Nadie, ni siquiera el filósofo más sutil, ha podido hallar un sentido preciso a ese absurdo que es la voluntad humana.
No es fácil determinar qué anzuelo invisible mordió Kurt aquel día para seguir a los tres hombres; si fue la palabra Schneider o el extraño aspecto del grupo o la aparición de la hermosa mujer o, en definitiva, la suma de todos esos factores lo que propició que, a los pocos minutos de recibir la noticia de su futura paternidad, saliese tras unos desconocidos a recorrer las calles de Londres.
Si pudiésemos admirar el dibujo de los pasos de un hombre sobre un tapiz en que sus huellas quedaran impresas como en un molde de cera, nos sorprendería descubrir que, tras tantas idas y venidas, tras tantas tentativas de viaje, a menudo el final de trayecto conduce a un lugar no muy alejado del punto de partida. Muchos arquitectos de razas vienen a morir ante la cuna que los vio nacer, y existen nómadas impenitentes que cierran sus ojos ante la cruz de la iglesia en la que fueron bautizados.
Es posible, pues, que fuera Alemania el anzuelo que Kurt mordió aquel día de invierno de 1946, el mismo nefando país al que deseaba decir «no» para siempre, el mismo que demandó su carne y luego la abandonó a su suerte en tierra extraña, el mismo que le arrebató la juventud para regalarle la madurez de un muerto en vida.
De hecho, mientras seguía a los tres hombres, mientras su olfato estaba todavía embriagado por el olor un poco acre de los cigarrillos Falkenhorst, una segunda palabra se sumaba en su recuerdo a la voz Schneider. Esta segunda palabra era Heimat, patria, una palabra que, paradójicamente, Kurt nunca había cultivado con un mimo especial, y ante la cual, ya desde sus días de instrucción en Saarbrücken, siempre había experimentado cierta prevención.
Más de cuatro años en Inglaterra, una identidad impostada, el final de una guerra y una enfermedad insólita no habían impedido, pues, que Alemania siguiera viva en el corazón de Kurt Crüwell. Porque puede que las calles de Bielefeld, la sastrería del número 64 de la Gütersloher Strasse, el recuerdo de Rachel Pinkus e incluso los rostros de su padre, de su madre y de su hermana hubieran quedado borrados, devorados por el paso del tiempo y por la carnicería de aquellos años oscuros y tribales, pero lo cierto es que, hechizado por aquel vocablo, hechizado por aquel Schneider oído a uno de los tres hombres —no sabría decir a cuál— del cementerio de Highgate, Kurt había respondido como el perro de Pavlov ante el sonido de la campana. Sólo que, ¿cuál era en este caso la recompensa?
La mañana hacía pensar en el decorado de una película de terror. Los pasos resonaban como campanadas. El fantasma de Jack el Destripador sesteaba en cada esquina. La vida y la muerte se contenían en los ojos de cada vecino que espiaba a los peatones desde la almena de sus visillos. Bajo la pátina de lluvia, las calles solitarias, donde apenas se escuchaba de vez en cuando el sonido de un motor de explosión o el lejano pitido de alguna fábrica, eran como barcos abandonados en medio de un mar en completa calma.
En Inglaterra la gente no suele mirarse a los ojos cuando se cruza por la calle. Esa indiferencia insular, no del todo ajena a un alemán como Kurt, y que los mediterráneos traducen como desconfianza, parecía haberse relajado desde el final de la guerra, pero aquella mañana, mientras seguía a los tres hombres a una prudente distancia de cincuenta pasos, todas las miradas que Kurt tropezó en su camino parecían llevar oculto un secreto reproche, como si la nueva consigna fuera observarse con un rescoldo de revancha en los ojos.
Varias veces, en diferentes esquinas, al tomar una calle estrecha o al tener que seguir a los hombres girando en un perfecto ángulo recto, Kurt tuvo la tentación de continuar de frente, subir a un autobús y, entregado a la lectura de su Chateaubriand, volver a casa para esperar a Ermelinde tras comprar una botella de Calvados o un oporto exquisitamente envejecido, como si el episodio de fascinación sufrido ante la palabra Schneider hubiera durado lo que tarda el eco de un aplauso en desvanecerse en el aire, lo que una huella humana tarda en ser borrada por la marea.
Pero calle tras calle, tienda de comestibles tras tienda de comestibles, puente tras puente, más allá de las farolas de gas, más allá de las viviendas obreras, más allá de los partidos de fútbol que niños con camisetas rotas y calcetines de lana disputaban sobre hediondos barrizales, el canto de sirena permanecía audible, mezclado acaso con la esperanza inconfesable de volver a encontrar a la mujer del caniche.