La mujer era alta, vestía una capa escarlata con cintas blancas y tenía unos magníficos pómulos eslavos. Mientras sostenía un caniche en sus brazos, un hombre con gorra de plato y uniforme color ceniza sujetaba un paraguas por encima de sus cabellos oscuros. Vista así, desde la puerta de la oficina, podía pensarse en una cocotte de lujo o en una joven filántropa.
Aunque Kurt no podía oír en qué idioma hablaba con sus compañeros, había algo en la mujer, una especie de majestad, que no le pasó desapercibida. Y no sólo por el homenaje que los tres hombres le rindieron levantando sus barbillas y dando sendos taconazos que resonaron como bofetadas en la quietud de Highgate, unos taconazos que hicieron pensar de nuevo a Kurt en militares, los hombres que menos pueden ocultar su pasado.
Es cierto que había algo irritante en aquel grupo, con los cuatro hombres mojándose —pues el fámulo de la gorra de plato y el uniforme color ceniza sostenía su paraguas con el brazo estirado no sólo hacia arriba, sino también hacia delante— y la mujer y el perro a cubierto, pero también había algo sumamente seductor en aquella entrevista bajo la lluvia. Y mientras Stuart desgranaba tópicos acerca de la paternidad y estrujaba una y otra vez la mano de su colega —en realidad con tanta fuerza y vehemencia que, si su compañero hubiera podido sentir dolor, le hubiera dado un puñetazo en las muelas—, Kurt intentaba establecer la clase de vínculo existente entre el grupo reunido bajo el aguacero.
Cuando por fin consiguió evadirse de las felicitaciones de Stuart, coger su ejemplar de Chateaubriand y salir a la lluvia (tampoco él tenía paraguas, aunque no pensaba pedirle prestado a Stuart el suyo), el grupo ya se había disuelto.
Al llegar a la salida de la puerta este, miró a un lado y vio un coche solemne y brillante como un pura sangre, a través de cuya luna trasera se distinguía la figura de un caniche. En el aire, flotando ante su nariz, Kurt pudo percibir dos aromas sutiles pero inconfundibles: un perfume de vainilla y un perfume de tabaco, pero no de un tabaco cualquiera, sino de cigarrillos Falkenhorst, cigarrillos muy alabados por los hombres de la Wehrmacht.
Cuando miró al otro lado vio a los tres hombres a unos cien pasos, caminando en dirección oeste con una parsimonia estudiada, los de los extremos tomando del brazo al hombre del medio, el cojo del gorro con orejeras, al cual parecían llevar detenido.
Kurt levantó la vista y tropezó con las alas desplegadas de un arcángel con la leyenda Tempus fugit grabada en una especie de tabla de la ley que sostenía en sus manos lácteas. De sus ojos ciegos y minerales había sido borrada toda promesa de redención.
Aunque la severidad de semejante oráculo hizo suspirar al vigilante de Highgate, ello no impidió que, mientras daba el primer paso en la dirección de los tres hombres vestidos de negro, comprendiera que estaba penetrando en un juego sin duda peligroso, pero también que algo tiraba de él con una fuerza insólita, como la resaca en una playa.