VII

El teatro es un remedio para los pueblos, porque atrae a la gente desocupada y la restituye a la sociedad animada de unos principios capaces de mejorarla. Lo que en él debería representarse son lecciones dignas de estimularlos a la virtud y de hacernos aborrecer el vicio.

Carta del duque de Fernán Núñez,

embajador de España en París

A pesar de mi desacuerdo con las argucias que Cayetana pretendía esgrimir para conseguir información, esperaba ansiosa su efectividad. Cuando aquel hermoso atardecer vislumbré desde una de las ventanas de mi palacete de El Capricho a aquellas dos figuras que se acercaban por el camino e intuí de quién se trataba, no pude sino dar gracias por la inusual veracidad de los mentideros al atribuir a Cayetana una gran pericia en las artes amatorias. ¡Cómo, si no, había conseguido tan rápido lo que pedí! Sobre todo teniendo en cuenta que Godoy estaba sobrado de mujeres dispuestas a complacerle.

Salí a la puerta y, apoyada aún en la barandilla, pedí que me trajesen los anteojos para cerciorarme. Apenas tuvo tiempo mi camarera de ajustarme las patillas a las orejas cuando ya bajaba yo corriendo la escalera. Sí, definitivamente el deseo no traicionaba mis sentidos: ¡era Ascargorta el que ahora cruzaba a caballo la plaza de los Emperadores! Consciente de su éxito, iba más erguido, si cabía, que los marmóreos bustos que le rodeaban.

Tras él, Michelle venía montada sobre un burro. Incapaz de agarrar por sí misma las riendas, una soga atada a la parte trasera de la silla de mi contable tiraba del animal y de su derrengada amazona. Ligeramente encorvada hacia delante, parecía no poder sujetar su propia y tambaleante osamenta. Llegué justo a tiempo para impedir que cayera de bruces al suelo.

No hizo falta que dijese nada. En ese abrazo de sostén, sus profundas ojeras y los cardenales de sus mejillas evidenciaron los padecimientos a los que la habían sometido. Un injusto castigo que yo trataría por todos los medios de hacerle olvidar.

Sin apenas fuerzas para vocalizar, susurró:

—¿Sabe mi señora que la muerte es sorda? De nada sirve evocarla, porque cuanto más se le suplica que te recoja más se carcajea. ¿Por qué quiso sorprender a mi Juanillo desprevenido y a mí me ignora? —Colgada prácticamente de mi cuello, ancló su vidriosa mirada en la mía—. Dichosa vida, que se aferra a una a pesar de despreciarla. ¿Por qué no me ayuda a reunirme con él? Me lo debe.

La acaricié mientras la tumbaban en una parihuela que, prestos, mis sirvientes habían acercado al paseo.

—Desvarías —le dije, con mi voz preñada de cariño—. El cansancio y el dolor nunca fueron buenos consejeros, Michelle. Descansa y deja que te curen esas heridas. Dormirás en uno de los aposentos de invitados hasta tu completo restablecimiento. Ya verás cómo dentro de un par de días lo ves todo de otro color.

Dándose la vuelta hacia el lado contrario al que yo estaba, sólo contestó:

—Lo dudo.

No quise hacer más comentarios que la obligaran a pensar en lo sufrido. Comprendí que en ese momento las llagas del rencor y la infamia supuraban en su sentir, pero sabía que sólo era cuestión de tiempo el que cicatrizaran.

Visto el maltrato al que sometían a las reclusas, decidí utilizar mi posición como presidenta de la Junta de Damas de la Sociedad Económica para hacer todo lo posible por mejorar las condiciones a que se sometían a las presas en las cárceles. Sería mi primera proposición en la próxima reunión.

En cuanto a Michelle, con el objetivo de descubrir lo que su timidez podría ocultarme mandé a mi partera a sus aposentos para que la examinara. Enorme fue mi alivio cuando ésta me aseguró que, aparte de unos cuantos moratones en la espalda y en las piernas, pocos daños más había sufrido, y que no la habían sometido a torturas más sangrientas ni tampoco la habían forzado.

Después de dos días entre pesadillas y duermevelas, al ir a visitarla acompañada por los niños, un esbozo de sonrisa se dibujó en sus labios. Pasada una semana más ya se la veía paseando por el jardín en busca de flores para secar, nidos abandonados y plumas de pavo real con los que hacer tocados.

Fue entonces cuando decidí que había llegado el momento de seguir indagando, y nada mejor para ello que celebrar aquella fiesta cultural que tantas veces me había visto obligada a posponer por un motivo u otro. Nadie podría faltar. Asistirían amigos, enemigos y anodinos en general, pues cualquiera podría serme de utilidad respecto a mis hasta la fecha infructuosas pesquisas.

El evento tenía que resultar todo un éxito, y no estaba dispuesta a escatimar en medios para lograrlo: contrataría a los mejores músicos, actores, poetas y cantantes, y ellos serían el mejor señuelo para tentar a todos los amantes del arte por un lado y de la juerga por el otro. ¿Por qué sería que quería unirlos en mi fiesta?, pensé. ¿Tal vez porque siempre me había sentido identificada con esos dos mundos por muy dispares que fuesen?, ¿o porque fuera de éstos no quedaba nadie interesante a quien citar?

Dicho y hecho. Utilizando para congregar a todos aquellos personajes ilustres la excusa del estreno del teatrillo, me puse a la tarea con mi energía habitual y, al cabo de un par de días, ya estaban redactadas las listas, escritas las invitaciones y repartidos los billetes. Sólo quedaba, pues, que el personal a mi servicio cumpliese diligentemente con su deber según sus asignaciones. No creía que fuera muy difícil lograrlo, la frecuencia con la que festejaba en mi casa los había convertido en los mejores especialistas.

Y al fin llegó el día.

Desde el palacio se adivinaban entre las copas de los árboles cientos de antorchas flameantes a ambos lados del sendero que servían para guiar a las calesas hasta la zona designada para el baile.

Tanto los miembros de mi familia como yo teníamos previsto aparecer cuando la mayoría de los invitados hubiese llegado ya. En un escondrijo entre altas lilas nos aguardaba una falúa decorada con decenas de almohadones adamascados e iluminada por varios faroles. Se trataba de una réplica perfecta, aunque más pequeña, de la que un maharajá de la India usaba para navegar por el Índico.

Cuando llegué a ella, los niños me esperaban impacientes junto a su padre. Pedro, cosa extraña, llevaba más de un mes en Madrid. Sólo eso hubiese sido motivo de alborozo, ya que sus ausencias solían ser mucho más largas que sus estancias. Me tendió la mano para subir y me así fuertemente a ella. La obligada distancia me había desacostumbrado tanto a su caricia que no quise soltarla hasta que llegamos.

El duque de Osuna, lejos de ser posesivo, siempre me había dado libertad para decidir hasta en los negocios más reservados a los hombres. Sabía que disfrutaba comprando, vendiendo y reuniéndome con los contables, y simplemente me dejaba hacer sin inmiscuirse en nada. A cambio, él se dedicaba plenamente a la guerra y a la diplomacia sin tener que desconfiar de la fidelidad de los administradores, sabedor de que yo los vigilaba estrechamente. Era la nuestra una unión dichosa y bien avenida en la que ninguno de los dos pugnaba por sobresalir o destacar más que el otro. Nos amábamos, nos complementábamos, pero, por encima de todo, nos respetábamos. Yo deseaba, más que ninguna otra cosa, que él fuera feliz, y por eso precisamente había aceptado el envite de Godoy y me desvivía intentando conseguir para él aquella tan ansiada embajada en París. Sin embargo, ahora empezaba a temer que el príncipe de la Paz, a sabiendas de nuestros mayores deseos, fuese a disfrutar precisamente truncándolos.

Pensando en aquello estaba, mientras la barca surcaba las aguas de los estanques y los ríos que los unían, cuando sentí cómo mi marido me besaba la mano. Mirándole a los ojos apreté más mi puño. Sumida siempre en las preocupaciones que yo misma me había creado, eran muy pocos los momentos en que estábamos solos, pero él me conocía bien. Sabía que eso no demostraba en absoluto que no lo tuviese permanentemente en mis pensamientos. Si no fuera precisamente porque ansiaba verle aún más engrandecido, jamás hubiese caído tan fácilmente en la trampa que Godoy me había tendido.

Avanzábamos en silencio, al son de los golpes de los remos sobre el oscuro ondear del agua estancada. Los reflejos del fuego de las candelarias bailaban cual serpientes destellantes sobre las olas del canal. Ya percibíamos la música de una docena de instrumentos musicales afinándose en la lejanía cuando Pedro me distrajo.

—¿Por qué llevas ese ejemplar del Cancionero de Juan del Encina?

Consciente de que no le hacía ninguna gracia que prestase libros a nadie, no quise engañarle:

—Me lo ha pedido Moratín. No se lo he podido negar. Lleva más de un año buscando una copia y no la ha conseguido. Me lo devolverá cuando lo termine. No te preocupes.

Como si yo fuese un obispo a quien no se debe nunca contradecir, consintió besándome el anillo de esmeraldas. Sabía que siempre que me lo ponía era porque andaba esperanzada por algo, pero no me preguntó por qué.

Tras un meandro aparecieron ante nosotros todos nuestros invitados, expectantes. Al bajar de la falúa, a los primeros que encontramos hablando en círculo fue al abate Pedro Gil, a Moratín y al marqués de Bondad Real. Estos señores en particular, a pesar de reunirse dos veces por semana para debatir sobre lo humano y lo divino en eternas tertulias, nunca terminaban de exprimir un tema de conversación.

Separadas en otro corro, las damas de la Real Sociedad rememoraban sus últimos logros benéficos entre bocado y bocado. Las más orondas no habían terminado de engullir el santí blanco cuando ya robaban a hurtadillas un pedazo de turrón de la pastelería Ceferino de las bandejas del joyero Martínez. Sin recato alguno, e ignorantes del pecado de gula, lo embutían entre sus estallantes carrillos hasta el punto de engolliparse, momento en que los mayordomos les ofrecían una copita de crema de futé para que pudieran tragarlo.

Los señores, siempre más comedidos en el yantar, se limitaban a elegir entre las mil y una bebidas. Aparte de las alojas de siempre encargué limonada de Flandes, naranjadas de Zedrato de Florencia, melé rosa de Nápoles, zumo de grosella y el que a mí más me gustaba: un refrigerio de «bobo dulce».

El director de ceremonias se las vio y se las deseó para arrancar a las señoras de las mesas de las viandas. Llevaba más de media hora sentando a cada cual en su lugar cuando me di cuenta de que ni Godoy ni Cayetana habían llegado aún. Junto al sitial vacío del príncipe de la Paz se abanicaba nerviosa María Teresa de Borbón, una muchacha dulce y apocada a la cual yo nunca habría sentado allí si no hubiese sido por una petición que me llegó directamente de palacio. La prima del rey era muy joven aún y, al saberse observada, no pudo evitar que el rubor cubriera sus mejillas. Pedí a mi hija Pepita que la entretuviese hasta que el descastado de su acompañante se dignase aparecer. Apenas hacía una semana que la joven había sido arrancada del convento toledano, en el cual había entrado al morir su padre, para traerla a la corte. Aquello daba que pensar.

Desde mi premeditada posición podía observarlos a todos sin parecer descarada. Solía interpretar el lenguaje de los gestos con bastante certeza y tenía los cinco sentidos alerta para desmenuzar cualquier movimiento, mirada, mueca o quiebro de voz que me diese una pista sobre la dichosa pintura, el asesinato o el robo. Estaba dispuesta a enterarme de si definitivamente Cayetana se habría rendido a los libidinosos deseos del príncipe de la Paz o si, simplemente, había sido capaz de conseguir la liberación de Michelle sin llegar a mayores. Y no desistiría hasta saber si, en efecto, Godoy había orquestado aquel enrevesado plan del robo y asesinato para conseguir la pintura y, de paso, incriminarme a mí en el proceso.

Lo más seguro era que Godoy, si es que poseía el retrato, como yo pensaba, y acostumbrado a no dar nada a cambio de nada, lo que ahora pretendiese fuera comparar el desnudo al natural de la modelo con el cuadro en sí. ¿En qué casa lo tendría? Por aquel entonces se estaba mudando del cuartel del Conde Duque, en la calle Leonardo, al antiguo palacio de los Grimaldi, junto a la iglesia de San Justo. Pero ¿y si lo tuviese en su casa de Aranjuez? Cayetana tendría que holgar con él en demasiados sitios para descubrirlo si es que había optado por no preguntárselo directamente. Por otro lado, ¿habría ya pedido Godoy a Goya que le pintase un rostro al desnudo de la duquesa de Alba? ¿Y habría aceptado el pintor?

Entre saludo y saludo por fin vi llegar a mi prima. Estaba deseando agradecerle la liberación de Michelle, pero ella no me lo permitió. Posándome el dedo sobre los labios me susurró:

—Fue un favor mutuo. No digas nada, no tienes que darme las gracias. —Y, alzando repentinamente el tono inicial de voz, comenzó con sus habituales aspavientos—: ¡Con razón dicen, Pepa, que su majestad la reina María Luisa no viene por miedo a que la emules!

Mi prima sabía muy bien que yo estaba más acostumbrada a recibir las gracias que a darlas, y no quiso incomodarme en público. Le seguí el juego:

—Hoy la señora nos honra enviando en su lugar al príncipe de la Paz para que la represente —respondí.

Cayetana sonrió con picardía.

—¿Querrá su excelencia que le rindamos los mismos honores que a la reina? No sé, Pepa, sea como sea, te he traído un presente… —Entusiasmada, hizo una señal a alguien que aguardaba sentado en la penumbra de su calesa, y en ese momento una mujer se irguió para hacerse ver—. Se trata de Rosario Fernández, más conocida como «la Tirana», mi actriz preferida.

Descastada donde estuviese, la susodicha me pegó un caderazo a modo de saludo en cuanto descendió del carruaje. Ante semejante desfachatez, no pude contenerme:

—Siento deciros, señora, que el programa es muy apretado —le comuniqué—. No dudo de vuestras cualidades, pero la Chulapona Sainetera ya ha cubierto el único hueco que nos quedaba libre.

Confundida, la Tirana me miró antes de contestarme con un marcado deje castizo:

Pos por eso mismo. La seora duquesa me dijo que siempre sus excelencias se pelean por todo: por los toreros, por las cantantes, por las actrices, por las modas y por un millón de cosas en las que esta menda se pierde. La gran Chulapona Sainetera es compañera mía de fatigas, y en más de una ocasión me ha quitao el pan, pero hoy tenemos hablao ofrecerles un careo a dos voces. ¡Ya verá el aire que le damos a Donde menos se piensa salta la liebre! Qué digo aire, ¡huracán!

El guiño de Cayetana me convenció.

—Puestas a interpretar una obra del maestro Iriarte, les va más Donde las dan las toman —le sugerí.

Ligeramente contrariada, se encogió de hombros:

—Si ha de ser, me la sé —afirmó lacónica.

—Corra a que la maquillen, las peinen y les presten vestidos apropiados. ¡Son las primeras en actuar! —apremié, ya sin poder ocultar la sonrisa que me provocaba su desparpajo.

Fue tan brusco el achuchón que me dedicó que casi habría preferido que me lo agradeciera con otro golpe de cadera. Con las castañuelas colgando del pulgar tocó dos ría pitas, se abrazó a su mantón y aceleró sus andares manoleteros.

Fue rápida, porque no habían pasado ni cinco minutos cuando el sonar de las trompetas solicitó silencio entre los espectadores. El tramoyista Francisco González había dibujado una calle de pueblo donde aparecía una botica. Luego supe que era Sacedón. Frente a la puerta, sentadas en sendas sillas, la Tirana hacía de Gregoria y la Chulapona de Pascuala. La primera tocaba la guitarra y la segunda hacía calceta. Las acompañaba una tercera a la que no conocía y a la que, por mantenerla ocupada, la habían puesto a hilar.

Las tres mujeres tiraron de lo más hondo de sus voces y la nueva zarzuela de Iriarte entusiasmó a todo el mundo. En las apuestas que hicieron sobre quién ganaría de las dos cantantes ganó la mía. No podía ser de otra manera, ya que yo era la anfitriona.

Después de despellejarnos las palmas aplaudiendo, le llegó el turno al casticismo más puro que nos trajo el recuerdo de don Ramón de la Cruz y que manaba de las voces de su mujer e hija. Agradecidas por los seis reales diarios con que Pedro las mantenía desde que el poeta murió, decidieron dedicarle unas estrofas que, cual fecundas semillas de polen, se esparcieron por el auditorio preñando de envidia a todos los ávidos de halagos.

Peregrino,

busco al padre de los pobres y soldados,

busco al señor más justo que imagino,

busco al ciego que tuvo el mejor tino en su gobierno;

y el de sus estados;

busco un patricio de los más honrados.

Al terminar apareció el músico más esperado, Luigi Boccherini, que traía de la mano a su más aventajada alumna, nuestra hija Pepita, que tomó asiento en la bancada frente al fortepiano. A sus trece años, vestida con gasas blancas y tocada por una corona de flores, antes de posar los dedos sobre las teclas del curioso instrumento se entretuvo acariciando los camafeos que, incrustados entre los geométricos dibujos de su marquetería, lo decoraban. Hacía tan poco que lo habíamos adquirido en Inglaterra que sería la primera vez que lo escuchábamos. Mirándole de reojo, nuestra niña esperó a que su maestro y director le diese la entrada.

Luigi indicó a Manfredi, Nardinni, Cambini y a otros dos músicos de su orquesta a los cuales pude reconocer, si bien no alcancé a recordar sus nombres, que recogieran las colas de sus elegantes casacas y tomaran asiento en círculo alrededor de mi hija; y él hizo lo mismo. Las bruñidas hebillas de sus zapatos, las calzas de rico terciopelo, las chupas de seda, las charreteras bordadas en oro y las botonaduras con nuestro escudo esmaltado convirtieron a los maestros en sus más elegantes custodios.

Los acordes que Boccherini arrancó a su violoncello abrieron el primer surco de un melódico pentagrama que los tres violines, el violón y el clavicordio terminaron de arar. Pepita los acompañaba como plantando la simiente. El juego de luces y sombras que ideó el tramoyista para este concierto hizo aún más etéreo el escenario.

Aquella noche, Luigi podría haber tomado de mi biblioteca cualquier partitura de Mozart, Haydn, las de Marmoy o las de Cimarosa para interpretarlas para nosotros, pero no lo hizo. Cuando reconocí las primeras notas de La Clementina me alegré por el sentimiento que ésta albergaba. Se trataba de una obra que había escrito a la memoria de su mujer, poco después de quedar viudo y al cuidado de seis hijos, cuando servía en Arenas de San Pedro al infante don Luis Antonio. Me fijé en que María Teresa, la hija del infante, pareció recordarla también, pues, a pesar de que seguía sin acompañante, con sus pensamientos perdidos en los recuerdos que la melodía le inspiraba, pareció olvidarse de su timidez y su soledad, y crecerse y esponjarse al abrigo de las notas. En aquel momento pensé que no había sueldo mejor pagado que los mil reales mensuales que le dábamos al compositor.

Al terminar la actuación, mi propia hija animó a todo el que quisiera a subir al escenario para bailar seguidillas, fandangos, boleras o tonadillas. Incluso llegó a dedicar una manchega al príncipe de la Paz.

Sorprendida, me volví para contemplarle; no sabía exactamente a qué hora había llegado, pero lo cierto fue que en ningún momento de la larga actuación había ocupado el sitial que le teníamos reservado. De haberlo hecho, yo podría haber observado con detenimiento sus gestos. Quizá hubiese intuido mi exacerbada curiosidad y había preferido eludirla quedándose rezagado en algún lugar del final. Tal vez lo que de verdad evitaba con toda intención era sentarse junto a su solitaria acompañante.

Y es que desde que Pepita había subido al escenario nadie en absoluto se había acercado a la joven María Teresa. Tímida como nadie, había pasado más de una hora dando palmadas al son de la música sobre el reposabrazos de su butaca, pegando pataditas al suelo o moviendo cual péndulo el bolsito de cuentas plateadas que colgaba de su muñeca, todo ello en un intento de disimular el abandono al que la estaban sometiendo.

Me vino entonces a la mente el emocionante día de su bautizo en Cadalso de los Vidrios. Sobre todo porque el nacimiento de aquella niña sellaba un amor prohibido: el de su madre y su padre, un infante que por amor había desoído todos los mandatos y amenazas de su hermano Carlos III. Por amor colgó el capelo cardenalicio y lo desterraron de la corte tras despojarlo de todos sus honores.

Todos pensamos que el escarnio con el que se le trató había sido ya suficiente, pero cuando el padre de María Teresa falleció tan sólo cinco años después de su nacimiento y los reyes ordenaron que sus tres hijos fueran arrancados del regazo de su viuda y que los llevaran, cual niños huérfanos, a diferentes conventos en Toledo, comprendimos con horror que la herida, al menos para nuestros señores, no estaba en absoluto cerrada.

A su hermano Luis María lo dejaron en el Palacio Arzobispal al cuidado del cardenal Lorenzana, en tanto que a las féminas, María Teresa y María Luisa, las llevaron a vivir al convento de San Clemente y se las dejaron en custodia a las monjas bernardas para que las educasen. Los pequeños no volvieron a ver a su madre hasta siete años después, cuando de camino a su Zaragoza natal sólo la dejaron parar una tarde en Toledo.

María Teresa tenía la tez tan blanca como las monjas que había dejado atrás, o incluso más. Me extrañó que aquella noche portase uno de los collares preferidos de la reina María Luisa, sobre todo porque no ignoraba el desprecio con el que la señora siempre había tratado a esa parte de su familia. ¿Por qué entonces le había prestado una de sus joyas? Quizá su majestad aún tuviese un lugar en su corazón para el arrepentimiento que los demás no conocíamos.

El reflejo de los brillantes proyectaba diminutos puntos de luz sobre la piel de la muchacha. Rubia, casi pelirrojilla, de ojos claros y soñadores, rezumaba dulzura. Más de uno de los veinteañeros presentes hubiesen ocupado con gusto el sitial vacío de su lado, pero el simple hecho de que fuese la hija de un infante de España los intimidaba. El protocolo les exigía ser presentados debidamente y, si a eso le uníamos los rumores que corrían acerca del porqué de su presencia, la desgana se tornaba prudencia.

¡Degenerada cobardía! Desde siempre, el hombre español se había batido en duelo por amor, pero ahora todos se amedrentaban ante un simple rumor. ¿Dónde se escondían los valientes de antaño? ¡Si de mí dependiera, mis hijos nunca serían así!

Creció mi enojo cuando distinguí la figura de Manuel acercándose al escenario desde las sombras del fondo. El canalla, al ver a María Teresa sentada sola, había preferido recular y volver sobre sus pasos para avanzar por un pasillo más alejado de ella. Aquel botarate hacía lo imposible por no pasar al lado de la prima de los reyes. Sin mirarla ni saludarla siquiera, subió la escalera del escenario para plantarse en medio de la improvisada pista de baile.

Allí estaba Cayetana bailando con Pignatelli, su amante de antaño, su hermanastro al ser hijo del segundo marido de su madre y su primo a una vez. El mismo por el que un día lidiaron la reina y ella en sus amores y del cual hacía tan poco habíamos hablado en su casa.

Ahora la duquesa de Alba era de nuevo uno de los vértices de otro triángulo amoroso, pensé, y comprendí que la historia se repetía de tal modo que daba grima.

Las dos protagonistas principales, reina y duquesa, repetían y remachaban su papel en tanto que se limitaban a sustituir al actor secundario, al hombre, aunque esta vez se trataba de Godoy, un varón con más poder que el que ostentaba el amante de hacía un tiempo y que, por tanto, siempre podría herir con más saña.

Al ponerse Godoy entre Pignatelli y Cayetana, la duquesa no dudó un segundo en cambiar de pareja. El primero cedió su lugar al príncipe de la Paz sin poder disimular su contrariedad. Mi descastada prima, tomando las manos del recién llegado entre las suyas, le reverenció sosteniéndole la mirada antes de pegar su mejilla con la de Manuel al dar el primer paso de baile.

El cosquilleo de un secreto susurro al oído y otros tantos sinuosos movimientos dieron que pensar a todos los presentes. A más de un ignorante le sorprendieron los inesperados refrotes. ¡Sobrepasaban en tanto los límites del pudor! Manuel y Cayetana, como anguilas en celo, aprovechaban cualquier cruce para entrelazarse despacio y como sin querer soltarse para continuar con el ritmo del baile en cuestión. Eran mudas insinuaciones que a nadie pasaron desapercibidas.

Inconscientemente, mis ojos se desviaron hacia donde estaba sentada la joven prima del rey. Cabizbaja y sumamente nerviosa, eludía mirar directamente a la pista y procuraba distraerse enrollándose los flecos del mantón entre los dedos hasta despelucharlos.

Sufriendo por la incómoda situación a que estaban sometiendo a la criatura, busqué amparo en mi marido. Pedro, sentado frente al piano, acompañaba a la orquesta. Esperé a que me mirase en cuanto terminó la pieza y con un simple movimiento de ojos le indiqué los dos puntos en donde debía centrarse.

Inmediatamente comprendió qué era lo que me proponía hacer y simplemente, sin más, aceptó cumplir mis deseos, aunque yo no esperaba su consentimiento ni que él llevase a cabo mi plan, sino simplemente informarle de mis intenciones, como así hice: sin dar un segundo más al despropósito, me levanté, me dirigí a donde la altanera pareja bailaba e intenté interponerme entre ellos. Cayetana me lo impidió apretando su pechera contra la de Manuel. Por no añadir leña al fuego esperé hasta que el silencio entre tonadillas los obligó a parar. Fue entonces cuando aproveché para darle un disimulado empujón y plantarme en su lugar. Orgullosa como nadie, dio un taconazo en el suelo, evitó mirarme directamente a los ojos, giró sobre sí misma y fue a sentarse lejos del escenario.

Godoy me tomó de la mano derecha y comenzó el baile sin inmutarse. Dimos dos vueltas y ya no pude reprimirme:

—¿Os entretenéis? —le pregunté mordaz.

—Ser el capricho de las dos señoras más insignes siempre divierte. —El vanidoso sonrió—. Lo único que siento es no haber podido llegar antes, pero las cosas en palacio se han complicado a última hora. Ni siquiera tuve tiempo de mandaros recado. ¡Me hubiese gustado tanto escuchar a Boccherini!

Aquel ladino sabía esquivar ataques. Preferí seguirle el juego y olvidar los sinsabores.

—¿De verdad que era a Luigi a quien deseabais ver? ¿Aun a sabiendas del enfrentamiento que ese músico tiene con la reina?

Godoy me taladró con sus inmensos ojos azules:

—Los gustos de su majestad pueden diferir de los míos sin estorbar en mi fidelidad para con la corona. Y más ahora que voy a casarme con una de las primas del rey. —Hablaba de ella como si no estuviera allí, entre nosotros.

—Se llama María Teresa, y nada me hubiera importado vuestro retraso si no fuese porque ella lleva toda la noche esperándoos.

En la media vuelta que tocaba dar aprovechó para cruzar una mirada cómplice con Cayetana. ¿Cómo podía estar hablándome de su futura mujer al mismo tiempo que flirteaba con otra?

Recuperada de nuevo su atención, quise saber más de sus futuras intenciones. Todo menos que sacase a colación lo de mi infructuosa búsqueda del cuadro.

—Me contáis que es vuestra prometida y la evitáis como a la lepra. ¿Cómo podéis demostrar tanto desprecio antes incluso de pasar por la vicaría?

—Sólo cumplo órdenes. —Encogiéndose de hombros, sonrió de nuevo—. Dentro de muy poco tiempo, María Teresa cumplirá diecisiete. Está en edad de merecer, ya que, a pesar de llevar casi doce años viviendo en un convento, la vocación no parece haberle sobrevenido. Por eso precisamente su tía, la reina María Luisa, ha pensado que su mejor destino sería matrimoniar con un alto cargo y… ¿qué pretendiente hay más idóneo que el aquí presente?

Engreído. ¿En qué beneficiaría a aquella desdichada casarse con Godoy? ¿Acaso le habrían prometido los reyes devolverle el lustre perdido? Y si fuese así, ¿cómo podía el rey Carlos ceder tan sumisamente a los caprichos de Godoy y de la reina cuando su padre se había ensañado tanto con la familia de esta infeliz en el pasado? Aquello sólo podía ser otra de sus ya famosas bajadas de calzón.

¿Qué interés podría tener aquella joven en ese enlace sino la venganza? El rey había vilipendiado de todas las maneras posibles a su padre, el infante Don Luis. Le había privado de sus títulos, desterrado de la corte e incluso prohibido que sus hijos adoptasen el apellido Borbón. Y ahora, para denigrar más a esa criatura que de nada tenía culpa, le proponía casarse con un hombre de un rango mucho menor.

¿Es que no había en toda la corte otro inocente mirlo blanco en quien ciscarse? Pensándolo bien, la verdad era que no abundaban las jóvenes de sangre real castas y vírgenes de todo el veneno que los reales trapicheos escupían. En cambio, él no era más que un advenedizo criado al calor de las monárquicas pecheras. No pude contener mi repugnancia ante semejante enlace:

—Manuel, sólo os faltaba emparentar con los reyes y de un modo u otro a punto estáis de conseguirlo. Espero y os pido que tratéis con respeto a esa joven, porque no ha de tener más malicia que la de una novata que espera para ordenarse.

Inteligente como era, cazó al vuelo mi insinuación:

—No sé a qué os referís con ese «de un modo u otro», pero lo que sí está claro es que mis hijos tendrán sangre real. Antes de eso me gustaría pediros que Pepita introdujese a María Teresa de Vallabriga y futura princesa de la Paz en todos estos círculos de amistades. Lleva demasiados años separada del mundo y creo que no hay nadie mejor que la hija de la duquesa de Osuna para guiarla. —Calló un segundo a la espera de mi aceptación. Como no llegó, la dio por concedida—. No me la podéis negar después de haber fracasado en el hallazgo de aquel que fue mi capricho.

Aquel hombre no daba puntada sin hilo.

—¿Compensaría una cosa con la otra? —alegué, incapaz de morderme la lengua—. ¿Si consigo que vuestra esposa sonría y conozca a todo el mundo, nombraréis a Pedro embajador? La verdad es que, a pesar de no tener el retrato que tanto anhelabais, no parecéis disgustado. Al contrario, se diría que disfrutáis restregándome mi fracaso, que también os perjudica, por las narices. ¿Será acaso que conseguisteis el desnudo de Goya sin mi ayuda?

Henchido como un pavo, se hizo el gallego:

—Justo castigo por vuestra ineptitud es que nunca lleguéis a saberlo. No desmentiré ni reconoceré si lo tengo o no. De todas maneras, decidme vos que creéis saberlo casi todo: ¿para qué querría una réplica en óleo de lo que ya he podido catar?

Guiñando un ojo a Cayetana, cortó por lo sano la conversación y el baile para dejarme plantada y dirigirse a donde estaba ella. La tomó de la mano y se la llevó hacia los jardines sin importarle en absoluto que los viesen.

Alguien me pisó la cola. Al darme la vuelta me topé con un tambaleante Goya que, copa en mano, trató de excusarse. En sus ojos ebrios brilló un viso de celos al mirar a la pareja que se alejaba. Sus altisonantes palabras me resultaron inconexas.

—¡Sólo yo puedo vestir a la gitanilla desnuda! —exclamó.

Dado su estado de embriaguez preferí llevarle la corriente:

—¡Vestir al desnudo como buen cristiano, sí señor! ¡Bien está cumplir con los mandamientos del Señor! —solté.

El pintor, frunciendo el ceño, se puso la mano sobre la oreja esperando haber oído mal. Al ver que yo no rectificaba, lo hizo él:

—¡Qué dice del Señor! ¡En todo caso será por los mandamientos del Choricero!

Temerosa de que Godoy le hubiese escuchado apodarle de aquella manera, me volví para averiguar dónde estaba. Afortunadamente, ya había desaparecido en compañía de Cayetana entre los setos de boj.

Obligada a ocuparme de todos mis invitados, tuve que dejar al maestro absorto en el final de aquel sendero, sin comprender entonces que aquella observación de beodo desvelaba mucho más de lo que parecía.