XXIII

Como entre las tumbas de Highgate, en el número 11 de Benham & Reeves Street el tiempo parecía haberse detenido. Sólo que en vez del fulgor sostenido del pórfido o la desesperación un tanto mórbida de una Verónica piangente mostrando el sudor de su paño, el tiempo había preferido adoptar aquí la noble forma de una estampa victoriana.

Tal era la sensación de haberse hurtado a la febril actividad del feroz siglo XX, que tras la fachada del número 11 de Benham & Reeves Street uno esperaba encontrarse de un momento a otro con el espíritu reencarnado de George Eliot evaluando carruajes, indumentarias y titulares de prensa con esa exquisita frialdad adquirida en salones de té y charlas peripatéticas en torno a una exhibición de rosas de Portland, una frialdad que interroga al mundo y sus motivos bajo capas de miriñaques y lecturas no del todo inocentes de las Escrituras.

Al penetrar de forma inesperada en la casa —una exquisita estructura exenta de estuco blanco y ventanas saledizas en cuya puerta un león de bronce miraba al visitante desde una aldaba pesada como una bala de cañón—, los tres hombres del cementerio de Highgate abandonaron a Kurt al borde de un abismo: el de la duda.

Parado frente al umbral del 11 de Benham & Reeves Street, al antiguo sastre de Bielefeld le asaltaron imágenes de estrictos oficiales de bigote encerado cargando sobre pavorosas masas de zulúes, pero también cuadros de tertulias en torno a un fuego en los que se hablaba de las fuentes secretas del Nilo, la última novela de Charles Dickens o la irritante belicosidad de los turcos al otro lado del Bósforo.

El león, que sonreía de forma casi imperceptible, menos solemne que irónico, heredero de la vieja y mayestática Esfinge, parecía demandar de Kurt una respuesta urgente. Allí, en pie, mojándose con terquedad, el falso Jean-Jacques Lasalle buscó en los ojos del inanimado guardián cierta voluntad cómplice. Y aunque probablemente no la halló, en cualquier caso —y esto era algo que no dejaba de confundirle— ya había reparado desde el primer momento en que la puerta del número 11 de Benham & Reeves Street estaba entreabierta. Ligeramente entreabierta. Lo justo para que él pudiera entrar en la casa sin llamar. Lo justo para que él pudiera participar de lo que allí dentro le aguardaba: comedia, tragedia o una mezcla de ambas.

De modo que miró a un lado y a otro, como había hecho un rato antes en la salida de la puerta este de Highgate, y junto a una frutería, suerte de fata morgana inefable, como una emanación de su propio deseo, de nuevo descubrió el coche negro y al hombre de la gorra de plato y el uniforme color ceniza fumando bajo la lluvia, esta vez protegido bajo el paraguas. A sus pies, tumbado sobre un cojín malva, el caniche mordía lo que parecía un hueso de plástico.

Si alguien, un instante después de empujar la puerta y penetrar en el número 11 de Benham & Reeves Street, le hubiera preguntado qué le impulsó a dar el paso decisivo, Kurt habría respondido que el chófer, mientras propinaba un pequeño y cruel puntapié en las costillas al perro, le había sonreído vagamente al tiempo que con la mano que sostenía el cigarrillo le hacía un gesto inequívoco.

Un gesto que Kurt tradujo como: «Vamos, amigo, a qué espera. Entre de una vez».