La memoria no es un instrumento del hombre, un siervo amable, un eficiente valet; más bien, parece que el hombre fuera un lacayo de su memoria. Porque el hombre languidece, se distrae, se corrompe, pero su memoria permanece firme, a pie de obra, insobornable; de manera que mientras el hombre tropieza, o se enfría, o pierde sus dientes, o levanta murallas, o se disfraza, o devora a sus semejantes, ella permanece alerta, chupándolo todo, guardándolo todo, clasificándolo todo: cavando, cavando, cavando.
Por ello, mientras acudía al cine a disfrutar con las sesiones dobles de películas de la Ealing o leía ensayos sobre el fatuo aunque fascinante Oliver Cromwell, mientras merodeaba entre las tumbas del cementerio de Highgate en busca de algún apellido ilustre o por las noches cepillaba el cabello de Ermelinde ante un espejo comprado en los abigarrados mercadillos de Portobello, Kurt pudo olvidar lo que su memoria jamás se permitió arrojar al desagüe del tiempo en fuga: la evidencia de un país llamado Alemania.
En la primera fotografía lo que más impresionaba al espectador era la extraordinaria ligereza y, a la vez, la tempestuosa fuerza de las manos del Führer. Envolviendo al orador en un gesto no muy distinto al de un director de orquesta, las manos poseían vida propia, eran poderosas como remos o como arietes, aunque a la vez gozaban de la plasticidad de un derviche giróvago que abrazara las escalas del aire. El fotógrafo había recogido en ellas todo el arrebato oscuro, todo el sol negro; toda la fascinante osadía que irradiaba Hitler en su época de esplendor físico. Detrás del orador, desvaídos y en realidad contingentes, puros fantasmas, un grupo de niños miraba al frente en la misma dirección que su conductor, quién sabe si a otro grupo de oyentes o a las abstractas figuras (Imperio, Destino, Historia) que la voz del líder estaría convocando en aquel preciso instante. En la parte inferior derecha de la fotografía, Kurt pudo leer en una letra muy trabajada, evidentemente femenina, las palabras NÜRNBERG, APRIL, 1936.
La segunda fotografía estaba tomada ante las vías de un tren, en lo que parecía algún desolado paisaje de Europa central. Un vagón ennegrecido seguramente a causa de un reciente incendio y una nieve ya sucia, deshecha en largos surcos mancillados por cientos de botas y huellas de neumáticos, servían de marco a un fornido Rottenführer, que sujetaba a dos enormes pastores alemanes, y a un hombre vestido con un grueso abrigo de pelo de camello, que señalaba con su brazo derecho extendido algo que quedaba fuera del campo de visión de la cámara. Ambos hombres reían con franqueza, el tronco del Rottenführer un poco echado hacia atrás, realizando un notable esfuerzo para no dejar escapar a los perros, que empujaban desesperadamente en la dirección que indicaba el brazo del civil. Kurt buscó una fecha en la fotografía, pero no pudo encontrarla. Las caras de ambos hombres le resultaron desconocidas. Sin embargo, supo que por nada del mundo habría querido ver qué era aquello que provocaba sus risas y hacía que los perros quisieran salir disparados como flechas en pos de una diana más o menos lejana. Kurt se fijó con atención en los feroces animales. Los dos tenían las fauces abiertas. El fotógrafo los había condenado a vivir en mitad de un ladrido por toda la eternidad. El hueco negro que Kurt halló contenido en ese bostezo de muerte le hizo comprender dónde estaba y en qué clase de infierno pudo haber sido tomada aquella instantánea.
Y sin embargo no se volvió.
No. No regresó con urgencia sobre sus pasos, no bajó las escaleras de dos en dos, no exigió al enano del guardapolvos que le devolviera su Chateaubriand y no salió envalentonado al pacífico Londres de posguerra a buscar una botella de vino con la que emborracharse esa misma noche junto a la futura madre de su hijo.
¿Por qué? Quizá porque en ese instante, al apartar la vista de la segunda fotografía, cristalina, pura como plata y nacida de algún pozo de desdicha, a sus oídos llegó una voz procedente de la habitación donde hasta ese momento alguien había estado interpretando una sonata de Beethoven al piano.
Y sin duda porque, con esa especie de lucidez que provoca el espanto, Kurt supo que esa voz, que jamás había escuchado con anterioridad y que penetró en sus oídos con la ferocidad del plomo derretido y con la audacia de la juventud eterna, pertenecía a la dueña del caniche.