Lejos de mi sacrílega osadía; bástame que con plácido semblante aceptes, diosa, a mis anhelos pía, mi ardiente oración.
Manual María de Arjona,
La diosa del bosque
Enero de 1797
El día después de Reyes, a la espera de que me trajeran el primer ramo de jacintos que habían florecido en el invernadero, me dirigí a la ermita. Arrodillada frente al altarcillo me impacienté por no poder concentrarme en mis oraciones. ¿Desde hacía cuánto nadie entraba en la ermita para limpiar? No soportaba el desorden. Los marchitos jarrones de acebo que lo adornaban habían alfombrado de hojas secas el suelo. ¿Era tal vez yo demasiado perfeccionista? No, más bien amante de la hermosura.
Preguntándome y contestándome a mí misma, me di cuenta de que posiblemente mi mal humor se debiera a mi rebeldía: me negaba a aceptar que me encaminaba de manera inevitable a la vejez, y mi inconformismo, mi reticencia a dejarme vencer por el paso del tiempo, hacía de las suyas.
—Pepa —me reconvine, aconsejándome a mí misma en un intento por calmarme—, acepta sin ofuscarte lo que no tiene solución y compensa el deterioro de tu cuerpo con la sabiduría de la experiencia.
A diario procuraba convencerme de aquella máxima, pero lo cierto era que, por mucho que la repitiese, aún no había llegado a asumirla.
—¿Decía? —La voz de Prévost, cuya presencia no había advertido, disipó aquellos pensamientos.
Levantándome del reclinatorio, me sacudí las hojas que habían quedado pendidas de mi falda y respondí:
—Nada, no decía nada, sólo hablaba conmigo misma.
Con una reverencia, se me acercó para colocar en mi regazo el gran ramo de jacintos. Al retirarse se cruzó con uno de los porteros, que, al parecer, traía un billete urgente que acababa de llegar a la garita de la entrada. Debía de ser importante, porque venía sudoroso y jadeante.
Fray Arsenio, al verle tan cansado, se le acercó para ofrecerle un vaso de agua de la fuente que manaba junto a su cueva en tanto yo, que procedía en ese momento a dividir el ramo en dos haces y a ponerlos en sendos jarrones a cada lado del altar, me disponía a tomar la nota de sus manos. Al ver en el lacre el escudo de mi familia lo rompí y, nada más desdoblar la nota, reconocí de inmediato la caligrafía. Era del secretario de mi madre.
Profundamente abatida tomé asiento. El fraile, consciente de mi pesar, no tardó en tomarme de las manos para consolarme.
—¿De qué se trata, excelencia?
—Doña María Faustina Téllez-Girón y Pérez de Guzmán se muere, y no parece querer hacerlo sin verme antes —suspiré—. Mi madre, antes de dejar este mundo, requiere mi inmediata presencia en Aranjuez.
—Apresúrese, señora —me recomendó—. Entretanto, yo rezaré por ella.
Y, dicho y hecho, arrodillándose y juntando las manos en posición orante se puso a la tarea. Sin embargo, yo me mostré incapaz de moverme y, mirando al suelo pensativa, permanecí un buen rato junto al fraile. Al darme cuenta de que éste me miraba de reojo, le confié mis secretos pensamientos:
—Como siempre, mi madre se ha mostrado cabezota hasta en sus últimos días. Hacía años que la venía advirtiendo de que dejase el servicio de la reina María Luisa. Ser dama de la reina está bien para las jóvenes nobles que vienen a vivir a la corte para encontrar junto a los reyes un buen marido si aún no están comprometidas o para conocer a todos los personajes influyentes, ya sean españoles o extranjeros, pero hacía décadas que ella tenía todo aquello. ¿Qué le podía aportar entonces el tener que satisfacer los caprichos de una reina díscola e impertinente? ¿La fidelidad a la corona? —El ermitaño, más acostumbrado a escuchar que a parlamentar, me dejó continuar—. Si al menos eso me hubiese servido para enterarme de las cosas que se fraguan en palacio y que me preocupan…, pero tampoco. Anduvimos siempre tan distanciadas que nunca me ha hecho partícipe de sus confidencias. La última vez que la vi la advertí de las consecuencias que seguir al servicio de la reina le podrían acarrear, pero no hubo manera de convencerla de que a sus setenta y dos años ya había cumplido sobradamente. «Me niego a sentarme a morir, Pepa. ¡Si pudiese cambiar este cuerpo por otro más joven, podría hacer todo lo que me falta sin dar la lata a nadie!», me dijo. Y debía de ser verdad, porque cuanto más se anquilosaban sus miembros más le hervía la mente.
El fraile me interrumpió:
—¿Necesitáis liberar vuestra conciencia? ¿Desea vuestra excelencia confesarse antes de partir?
Negué sonriendo tristemente.
—No es eso, fray Arsenio. Lo he intentado todo y tengo la conciencia muy tranquila. Lo único que siento es carecer de tiempo para enmendar las cosas. Su tozuda resistencia a aceptar lo inevitable y mis constantes reprimendas la llevaron a ocultarme sus achaques. Este invierno, al sentirlo especialmente frío, le ofrecí mudarse a casa para celebrar la Navidad, pero me rechazó únicamente porque prefería celebrar las fiestas con los reyes. Supongo que en su negativa también había un poco de apego a su propia independencia. De todos modos, ella nunca podría residir en una casa, aparte del Palacio Real, de la que no fuese su señora. No malinterprete mis palabras. No es rencor lo que siento, sino que estoy tan acostumbrada a no formar parte de sus preferencias desde niña que ya apenas me molestan sus desaires.
Dándome la absolución, el religioso se despidió como si nuestra conversación se hubiese enmarcado dentro de una confesión:
—Id en paz y procurad una reconciliación antes de que sea demasiado tarde.
Obedeciéndole, salí de la capilla. La nota no me procuraba más datos; sólo informaba de que mi madre llevaba cerca de un mes de encadenados enfriamientos que la habían ido debilitando y de que se requería mi urgente presencia.
Temiéndome lo peor, mandé aviso a mi esposo y lo dispuse todo para partir; pero, antes de espolear al caballo, ordené que fuesen desempolvando las libreas de luto por lo que pudiese ocurrir. Las horas que anduve galopando junto a Pedro me dieron mucho que pensar.
Hacía más de treinta años que habíamos enterrado a mi padre, don Francisco Alfonso Pimentel y Borja, gentilhombre de cámara de Carlos III. Desde entonces, mi madre había dedicado su vida por entero a las reinas de España, a pesar de que aquello la hubiese tenido eternamente separada de mi lado. Primero fue dama de Bárbara de Braganza, después de María Amalia de Sajonia y ahora lo era de María Luisa de Parma. Quizá por eso la reina, a pesar de tenerme atragantada, nunca quiso prescindir de sus servicios.
Aun cambiando de caballo en las diferentes paradas de postas sin dar tregua a nuestros huesos, llegamos tarde. Aquel 7 de enero había amanecido muerta en su cama. La encontré ya amortajada. Al no haber podido hablar con ella, como fray Arsenio me había aconsejado, opté por dedicarle mis pensamientos a los pies de su féretro, y he de reconocer que hacerlo me reconfortó. Tal vez fuese porque, al no existir la posibilidad de réplica, no cabía discusión por su parte ni tampoco por la mía.
Al atardecer salimos tras la carroza fúnebre de regreso a Madrid para, al día siguiente, enterrarla junto a mi padre y a mis pequeños en el panteón familiar que teníamos en San Felipe Neri.
Sólo una carta de pésame redactada de manera impersonal llegó de palacio. Los reyes ni siquiera alcanzaron a escribirla personalmente. Como siempre en esas ocasiones, sólo se limitaron a firmar lo redactado por su escribano. El tiempo en que se estampa una rúbrica es lo que la reina le dedicó a las pompas fúnebres de mi madre después de toda su vida a su servicio y al de sus antecesoras.
Aunque me dolió por ella, no me importó, porque allí estaba yo para suplir esa imperdonable falta. Así que los funerales se sucedieron hasta el día 16 de febrero, tiempo durante el cual me acogí al luto más riguroso y no recibí absolutamente a nadie. Las cortinas, nuestros vestidos y hasta las camas se tiñeron de oscuros augurios. Fueron muchos los que me criticaron por dedicar a la muerte de mi madre más de un mes de pompas fúnebres.
—Será engreída. Ni que su madre hubiese sido la propia reina —oí susurrar a dos cotillas justo después de haber pasado por segunda vez a darme su más sentido pésame. A todos aquellos hipócritas de lágrima falsa los refuté pagando otras dos mil misas por su alma.
Precisamente aquel 16 de febrero salía de San Andrés acompañada por mi marido, mi hija Pepita y su ya inseparable amiga la prometida de Godoy, cuando un gran revuelo nos alertó de que algo grave debía de estar ocurriendo.
La muchedumbre se agolpaba alrededor del hombre que leía en voz alta un pasquín. Al acercarnos supimos el motivo. Era lógico que muchos se santiguasen al conocer la catástrofe que había asolado a nuestra armada el día de San Valentín frente al cabo de San Vicente.
Aún no se sabía el alcance exacto de la desgracia, pero debía de ser grande conociendo la inclemencia con la que el almirante Jervis y el comodoro Nelson trataban a nuestros navíos desde nuestra alianza con Francia. Mi esposo no pudo evitar hacer un juicio de valores.
—Las treguas entre Inglaterra y España nunca han durado lo suficiente como para perpetuarse.
—Es difícil mantenerlas cuando sus corsarios siguen atacándonos exista o no paz.
Pedro invocó los tiempos pasados.
—Hace tan sólo dos décadas hubiésemos vengado como se merece semejante humillación, pero ahora no podremos. ¡Qué lejos quedan ya los tiempos en que el padre del rey, don Carlos III, enalteció la armada española! Si seguimos así apenas nos quedarán barcos para que los manden nuestros capitanes.
Bastante difícil es la vida a la que se enfrentan nuestros almirantes como para además pretender que se sacrifiquen sin el merecido reconocimiento y menos sueldos mientras lidian con una marinería compuesta casi en su totalidad por pillos, maleantes y petimetres que se enrolan únicamente para conmutar sus penas. ¡Ya podría el príncipe de la Paz poner remedio!
No pude evitarlo y miré a la única persona que podría sentirse aludida por el comentario. Sabía que la discreta María Teresa no diría nada a su prometido por las tristes confidencias que ésta le hacía a Pepita, y es que cuanto más íntimamente lo conocía, más lo aborrecía.
—En vez de solucionar este problema de raíz, Godoy mareará la perdiz y eludirá sus posibles responsabilidades —continuó mi esposo—. Ya veréis como, en vez de premiar la valentía de los almirantes de la escuadra, dispone un consejo de guerra para culparlos del descalabro. Tira la piedra aliándose con los franceses para después esconder la mano cuando los enemigos de éstos nos machacan.
La callada joven se limitó a subir a la carroza con la mirada gacha. Al llegar a casa intentamos enterarnos de algo más, pero las noticias eran sesgadas y tuvimos que esperar casi tres semanas a que la Gaceta de Madrid nos diera más detalles. Las cifras sobrecogían. Habíamos perdido cuatro barcos y los que consiguieron salvarse llegaron al puerto de Algeciras prácticamente destrozados. Doscientos ochenta y cuatro hombres perdieron la vida luchando por España, pero a pesar de aquella calamidad la única noticia que parecía importarle a Godoy era que el Santísima Trinidad se hubiese salvado.
El ladino hubiese querido tener más albricias para esgrimir en su defensa cuando los más osados le atacaron por su alianza con Francia, pero ni las tuvo ni las encontró. Ya nadie creía sus mentiras.