V

Dos duquesas se disputan

los amores de un torero,

no se llama Pepe-Hillo,

se llama Pedro Romero,

leró, leró, leró.

Cantar de ciegos que circulaba por Madrid

Rastrillaban el coso a la espera de que irrumpiese el tercer toro cuando me senté. Disimuladamente, procuré sosegar el jadeo, provocado por la precipitación con la que llegué. Desde mi palco me asomé a la barandilla para mirar a la derecha, donde estaba el de la duquesa de Alba, mi prima. Como casi siempre, aunque el palco rebosaba de sus invitados, ella no estaba. Miré hacia abajo, hacia la barrera, y la localicé de inmediato. Como era de esperar, su momentáneo capricho la había llevado a eludir las comodidades de un acogedor palco para impregnarse del polvo de la plaza y de la sangre y el sudor de los valientes diestros, tanto que, si la hubiesen dejado, con toda probabilidad hubiese saltado al ruedo. No habría sido la primera vez. Amante de las pasiones arriesgadas, no perdía una oportunidad para vivirlas intensamente.

Allí estaba, tan radiante como siempre. Bastó que un banderillero que aguardaba en el callejón me señalase mientras le susurraba algo al oído para que me saludase aventando notoriamente el abanico. Apoyada tras la barandilla, le respondí con un leve alzamiento de cabeza. Cientos de miradas en los tendidos siguieron con su movimiento la conversación que manteníamos mediante gestos. Al percatarse de ello, un coro de manoleteras comenzó a cantar con gran algazara: «Dos duquesas se disputan…».

En medio del bullicio formado por quienes coreaban la coplilla vi cómo Cayetana se levantaba. Vestida escandalosamente con los tonos carmesí y albero de los capotes, se abrió paso entre el gentío del tendido de sombra hasta los corrales traseros para tomar la escalera que subía a los palcos. Era la primera vez desde que murió su marido que se presentaba en público, y estaba claro que por nada del mundo quería pasar inadvertida. Henchida de orgullo, y alentada por el estribillo de aquella canción que no llegaba a entender, apareció a mi lado. Parecía disfrutar sabiéndose más observada que el mismo torero. Me besó en la mejilla al sentarse junto a mí.

—Te echaba de menos.

—Un imprevisto sin importancia me ha retrasado. Pero… ¿qué es lo que dice la copla? No logro oírla bien. ¿A quién se refieren con «dos duquesas»? —le pregunté haciéndome la despistada.

—Pepa, te creía más avispada —dijo riendo Cayetana—. Asegura el pueblo que las dos lidiamos por un torero.

—¿Disfrutas con ello?

—¿Por qué no he de hacerlo? —Sonrió—. ¡Alegra esa cara, que no todos los días se es protagonista de una tonadilla! Míralos, no hay nada que estimule más a los aburridos que los asuntos de cama de los demás. No querrás defraudarlos…

—Y tú tan tranquila. ¡Yo no tengo amantes! —Me indigné—. ¡Lo que propaga esa mujer no es más que una calumnia! Me quejaré al corregidor y tendrá su merecido.

La carcajada de Cayetana atrajo el descaro de los hasta entonces disimulados espectadores.

—Yo ya lo hice y de nada sirvió porque, cuando la detuvieron, la muy fresca culpó de todo a su compositor. Por lo que sé, éste ya está en la cárcel. ¿Contenta? Si quieres puedes seguir removiendo este pútrido caldito, pero por experiencia propia te diré que sólo conseguirás dar más que hablar. A mí ya sabes que no me importa estar en boca de todos, pero a ti parece superarte.

Suspiré tratando de recuperar la compostura.

—Cada vez son más los parásitos que alimentan sus vidas con escándalos ajenos. Estamos rodeadas de manoleteras, tonadilleras y lolas ansiosas por chuparnos la sangre para darse a conocer sin pensar si la patraña de su alimento puede estar envenenada.

Cayetana cerró el abanico de un golpe y alzó un poco la voz.

—¿De verdad crees que alguno de los sentados en los tendidos puede tener una vida interesante que historiar, rememorar o aderezar? Deja que se recreen. Al fin y al cabo, ¿qué daño nos pueden hacer?

Alzando la vista observé a la multitud hacinada que nos rodeaba. Parecía mentira que, a pesar de lo que le gustaba mezclarse con el pueblo, Cayetana tuviese un concepto de él tan inmisericorde y tan falto de interés. ¿Cómo explicarle que de la simpleza siempre se puede sacar alguna historia digna de rememorar y que éstas suelen ser las más interesantes por lo inesperado de su esencia? Sin embargo, y aunque no estaba de acuerdo con ella, no la contradije, sobre todo por no desviarnos del tema que nos ocupaba, el de los rumores que sobre nosotras circulaban. Mientras toro y matador ya entraban en faena, yo me preguntaba cómo era capaz de dudar del daño que nos podían hacer las mentiras que se inventaban sobre nosotras.

—¿Te parece poco vilipendiar nuestro honor? —le pregunté—. Y sin embargo no los culpo a ellos, a quienes los propagan, sino a los que, haciendo buen fuego de ello, inician los rumores. Estoy harta de que me atribuyan amantes. Primero tu padrastro y mi tío, el duque de los Arcos; luego el marqués de Bondad Real, Manuel de la Peña, nuestro amigo; ¡y ahora Romero!

Pegándome un codazo, Cayetana adoptó un tono propio de quien va a hacer una confidencia:

—¿Y cómo sabes a quién se refiere la copla si dices que no la has escuchado toda? No recuerdo haberte dicho aún el nombre del hombre por quien supuestamente nos peleamos… A ver si ahora va a resultar que no andas tan sorda de los mentideros como pretendes aparentar.

Incómoda por que me hubiera descubierto tan fácilmente, intenté enmendarlo calzándome los binoculares para fijar la vista en el coso.

—No necesitaba que me lo dijeras —me justifiqué—, porque la letra de la canción que todos entonan lo deja claro. Además, ¿no es el que ahora torea? Todos saben que es mi preferido por haber fundado la plaza de toros de Ronda. Al igual que no ignoran que el tuyo es Costillares, no sé aún por qué.

—Por su estocada a volapié —me espetó indignada—. Por la manera de lucir el calzón de seda, por su fajín de colores, por haber instituido el oro para los bordados de las chaquetillas de los maestros y la plata para los subalternos. Por ser sevillano y por…

—Queda clara tu devoción por el matador —la interrumpí—, pero hoy no me siento con ganas de empezar otra discusión interminable. Bastante tenemos con los típicos abucheos y vítores con que los costillaristas y romeristas animan la plaza.

Disgustada por mi pésimo sentido del humor, mi prima se dispuso a abandonar su lugar junto a mí. La sujeté del brazo para impedírselo. En su palco aguardaban su regreso una decena de invitados entre los cuales pude distinguir claramente a Goya y a su hijo.

—Antes de marcharte dime algo. —Intrigada por mi inquietud, tomó asiento de nuevo—. ¿Llegó Goya a enviarte el retrato que esperabas?

Decepcionada por lo poco interesante que le pareció mi pregunta, Cayetana hizo ademán de levantarse:

—Aún no, pero si me lo permites, ahora mismo se lo voy a recordar.

—¡Espera!

—Mira, Pepa, he venido aquí a divertirme —dijo enfadada, ya de pie—. ¿Acaso has olvidado lo aburridas que estábamos cuando el padre del rey prohibió las corridas? Fueron quince años de suspensión de los que estoy dispuesta a resarcirme, más ahora que se rumorea que Godoy quiere volver a prohibirlas. No sería de extrañar, porque hoy ni siquiera ha venido. —Miré hacia la presidencia y vi que, en efecto, el palco estaba vacío—. Si a ti no te interesa la tauromaquia, libre eres de hacer lo que te plazca, pero déjanos a los demás disfrutar mientras podamos. Si te soy sincera, Pepa, no sé qué diantre te ocurre. Preocupada por tantas cosas que no te atañen se te está agriando el carácter. ¡A todo le das tantas vueltas! Ten cuidado con tanto pensar, que lo mismo se te derrite la sesera y no quiero que me contagies.

Ya no la escuchaba, mi mente se había puesto a bullir a toda velocidad. ¿Por qué el príncipe de la Paz habría faltado a una de las mejores corridas de la temporada? Como fuera que Cayetana aguardaba una respuesta, le contesté con una verdad a medias, ya que no quería desvelarle aún lo que en realidad ocupaba mis pensamientos:

—Te he preguntado lo del cuadro porque han matado al mandadero de Goya. Creo que han robado tu desnudo y, por si fuera poco, esta misma tarde un ladrón ha entrado por la ventana de mi gabinete en busca de algo que intuyo relacionado con el asesinato del mandadero. A estas horas es posible que el maestro ya lo sepa, pero tal vez no te lo haya querido decir para no preocuparte.

Supe que por fin había conseguido captar su atención cuando vi que meditaba sobre lo que acababa de decirle y, seria, me respondía:

—Don Francisco nunca falta cuando le invito a mi palco. Le insté a que esta tarde viniese con toda su familia, pero a su mujer, Josefa Bayeu, no la saca de casa ni con agua hirviendo. Me aseguró que llegaría muy pronto a la plaza, pues no deseaba perder ni un detalle de esta corrida. Como sabes, le fascina tomar apuntes y dibujar del natural las escenas taurinas, y dado que hoy se citan aquí tres matadores únicos estaba ansioso por presenciar el espectáculo. Es muy probable que no sepa lo sucedido con su mandadero, prima; si no, no estaría tan sereno, ¿no crees?

Las dos volvimos a un tiempo nuestras cabezas para observarle: Goya pintaba bocetos a una velocidad vertiginosa y, una vez trazados, se los pasaba a su hijo Javier, un joven de unos doce años que, embelesado por el arte de su padre, guardaba cada uno de los papeles en una carpeta con el mismo cuidado con que un naturalista pincha sus mariposas en los tableros. Cayetana me preguntó:

—¿Cómo puedes sospechar nada de Goya? No puedo creer que dudes de él después de la estrecha relación que le une contigo y con tu marido. Además, si hubiese querido deshacerse del cuadro, cosa que dudo por la pasión que le vi poner en él, le hubiese bastado con quemarlo; no necesita organizar un robo de su propio estudio.

Mirando a derecha e izquierda temí que alguien pudiese haberla oído. Recién terminada la faena de Pedro Romero, la ovación de la plaza silenció cualquier comentario entre nosotras hasta que, después de ordenar mis pensamientos, pude responder:

—Seguramente tienes razón, prima —admití—, pero debes comprenderme, yo no he visto esa pintura y no alcanzo a entender cómo puede suscitar tantas pasiones. ¿Qué es lo que oculta? ¿Qué puso el maestro en ella para que ahora estén muriendo hombres por su causa?

El pintor seguía garabateando, absorto en su trabajo, mientras cientos de pañoletas de vivos colores, incluida la de Cayetana, rogaban el merecido premio para el diestro, que obtendría finalmente un triunfal paseíllo regado de flores y piropos.

El séptimo de la tarde dio paso a Pepe-Hillo, y es que en el cartel de ese día no podía faltar el mejor alumno de Costillares. A pesar de ser fiel seguidora de Romero, yo admiraba a Pepe-Hillo, pues, además de sus muchas hazañas taurinas, el diestro acababa de publicar un soberbio tratado de tauromaquia, y sólo por aquello se diferenciaba en mucho de sus congéneres, ya que no era usual casar a los toreros con las letras. Sin embargo, esa admiración mía era algo que nunca le reconocería abiertamente a Cayetana, sobre todo porque me seguía divirtiendo mantener ciertas diferencias con ella.

El diestro ya impartía su arte sobre el albero. Un pase, dos y, sin poder evitarlo, desvié de nuevo la mirada hacia Goya: el maestro clavaba su mirada ahora en el coso, ahora en el papel, en tanto mil ideas contradictorias bullían en mi cabeza.

¿Y si Goya en efecto nos estuviera engañando? Quizá por eso no le había comentado a Cayetana lo de la muerte de su mandadero ni tampoco se le notaba afligido. ¿Y si temiera una persecución del Santo Oficio que le hubiera hecho arrepentirse de aquel cuadro en especial? De todos era sabido que la Inquisición acostumbraba a perseguir con fiereza a los autores de pinturas en las que aparecieran desnudos si la obra no justificaba esta situación de sus personajes por incluirse en una temática pía o mitológica. El retrato de Cayetana, según todo indicaba, mostraría un desnudo femenino gratuito y abiertamente erótico… ¿Sería tanta la amenaza como para que el artista, temeroso por su integridad, no dudara en asesinar tan vilmente a un sirviente? Pero no, era imposible, Goya era franco y directo, terco, serio, recto dentro de su particular sistema de valores… No, era incapaz de algo así. Quizá no fuera el miedo a la Inquisición lo que lo moviera, sino alguien mucho más temible, como Godoy, que lo estuviese presionando de otra manera más cruel. Todos tenemos secretos inconfesables, y corría el rumor de que el preferido de los reyes tenía comprados ojos y oídos hasta debajo de las piedras. Seguro que Goya también guardaba secretos, y no sería difícil chantajearle con hacerlos públicos a cambio de…

Pero cómo podía pensar aquello, me reproché a mí misma, Cayetana tenía razón. Lo conocía desde hacía muchos años, podía resultar a veces antipático, pero esto se debía nada más que al aislamiento al que la sordera lo tenía sometido. No era mala persona. ¿Cómo iba don Francisco de Goya a ordenar el asesinato de su soguilla?

Sacudí la cabeza procurando despejar esos oscuros pensamientos de mi mente cuando Goya detuvo el trazo para fruncir el ceño con una mueca de espanto. Las uñas de Cayetana, cual salvaje garra, se me clavaron en el antebrazo, y todos a una gritamos.

En el centro del coso aquel toro había hecho el amago de empitonar a Pepe-Hillo. Lo había zarandeado y volteado de tal modo que, más que un hombre, parecía un inerte muñeco de trapo al compás del meneo de las embestidas de la bestia.

No habían llegado los de su cuadrilla aún a socorrerle cuando salió disparado como un proyectil para caer boca arriba; entonces, todos pudimos comprobar que aquel horrible incidente no había sido más que un susto. El matador estaba aturdido y malherido a causa de los golpes, pero los pitones del animal no habían llegado a causar, por fortuna, más que un enganchón en sus ropas de torear y unos leves rasguños. Un suspiro de alivio recorrió las gradas. Sin embargo, y como ya había hecho más de una vez en otras ocasiones, por prudencia pedí a dos de mis zaguanetes que bajasen inmediatamente para traer a mi palco al diestro a fin de poder hacerle allí con tranquilidad las curas que fueran necesarias, pues el herido, en el lugar que justo en ese momento yo ocupaba, podría sin duda serenarse y respirar sin que la multitud lo acosara. Antes incluso de que llegara el diestro, un cirujano se acercó al palco para asistirle en la cura, ya que la gravedad de la cogida no parecía hacer necesaria la presencia de un cura, que sí hubiera sido preciso para darle la extremaunción. Cayetana, viendo que mis hombres se acercaban con él en volandas, se despidió apresuradamente, sin querer mirar de frente al dolor y huyendo de él.

—Dejo mi lugar libre. Adiós, Pepa.

Sentí tener que aplazar nuestra conversación, pero los acontecimientos no nos permitían en ese momento prestar atención más que al herido y sus cuidados.

—¿Te veré mañana? —le pregunté.

Me miró desconcertada. Al día siguiente, la reina celebraba la imposición de las bandas moradas y blancas de su Real Orden de María Luisa en la convocatoria de su capítulo e investidura. Era la primera orden nobiliaria que reconocía a las mujeres por su calidad, pero comprendí que ella no debía de haber sido agraciada aún. No era extraño, ya que la reina la detestaba, y más ahora que su joven valido parecía demostrar su admiración por ella sin recato alguno. No quise ahondar más en la llaga. Viendo los acontecimientos que aquella tarde habían tenido lugar en la arena, opté por ceder mi lugar a las personas más cercanas y queridas del torero, pues comprendí que, aunque su daño no era grave, querría tenerlos cerca mientras el cirujano le aplicaba sus cuidados. La seguí.

—Yo también me voy, prima, aquí sólo estorbaría. Dentro de quince días he preparado una actuación en El Capricho que te gustará.

Medio ocultando su rostro con el encaje de la mantilla, ella me miró a través:

—No esperemos tanto, Pepa. Hace tiempo que pienso en encargarme un sombrero al uso francés. Ya sabes que no soy muy de ese estilo, pero por una vez quiero probar. Sólo tu Michelle es capaz de crear un tocado único, castizo y casto. Si me la dejas para un encargo, te diré algo más sobre ese desnudo que tanta curiosidad te causa.

La conversación se vio truncada por la irrupción de la cuadrilla. Cayetana se alejó cabizbaja con ese bamboleo tan suyo de caderas. Ese que, a pesar de la solemnidad del momento, hacía resoplar a los hombres.

Por mi parte, abandoné la plaza con la tranquilidad de saber que la vida de Pepe-Hillo, pese a lo aparatoso del revolcón, no corría peligro. Y, sin embargo, cuando llegué junto a mi coche una extraña opresión agobiaba mi pecho casi sin dejarme respirar, como si un mal presentimiento se hubiera adueñado de mi instinto.

Me senté con una expresión sombría, di la orden de partir y me alegré, sin alcanzar a entender el motivo, de poder alejarme de allí. Poco podía imaginar que en aquel mismo lugar, sólo que cinco años después, el magnífico matador Pepe-Hillo moriría una tarde de mayo empitonado por el último toro de la tarde, también un Peñaranda de Bracamonte, y que tanto Goya como la reina, Cayetana y yo volveríamos a coincidir en la plaza y seríamos testigos de dicha cogida. Cuando todo sucedió, tiempo después, no pude evitar reparar en el paralelismo de esas dos tardes de toros; pensé, también, que los malos presentimientos que me asaltaron en la primera no habían sido sino un anticipo de las desdichas que tanto a mí como al malogrado torero, e incluso a Cayetana, nos acecharían después.

Pero entonces, aquella tarde de 1796, embebida como estaba en mis pensamientos y suposiciones sobre el retrato desaparecido, el enigmático silencio de Goya y la promesa de Cayetana de hablarme más de la obra, no supe interpretar los malos designios. Con el traqueteo del coche, la criatura de mis entrañas se movió y recuerdo que sus pataditas me entretuvieron por el camino y me hicieron sonreír. Pero, al llegar a casa, comprobé que dos guardias de corps flanqueaban la puerta y mi ánimo, de nuevo, se ensombreció.

Si hacía un rato me preguntaba dónde estaría Godoy, ahora daba con uno de sus carros de presidiarios, que esperaba, vacío, a la puerta de mi casa. Dos de sus perros guardianes cortaron el paso a mi calesa. Indignada, abrí de par en par los cortinajes.

—¿Quién osa impedirme la entrada a mi propia casa? —pregunté airada.

No se excusaron. Al reconocerme, retiraron con desgana sus armas para dejarme paso franco. ¿Qué ocurría? Una vez dentro me extrañó que nadie estuviese en el piso de abajo. Subí corriendo hasta las buhardillas, a pesar de que jamás había estado en los dormitorios de la servidumbre.

Allí, pegados a la pared de un largo y oscuro pasillo, aguardaban firmes todos y cada uno de sus moradores frente a sus respectivos dormitorios. Por el aspecto asustadizo de éstos intuí que el allanamiento debía de haber comenzado hacía un buen rato.

Doncellas y cocineras temblorosas guardaban en un protector abrazo sobre sus pechos aquellas pertenencias que habían logrado salvar del inesperado registro. El sonido de mis pasos resonó sobre las tablas del suelo. Me detuve un segundo al oír un grito conocido.

—¡Eso no! Pero ¿qué es lo que buscan?

El estruendo de mil cristales rotos en uno de los últimos cuartos evidenciaba el destrozo que estaban haciendo. La voz era la de Michelle. Allí, en la penumbra, sólo su puerta entreabierta filtraba la luz. Las siluetas de los invasores, tan similares a las sombras chinescas de pavorosos perfiles que se representaban tras las sábanas de los teatros, se recortaban contra el suelo. Aceleré y, al llegar al umbral de aquella estancia, me encontré con un espectáculo sobrecogedor.

Dos guardias de Godoy tenían agarrada a Michelle por los antebrazos, mientras otros tantos registraban sus cajones, cama, armario y tocador. Plumas, puntillas, lazos, hebillas, botones y otros mil abalorios rodaban por el suelo a cada patada de los expoliadores.

A pesar del destrozo se adivinaba que Michelle, con ese arte innato que la caracterizaba, había logrado hacer de una estancia humilde la más acogedora. Pero ahora las cortinas y las cajas con la materia prima para su oficio, las sábanas y la colcha se veían desgarradas, rotas y pisoteadas sobre el suelo. Me enfurecí. A punto estaba de quejarme por el atropello cuando un hombre asomado de medio cuerpo bajo el catre gritó eufórico.

—¡Aquí está! ¡Lo he encontrado!

Al ver lo que sacaba, todos enmudecimos. ¡Era un grueso cilindro de cartón idéntico al que llevaba el canalla que aquella misma tarde había conseguido huir bajo mi balcón! Pero ¿cómo había llegado allí aquel paquete de casi un metro de largo?

Michelle pareció leerme los pensamientos. Por un segundo la miré solicitándole una explicación, y su expresión me lo dijo todo; una mezcla de desesperanza, confusión e impotencia se dibujaba en su rostro. Supe que aquello no podía ser otra cosa que una trampa urdida contra ella y, también, contra mí.

—¡Le juro, señor, que eso no es mío! —exclamé desesperada dirigiéndome al oficial—. ¡Eso pertenece a un maleante que no sé identificar, y no sé cómo ha llegado hasta aquí!

Michelle, por su parte, se revolvió enloquecida y comenzó también a chillar y a pedir clemencia. Los hombres que la mantenían presa la amordazaron y le pegaron un empujón.

—¡Calla, bruja! —le gritaron.

—Y usted, señora —me dijo el que a todas luces era el jefe—, debe refrenar su lengua. ¡Ese al que llama maleante era uno de los nuestros! ¡Y le mataron aquí esta tarde!

Lágrimas de desesperación brillaron en los ojos de la francesa e hicieron que se me subiera a la cabeza toda la ira que llevaba acumulando desde el principio de aquella tarde de locura. Encarándome con quien acababa de hablarme, no dudé en demostrar mi enojo.

—¡Esa muerte fue en legítima defensa! Esa mujer me salvó la vida y, además, quien portaba el cilindro era un segundo maleante. ¿Dónde está su señor? ¡Dígale que venga y enmendaremos el entuerto! A tiempo estamos de no generar males mayores. ¡Lo que dice es cierto y puedo atestiguarlo!

El de mayor graduación se carcajeó:

—Sólo sé que mi señor nos mandó cumplir con lo que su excelencia no supo. ¿El qué? Vaya usted a saber. Yo sólo cumplo órdenes del príncipe de la Paz, y entre ellas está la de detener a esta mujer.

—¡Suéltela, es inocente! —grité, pegando un empujón al guardia que se la llevaba.

—Eso, señora, vaya a atestiguarlo a galeras, que es adonde la llevo.

Parecía tan seguro de sí mismo que no pude evitar preguntarle:

—¿De verdad os manda Godoy?

Sin contestar a mi pregunta, se abrió paso.

—Apártese, señora, y no defienda a una ladrona y asesina que mal parada saldrá.

—Pues ¿qué es lo que tiene ese endemoniado paquete? —dije intentando sonsacarle información—. Sea lo que sea, si es mío no me lo ha robado.

—Hágame caso y deje de decir esas cosas, porque esto es robado y le aseguro que no es suyo. —Su impertinencia se acentuó.

—¿Y cómo lo sabe si ni siquiera lo ha abierto? —No pude contenerme.

Deteniéndose de golpe, sólo me dedicó una mirada de odio por respuesta. Desesperada, le espeté:

—¿Cómo está tan seguro de que no fue otra persona la que ha puesto ese objeto en su cuarto para incriminar a esta muchacha? ¡Pregunte a los presentes si alguien la vio acarreando ese misterioso fardo! ¡Por su tamaño y peso no le sería fácil trasegar con él y pasar desapercibida! ¡Pagará por su equivocación!

El escaso temor que mostró ante mis amenazas era la prueba más evidente de que alguien de mucha valía lo protegía.

Michelle, rendida a su destino, se dejaba llevar escalera abajo sin oponer resistencia. Sólo cuando la introdujeron en la carreta enrejada se sentó sobre la paja y me miró suplicante. Consciente de que en ese momento no podía hacer más, le grité:

—Niña, esto es un error que voy a aclarar. ¡Te sacaré cuanto antes!

Agarrada a los barrotes de la portezuela trasera, ella lloraba con la mirada ausente. Recordé entonces el terror que le producía rememorar lo que le aconteció en París durante la Revolución francesa.