IX

¡QUÉ SACRIFICIO!

¡Cómo ha de ser! El novio no es de los más apetecibles pero es rico y a costa de la libertad de una niña infeliz se compra el socorro de una familia hambrienta. Así va el mundo.

Manuscrito del Museo del Prado,

Capricho n.º 14 de Goya

2 DE Octubre de 1797

Habían pasado ocho meses desde aquella desgracia cuando Pepita me dijo que María Teresa por fin había enviado la invitación a su boda en El Escorial.

Conociéndose como se conocían ya los novios, sabíamos que de no ser por el mandato incuestionable de los reyes ella nunca hubiese aceptado. Estaba claro que, a falta de padres, necesitaría de todo nuestro apoyo en ese día, por lo que, a pesar de que no se hubiese cumplido el debido año de luto, decidimos asistir.

Por lo que sabía, la intimidad entre Cayetana y Godoy hacía meses que se había roto. Era de esperar, y bien que se lo advertí a mi prima. Manuel era un hombre tan caprichoso como olvidadizo. Una vez conseguidos sus propósitos perdía completamente el interés por ellos, y la duquesa de Alba, por lo que ahora se veía, sólo había sido uno más de ellos. Sus amores finalmente no habían resultado ser sino el fruto de un arrebato momentáneo.

Con todo, y a pesar del odio que la reina le tenía, Cayetana también había sido invitada a la boda.

No sería la única amante del novio presente en la catedral, pero al menos esperábamos que, por respeto a la novia, no hiciera acto de presencia la Tudó.

Desde el preciso momento en que los novios se prometieron y no nos quedó más remedio que aceptar que aquel incongruente matrimonio se celebraría, tanto mi hija Pepita como yo tomamos de mutuo acuerdo la decisión de prestar nuestro apoyo a la joven y futura princesa de la Paz en todos y cada uno de los seguros desencuentros que viviría pasado el «sí, quiero». Entretanto, de camino a la ceremonia en la calesa nos entretuvimos hablando de lo que comentaba media España: ¿se alcanzaría una alianza con Inglaterra, o sería con Francia? Mientras oía a Pedro disertar sobre la mejor opción posible, yo reflexionaba, y llegué a la conclusión de que, visto lo que la Revolución francesa estaba trayendo a su pueblo, era más que lógico por mi parte empezar a dudar de todas las teorías de Rousseau que había aprendido y que un tiempo atrás había seguido a pies juntillas.

Nuestros vecinos habían cortado la cabeza a un rey para instaurar una república en la que sus máximos gobernantes se erigían casi en reyes. ¿Qué diferencia había entonces entre lo que tenían antes y lo de ahora? El poder les hacía pasarse por el forro de sus casacas la igualdad, la libertad y la fraternidad por la que tanto clamaron. Además, desde hacía un tiempo los gabachos se mostraban más déspotas con nosotros que nunca, mientras que una alianza con Inglaterra terminaría con sus constantes ataques por mar.

Esa misma mañana muy temprano, varias horas antes de que tuviera que prepararme para asistir a la boda, había salido a cabalgar por la sierra de Guadarrama. Durante el paseo paré cerca de la piedra a la que todos llamaban «la Silla de Felipe II», por ser éste el lugar sobre el que el rey se sentaba para vigilar desde lontananza la construcción del monasterio, y sentí cómo la brisa fresca de las cumbres ya nevadas me acariciaba las mejillas.

Desde allí arriba, el monasterio-palacio se divisaba como el más grandioso de los que España nunca tuvo. ¡Excelsos tiempos los de su primer morador! Ya podía seguir el ejemplo de su antecesor nuestro Carlos IV, al menos a la hora de despachar con sus validos sin permitirles jamás un abuso de poder o un desmandamiento en sus resoluciones.

Sentada sobre el mullido musgo de aquel trono de granito, calculé el tiempo que le faltaría a Michelle para terminar de peinar a la reina antes de venir a mi encuentro. Galopando bajé al monasterio, dejé mi yegua en caballerizas y me encaminé a mis aposentos. Llegué justo cuando Michelle entraba en la estancia. Como siempre que traía albricias, no esperó para hacerme partícipe de las recientes confidencias que su majestad había compartido con sus damas, aunque en esa ocasión no me reveló ninguna de especial interés para mí. Por la descripción que me hizo mi peluquera del peinado y el maquillaje que había elegido María Luisa aquel día, tampoco pude adivinar su verdadero estado de ánimo, a pesar de que casar a su preferido no debía de ser un plato de buen gusto para ella.

Sólo un comentario acerca de la colocación de su lunar de quita y pon, que ordenó situar esta vez en la barbilla, me dio una pista. Conociéndola, podría haber elegido hacerlo en la mejilla, demostrando galantería; o junto al ojo, para señalar la pasión que sentía por el novio; o al lado de la nariz, incitándolo con una invitación atrevida el mismo día de su boda o subrayando la boca por simple coquetería. Pero no fue así. Era desafío, desconfianza y recelo lo que quería irradiar. Extraña elección para un día tan señalado.

Sea como fuere, al cabo de poco más de media hora pude constatar lo que Michelle me había dicho cuando, perfectamente vestida y peinada de gala, me incorporé a la fila de la comitiva que cruzaba el patio en dirección a la catedral y observé a la reina, emperifollada, altiva y, en efecto, con el lunar en la barbilla.

Ya en el templo fue la primera en avanzar por el pasillo central. Erguida, con actitud orgullosa y paso firme, tomó asiento a tan sólo tres pasos del expectante novio. Ellos dos, así como los invitados, quedaron a la espera de la entrada de la novia junto al padrino.

Éstos no tardaron mucho en hacer su aparición. Sin prodigarse demasiado, don Carlos salió, con la novia del brazo, por una de las puertas del patio. El monarca, como siempre afable, se detuvo un instante para saludar al gentío que se hacinaba junto a la verja. Desde la lejanía, el populacho no pudo distinguirlo, pero a los que allí cerca estábamos nos chocó que todo un rey ni siquiera se hubiera molestado en cambiarse de zapatos para acompañar a su prima al altar. Sus embarradas botas demostraban el poco interés que ponía en lo que estaba haciendo. Y es que, como hombre rutinario que era, aquel amanecer se había dedicado a escuchar su misa diaria para luego salir a su imperdonable partida de caza sin que, a su vuelta, hubiera podido sacar tiempo para atusarse mínimamente antes de ejercer como padrino en la boda de su valido.

Fueron pocos los que se percataron de la mirada inquisitiva que le dedicó la reina al verlo pasar de esa guisa ante ella. Aquélla era la prueba más palpable de que al rey aquel acontecimiento, como casi todo lo que pasaba a su alrededor, ni le iba ni le venía, hasta el punto de que ya éramos muchos los que pensábamos que, o era miope, o se lo hacía. ¡Podría al menos haberse puesto otra casaca más suntuosa que aquélla de burdo paño!

En contraste con su apatía, el asustado y tímido semblante de María Teresa chocaba vivamente con los despreocupados andares de quien la conducía ante su futuro esposo. Desaliñado, despeinado, con las uñas astilladas y las palmas más ásperas incluso que las de un labriego, don Carlos no parecía en absoluto ni su primo ni su padrino ni mucho menos el rey de España. Imaginé lo que aquella dulce muchacha debía de estar sintiendo cuando observé que el monarca, en un amago de delicadeza, le acariciaba el envés de la mano. Aquel gesto me escoció. Probablemente, aquel mimo le había dado la impresión a la pobre novia de que estuvieran lijándole la piel, y es que el rey era un fanático de la ebanistería y muy posiblemente dedicaba más atención y cariño a cualquier pedazo de madera de su apreciado taller que a un miembro de su familia, como era, por otra parte, la doncella que en ese instante apadrinaba. Dejando a un lado a Cristo, nunca antes conocimos a otro rey carpintero, y maldito el momento en que nos tocó en gracia. Hasta el hombre más modesto de los allí presentes hubiese cumplido como padrino de boda con más empaque que él, pero su majestad podía hacer lo que quisiera, cuando quisiera y como quisiera. ¡Solemne estupidez! ¡Si algunos incluso perseveraban en la idea de que creaba escuela! ¿Qué escuela? ¡La de los necios, la de los dejados, la de los harapientos o la de los cornu…! Preferí amordazar mi enojo y seguir observando antes de que mi enfado se evidenciara y me comprometiera de algún modo.

Al llegar al altar, don Carlos entregó la novia al novio como si de un pesado fardo se tratase. La reina, sentada a la izquierda de los contrayentes, no disimulaba su arrogancia. Nada de extrañar, ya que ella era la principal artífice de aquella pantomima. La despiadada no parecía sentir ni la más leve compasión por la novia. ¡Por un segundo podría haberse puesto en su lugar! Pero recapacité, ¿cómo se podría pretender que fuese de otra manera si en su propia boda hacía treinta y dos años también se mostró de piedra? Hice memoria y rememoré el aplomo con que aquella niña de tan sólo catorce años y fea como un demonio había avanzado hacia el altar. Su expresión, su mirada de entonces, aún me producía escalofríos.

¿Cómo era posible que hubiera una diferencia tan abismal entre aquellas dos novias, la princesa María Luisa de hacía tres décadas y la María Teresa que en ese mismo momento veía pasar ante mí? ¿Sería porque la reina tuvo la oportunidad de educarse en la frívola corte de Parma mientras la desgraciada hija del infante lo había hecho con las buenas monjas bernardas?

Pero me obligué a dejar mis elucubraciones a un lado para fijarme en el novio. Godoy, como en el reciente baile del casinillo, miraba a todas las mujeres hermosas menos a la que debía, en tanto la novia parecía una pequeña pelota de petanca a merced de los golpes que todos los que estaban a su alrededor le arreaban.

Entre las sombras, su sobrino, el príncipe de Asturias, a punto de cumplir los trece, la observaba con una mezcla de pena y enojo: tristeza por la desgraciada ventura de su suerte y cólera por tener que presenciar semejante injusticia con las manos asidas a la espalda.

El príncipe Fernando, acostumbrado como estaba a los desaires de sus propios padres, probablemente se sintiera más identificado con la novia que cualquier otro de los presentes. La aversión que su madre le había tenido desde niño seguramente fue lo que lo cinceló dotándole de un carácter tan huraño como desconfiado. Aunque él no lo sabía aún, aquéllos eran principescos defectos que los enemigos de sus padres pretendíamos usar en contra de ellos mismos. Y es que sólo había que alimentar este odio fraternal para, en cuanto la ocasión lo permitiese, lograr entronizar al joven en el lugar de sus inútiles progenitores.

Un sollozo hizo que desviara la mirada del heredero hacia la bancada situada tras él; en ella se sentaban el resto de los hermanos del príncipe. El más pequeño tenía tan sólo tres años de edad: se trataba de don Francisco de Paula, al que muchos consideraban el supuesto bastardo del novio.

Por su parte, y habiendo terminado ya su paseo hacia el altar, María Teresa buscaba los ojos de su hermano Luis María esperando hallar en ellos una mirada de consuelo. Con una mezcla de pena, compasión y vergüenza ajena, me pareció evidente que éste sólo pensaba en las grandezas que aquel matrimonio le proporcionaría y no en la desgracia de su inocente hermana.

¡Pobre muchacha que a nadie parecía importarle!

Y, menos que nadie, a su esposo. No pude evitarlo y conté con la mirada a todas las mujeres que, presentes en la ceremonia, calentaron o calentarían la cama de dicho cabestro: Cayetana en el bancal que había a mi lado, la reina en su sitial, la novia en el altar —próxima a la repugnante expectativa del lecho nupcial— y… ¡la Tudó! Todos habíamos pensado que no se atrevería a venir, pero allí estaba, agazapada en un banco de la quinta fila.

Empalidecí y, por un instante, la incredulidad, la ira y hasta la incapacidad de formular palabra y expresar mi asombro me dominaron sucesivamente. No podía dar crédito a tanto despropósito y deseé con todas mis fuerzas que aquella ceremonia de la iniquidad, esa pantomima destinada a sellar lazos políticos y económicos, terminara cuanto antes.

Parece que mis deseos se cumplieron, porque el resto de la boda se me pasó en un suspiro y, cuando ésta hubo terminado y según palabras del cardenal pudimos marchar en paz, fui testigo de cómo el príncipe del mismo nombre salió ufano del brazo de una mujer ausente, la suya. María Teresa caminaba como uno de mis autómatas, con la mirada perdida en la coloreada luz de una vidriera.

Dado que el día de la ceremonia nos fue imposible hablar tranquilamente con ella, nos obligamos a esperar una semana para mandarle a su casa un recado en el que le pedíamos una cita. Como amiga inseparable de María Teresa, se encargó mi hija Pepita de rubricar la petición.

Sin embargo, y por alguna extraña razón que no alcanzábamos a entender, el protocolo de la casa del príncipe de la Paz nos dio largas una y otra vez hasta que el tesón y la constancia consiguieron lo que empezaba a parecernos imposible: una fecha para reunirnos con ella en su propia casa.

Entretanto, yo no dejaba de sorprenderme y de preguntarme por lo que sucedía. No me explicaba cómo podía ser que fuera tan difícil visitarla. ¿Qué estaba pasando? ¿Acaso Manuel, ya casado, no consideraba interesante la amistad de Pepita con su mujer? Desde la boda parecía querer aislarla de todo y de todos.

Finalmente, ya con nuestra paciencia casi al límite, mi hija y yo llegamos a las Vistillas del Río decididas a adentrarnos en el palacio de los Ministerios cuatro meses después del enlace. Al subir la gran escalinata no pude evitar escrutar con atención el edificio y abstraerme en mis pensamientos: ¿y si en alguna de sus estancias, tras esas paredes de la residencia de Godoy, estaba colgada la gitanilla desnuda de Goya que tanto tiempo después seguía buscando y recordando?

Después de anunciarnos, mientras nos internábamos en los pasillos de la mansión, me dije que, si tenía ocasión de hablar con ella, debía preguntarle a María Teresa si había podido ver aquel cuadro. Tal vez algún día lo descubriese y, quién sabe, incluso quizá me lo enseñase. Entretanto, Pepita iba también meditabunda. Mi hija llevaba meses preocupada por cómo su amiga habría podido afrontar su noche de bodas. Lo de menos era que él fuera un hombre experimentado y ella una redomada inexperta, lo de más era cómo se habría tomado la muchacha el tener que entregarse por entero al hombre menos atrayente que conocía.

Cuando por fin la encontramos, ambas percibimos que se la veía muy desmejorada. Ni siquiera se levantó para recibirnos. Seguía, como cuando la dejamos después de la celebración de su boda, mirando a la lontananza, pero esta vez a través de la ventana. Era la melancolía personificada.

Pepita se lanzó a sus brazos.

—¿Qué tal fue nuestro invento? —le preguntó.

—De nada sirvió. —Suspirando, la princesa de la Paz bajó la mirada—. Como Cayetana predijo, acabó hecho jirones a los pies de la cama.

Incapaz de intuir a qué se referían, me interpuse entre las dos y, abrazando también a María Teresa, me interesé por saber de qué estaban hablando. Ésta, ahora también inquisitiva, se dirigió a mi hija:

—¿No se lo contaste?

—Todo menos eso —negó Pepita avergonzada—. Además, lleva tantos años casada que seguro que se lo imagina —supuso.

Fue María Teresa quien intentó entonces aclararme las cosas:

—Como no sabía qué hacer para pasar el amargo trago del débito conyugal sin padecer repulsión o vergüenza, le pedimos a mi costurera que me hiciese un camisón como los que antaño usaban las mujeres castas a la hora de holgar con sus maridos. La duquesa de Alba, al saberlo, me advirtió de que no serviría nada más que para enojar a Manuel, pero yo no quise creerla —suspiró—. Desgraciadamente atinó de lleno: aquella enagua sólo sirvió para llenarme la piel de sus arañazos cuando me la arrancó de cuajo.

Hice un esfuerzo por no reírme.

—¿Por qué no me lo dijisteis a mí?

María Teresa se encogió de hombros:

—Pepita no quería por nada del mundo involucraros en esto, y, como Cayetana sabía lo que a Manuel le gustaba, pensamos que lo mejor sería preguntarle a ella. Pero ya nada importa. Lo pasado, pasado está.

Sólo de pensar en la agresividad que Godoy debió de emplear con ella se me pusieron los pelos de punta.

—Criatura, yo también soy mujer, si me hubierais preguntado podría haberte aconsejado que recurrieras al opio, las setas o cualquier otra planta alucinógena que, inhalada o en infusión, os hiciera olvidar la realidad.

Con la mirada aún vidriosa intentó sonreír.

—¿Y eso existe? Qué más da ya. Lo importante es que gracias a este sacrificio mi hermano, el infante Luis María, ya ha sido nombrado arcediano de Talavera. Cuando logre concebir y tener un hijo me aseguraré de conseguir que, además, le asciendan a cardenal primado. Se lo debo a cambio de haberme cedido el condado de Chinchón, gracias a lo cual me he convertido en la decimoquinta titular de este nombre.

Pepita no pudo abstenerse de comentar:

—Favor por favor. Siempre lo mismo. Yo creía que eso no funcionaba entre hermanos.

Al oírla, María Teresa se enojó:

—No lo entiendes, no sólo lo han engrandecido a él. También han ordenado al obispo de Ávila rectificar nuestras partidas de bautismo en los libros parroquiales. Ahora el apellido Borbón, del que mi tío Carlos III nos despojó al nacer, antecede al de Vallabriga de mi madre. Y a ella, después de haberla tratado como a una simple mujerzuela en el reinado anterior, ahora le reconocen el tratamiento de infanta y la han condecorado junto a nosotras con la banda de la Real Orden de María Luisa. ¿Os imagináis cómo se debe de sentir?

Cuanto más intentaba disfrazar su amargura más le temblaba la voz. Tomándola de las manos la miré fijamente a los ojos.

—¿Cómo? —le pregunté con dulzura—. Decídmelo vos, María Teresa. Con ese afán por hacer el bien a todos los de vuestro entorno a base de sacrificio estáis olvidando muchas cosas. No os engañéis, vos no habíais nacido cuando vuestros padres se casaron, pero yo sí os puedo decir que sólo fue él quien renunció a todo por el amor de tu madre. Ella, en cambio, no tenía nada que perder. Para ella el destierro de vuestro padre era un paraíso. Un edén que le había caído en gracia sólo por enamorar a tu padre. Y, después de la boda, se lo agradeció menospreciándole en público. ¡Menudos calzonazos estos Borbones! ¿Cómo podéis sacrificaros por una madre que apenas luchó por teneros a su lado al quedar viuda? Vamos a ser sinceras, no es un favor por favor lo que hacéis, sino un todo por prácticamente nada.

Arrugando el ceño se echó las manos a la cara. Inmediatamente me arrepentí de la dureza inintencionada de mis palabras. Tomé una jarra de plata con aloja helada y se la tendí para que se tranquilizase.

—Perdonadme —me disculpé—. Nunca debería haberos hablado así, porque sois la última responsable de todo este desbarajuste.

Sorbiendo las lágrimas se abrazó a mí.

—Desde que he decidido restar importancia a mi honra de mujer ya no me importa cumplir como esposa. Manuel puede disponer de mi cuerpo a su antojo y quedar satisfecho. Ya sabéis que no me casé por amor. Pensándolo bien, sois muy pocas las señoras que de verdad lo habéis hecho así, y a estas alturas sería de necias quejarse por ello. Mi matrimonio, como tantos otros, desborda interés por sus cuatro costados. Ya sólo aspiro a que mi marido me guarde el respeto que por ahora se empeña en negarme. Si supierais…

Ese instante de silencio le sirvió para apretar las mandíbulas hasta rechinar los dientes antes de continuar:

—Si supierais cómo me viola cada noche. Es como un caballo desbocado. ¡Qué digo como un caballo! Las bestias, al menos, cubren a sus hembras con anhelo. Él acude a mí con desgana, me asalta prescindiendo de todo tipo de preámbulos, cumple con su propósito de procreación y desaparece —balbuceó—. En la penumbra de esta reiterante pesadilla estrujo mi impotencia con las dos manos en la seda de la funda de mi almohada. Ni siquiera me queda en el recuerdo la desdibujada huella de una miserable caricia, ni un beso ardiente en la mejilla, sólo un sucio vacío que el insomnio tarda horas en borrar. Cuando me despierto cada mañana en mi solitario lecho repaso mi cuerpo con la sensación de tener un montón de porquería adherida a la piel. A menudo descubro los cardenales que recibo de él a causa de mi rechazo.

Me hubiese gustado darle alguna solución, pero sólo pude besarle las manos con compasión. Ella las apartó delicadamente y cambió el tono de voz:

—Pero alegremos las caras, porque hoy he sabido que esto no será eterno.

Las dos la miramos sorprendidas. No tardó en explicarse.

—Al fin he conseguido que me prometa que me dejará tranquila el día que quede preñada. Si me queréis ayudar, rezad a Dios para que así sea lo antes posible. El día en que dé a luz un niño sano de un golpe satisfaré su ansia de paternidad y la deuda que mis primos, los reyes, me demandan.

Pepita, emocionada, la abrazó con fuerza.

—María Teresa, haz que esa alegría sea verdadera. Sueña con las noches tranquilas que os esperan.

—¡Bendito ese embarazo que me otorgará la libertad! —asintió enjugándose las mejillas y alzando la mirada al cielo—. ¡Y que me librará de sus puercas embestidas!

Mordiéndome la lengua salí de la estancia discretamente para dejar a las ingenuas amigas a solas. Bastante amargada andaba la pobre condesa de Chinchón como para desencantarla aún más con mis conjeturas. ¿Cómo iba a comentarle que parir una niña no le serviría de nada?, ¿o que Manuel no sólo buscaba vincular el apellido Godoy al de Borbón sino que lo que de verdad pretendía era anteponerlo por siempre al del rey y que eso sólo lo lograría teniendo un varón?, ¿o que, por muchas promesas que su marido le hubiese hecho, él era más de objetivos que de ofrecimientos, y que era tan pertinaz en sus caprichos como infiel en la palabra dada?

Andaba tan absorta en mis pensamientos que tardé en darme cuenta de que no estaba sola en el salón contiguo. Tras un caballete con un lienzo a modo de biombo reconocí los zapatos de Goya. Por el lado izquierdo, mientras él se movía ensimismado en su quehacer, asomaba de vez en cuando la paleta del maestro, que, de espaldas a la ventana, daba pasos adelante y atrás antes de dar otra pincelada a la pintura.

Su sordera debió de impedirle oír mis pasos. Dado que tampoco me veía, fui acercándome a él lentamente mientras el corazón se me aceleraba. No era para menos, si, como todos mis datos indicaban, Godoy tenía en su poder el cuadro del desnudo pintado a Cayetana. Quizá el príncipe de la Paz hubiera llamado a Goya para encargarle que pintara un rostro al retrato a fin de terminarlo y quizá estuviera yo a punto de descubrirlo. No podía contener mi curiosidad, ¿de quién sería ese rostro? En aquella habitación sólo estábamos don Francisco y yo, por lo que debía sin duda de tratarse de una dama cuyas facciones el pintor conociese de memoria. Con el corazón palpitante, a punto de salírseme del pecho, seguí acercándome dispuesta a descubrir de una vez por todas los secretos que ese dichoso desnudo encerraba; al proyectarse mi sombra sobre el lienzo, el maestro se dio cuenta de mi presencia y se volvió para mirarme. Yo, por mi parte, procuré disimular mi decepción.

—La condesa de Chinchón ni siquiera me comentó que le estabais pintando un retrato —comenté por todo saludo en referencia a la pintura que Goya tenía ante él.

—Acordamos guardar el secreto hasta que estuviese terminado —masculló, contrariado por mi interrupción—, pero supongo que a la duquesa de Osuna no hay muchas cosas que se le puedan ocultar.

Me acerqué un poco más para observarlo con atención.

—Es hermoso. Habéis logrado reflejar en su mirada toda su dulzura, su sentimiento, su melancolía, su…

Don Francisco alzó el pincel para solicitarme silencio.

—Su inocencia —concluyó.

—Sí, es el adjetivo perfecto —dije sonriendo—. Nadie como vuestra merced para pintar semblantes. ¡Qué diferente expresión a la que tiene en el retrato que le pintasteis en Arenas de San Pedro cuando apenas tenía tres años! La luminosa sierra de Gredos de fondo, el caniche a sus pies, la mirada fija en el espectador y los brazos en jarras sujetándose la mantilla a la altura de la cintura. Demostraba esa seguridad en sí misma que ahora de adulta tanto le falta. —Estudié más minuciosamente la pintura inacabada—. Hoy, en cambio, la pintáis sobre un fondo oscuro como la noche. Nadie ni nada la acompaña excepto la miniatura de un insignificante retrato de su marido en el anillo. Está sentada. Casi derrengada. Es como si hubiese cumplido mil años de mustia soledad. Sólo las espigas de su tocado pueden hacer referencia a la ansiada compañía de un hijo, a su futura fertilidad.

—Su excelencia es de las pocas que saben interpretar los símbolos.

Consciente de que al maestro le incomodaba que observase mientras trabajaba, procuré abreviar:

—Don Francisco, ya que casualmente nos hemos encontrado, debo deciros que desde hace tiempo tengo pensado que me gustaría encargaros otro retrato de la familia. ¿Cuándo podría ser? Tal vez al terminar éste…, a no ser que tengáis algo más que hacer en esta casa, claro.

Fastidiado por mi pertinaz intromisión, colocó el pincel sobre la paleta como dando por hecho que, mientras yo estuviera allí entreteniéndole, no podría pintar.

—Aquí poco trabajo queda ya —se sinceró—. Podría cumplir con vuestro encargo después de terminar el retrato que tengo que hacerle al señor de Jovellanos.

Instintivamente me llevé el dedo índice a los labios para después susurrarle al oído procurando que, a pesar de estar casi sordo, me oyera:

—No deberíais mencionar ese nombre en esta casa. ¿O es que no sabéis aún que es uno de los mayores enemigos del príncipe de la Paz por atreverse a publicar sus ineptitudes?

—Ya sabéis tanto usted como el príncipe que yo pinto a quien me lo demanda sin llegar a más. Retrataré a ese señor como y cuando se me antoje. —Y, frunciendo el ceño, tomó el pincel de nuevo y de ese modo dio por terminada nuestra conversación.

Dolida al comprobar una vez más que su carácter reservado me impediría averiguar el paradero del retrato de Cayetana, me dirigí hacia la puerta a fin de ir a buscar a Pepita y apremiarla para que nos marcháramos cuanto antes. No había alcanzado a cerrarla tras de mí cuando me topé con Godoy. Algo en su gesto, así como la inmediatez de nuestro encuentro, me hizo concebir la sospecha de que había estado escuchando tras la hoja.

—¡Qué sorpresa! —acertó a exclamar por todo saludo.

—He traído a la niña para que venga a charlar con vuestra mujer —me excusé, a sabiendas de que no éramos bienvenidas.

—A cotillear, queréis decir…

Su irónica sonrisa me preocupó.

—Fuisteis vos el que me pidió un día que la introdujésemos en la corte, sabido es que el roce hace el cariño, y ellas ahora se lo tienen. Pepita no la veía desde la boda y, si os soy sincera, la hemos encontrado bastante quebrantada. Quizá deberíais tratarla, si no con mimo, con algo más de respeto.

—Metomentodo, ¿quién os habéis creído que sois para darme este tipo de consejos? —saltó ofendido—. ¿Y por qué no ha venido sola vuestra hija? Vos no la acompañáis para ver también a María Teresa, sino para fisgar. ¿Por un casual no vendríais a buscar aquello que un día os pedí y no conseguisteis?

La certeza de su acusación podría haberme dejado sin palabras, pero, en vez de callar, opté por fingir ignorancia. ¿Cómo podía ser tan malpensado el cretino?

—¿A qué os referís?

Pero, por lo visto, no conseguí engañarle:

—¡Desistid de vuestras argucias, Pepa, porque nunca sabréis si lo tengo! A cambio de vuestro fracaso os pedí que guiaseis a mi mujer en sus primeros pasos por la corte, y en vez de eso estuvisteis emponzoñándola en mi contra; y, no contenta con ello, ahora volvéis a mi casa para proseguir con vuestro empeño. ¡Os ordeno que la dejéis en paz!

¿A qué venía ese ataque repentino?

—No me acuséis a mí de vuestros desatinos —me defendí—. ¿Dónde perdisteis vuestra galantería? ¡Es con ella con quien tenéis que derramarla en vez de con todas las rameras que se os ponen a tiro!

—¿Galantería con doña Frígida? —suspiró—. Difícil me lo ponéis si apenas consigo penetrar con la mirada en ese bosque rojizo de rizos que se peina frente a los ojos. ¡No os voy a explicar el esfuerzo que he de hacer para clavarle otras cosas! Pero qué digo. Dado que desde hoy os prohíbo verla de nuevo, eso ya no os incumbe.

—Le tenemos aprecio y no pensamos abandonarla a su suerte —contesté indignada.

—Si persistís, ateneos a las consecuencias.

—¿Otra amenaza? Hace mucho tiempo que ya no me asustáis, Manuel.

—Alejaos de María Teresa o haré lo posible por defenestraros —insistió.

—¿Vais a desterrarnos quizá? Dudo que os dé tiempo, porque muchos son ya los que sitúan a Jovellanos en vuestro lugar.

Sabía que aquello le dolería mucho más que mentarle cualquier asunto de familia, y tal vez hubiese cruzado demasiado la linde del peligro, pero no me importó. Aquel hombre necesitaba a alguien que le dijese las verdades a la cara.

—¡Ya se verá! —me contestó antes de alejarse dando un portazo.

Entré en el cuarto donde María Teresa y Pepita me aguardaban procurando por todos los medios mostrar serenidad y actuar como si nada hubiese sucedido. Al despedirme, no pude menos que desear que Godoy no tomase represalias contra ella por culpa de nuestro enfrentamiento.