tu comprensión. Eres una mujer inteligente y como tal eres consciente de que ésta no es una oferta fácil de desestimar. Me han elegido a mí precisamente porque los enemigos de Francia saben que años atrás yo fui uno de los españoles que dotaron y pagaron el alistamiento de seis compañías para que luchasen contra los gabachos cuando nos invadieron. Así se avendrán más fácilmente a un acercamiento para el diálogo.
—¿Eso es lo que te ha dicho Godoy? —insistí—. ¡Bien te lo ha vendido! Un embajador no es más que el informador y mediador de las querencias del gobierno de un país con otro, ¿y crees que aquí saben de verdad qué es lo que quieren? Hoy somos aliados de Francia, hace poco lo fuimos de Inglaterra… Si aceptas, no serás más que una veleta al socaire de los soplidos de quien gobierne. ¿A qué viene ahora tanta sumisión?, ¿qué se te ha perdido en Austria?
El golpe que dio sobre la mesa de mi tocador hizo temblar el espejo.
—¡Pepa, no es a Godoy, ni a Jovellanos, ni a Saavedra a quien rindo pleitesía, sino a nuestro rey!
—A nuestro triunvirato dirás, pues no es un secreto que la reina y el príncipe de la Paz condimentan y cuecen todas y cada una de las decisiones de don Carlos —suspiré—. Y perdóname por la desconfianza, pero aún no me creo que el anunciado cese de Godoy vaya a ser verdadero. Ha sido demasiado fácil quitarlo de en medio, estoy segura de que algo trama…
Dando por terminada la discusión, Pedro encaminó sus pasos hacia la puerta. Desde allí, y antes de abrirla, se volvió para decirme:
—Nunca pensé que te tomarías esto tan a la desesperada. Siempre has sido una mujer ecuánime y comprensiva, pero últimamente no sé qué te pasa. Medítalo y asimílalo lo antes posible, porque la decisión está tomada. Hoy no he venido a consultarte, sino a informarte de lo que hay.
Pedro era un hombre tranquilo por naturaleza. Siempre me había dejado hacer lo que me había venido en gana sin rechistar, hasta el límite de ser tachado de calzonazos por quienes, envidiosos de nuestra fortuna y armonía, no deseaban más que hacernos daño. Recto e íntegro como ninguno, actuaba según sus creencias sin desviarse ni un ápice de ellas por mucho que aquello le pudiese costar. En aquel mundo de venganzas y baratas voluntades, y a pesar de nuestro enfrentamiento, aquélla era una de las cualidades que más admiraba en él.
Por su tono sabía que no cabía lugar para la discusión. Lo peor era que yo no había podido decirle durante su transcurso cuál era el motivo real por el que nos querían separar de la corte: mi enemistad con Godoy, su deseo de castigarme por no cumplir lo pactado con él, así como por seguir tratando a su esposa y, según él consideraba, predisponerla en su contra. Ahora a Pedro le tentaban con un caramelo bien difícil de digerir que tendríamos que tragar quisiésemos o no, y yo no podía dejarle solo. No esta vez.
Ya fuera de mi dormitorio, se cruzaba con los niños, que esperaban afuera para entrar y saltar sobre mi cama, cuando le grité:
—¡Pedro! —Sin darse la vuelta se detuvo. Tragué saliva deseando no arrepentirme un segundo después de lo que diría—: Esta vez no irás solo, te acompañaré, y nuestros hijos también.
Retornando sobre sus pasos me besó en la frente. No podía evitar que en su rostro traslucieran la alegría y el alivio:
—Gracias —dijo emocionado—. De camino pasaremos por París, así por fin podrás comparar la ciudad que conociste antes de la Revolución francesa con la de ahora.
Sólo eran vetustas ilusiones que en nada me animaban, pero no quise defraudarle diciéndoselo. Tal y como estaban las cosas, quizá nos vendría bien a todos desaparecer por un tiempo.