XIX

Cuando Ermelinde le anunció que estaba embarazada, por un momento Kurt pensó que se obraría el milagro. Pero aquella sombra de sensación, un breve relámpago de calor o de miedo o de plena y pura alegría que pareció esbozarse en su nuca, un lugar donde —lo recordaba bien— se concentraban las emociones, apenas le engañó durante un segundo.

De modo que tampoco entonces pudo sentir nada. A su piel le estaba vedado mostrar felicidad ante la noticia. También ante aquélla, por hermosa que fuera.

Ermelinde, que desde 1942 trabajaba en Hampstead como enfermera del Royal Free Hospital, le comunicó la noticia por teléfono una lluviosa mañana del invierno de 1946, el primer invierno sin guerra en Europa desde que en 1936 el fascismo asolara España.

Todavía con el teléfono en la mano, afanándose en vano por encontrar un lugar de su cuerpo donde su paternidad in pectore pudiera expresarse, Kurt —Jean-Jacques Lasalle para los londinenses y, cabe deducir, para buena parte del mundo— miró a través de la ventana de su oficina y vio que un grupo de tres hombres se acercaba por uno de los pasillos de grava del cementerio.

Quizá porque los tres hombres se enfrentaban a la pertinaz lluvia sin paraguas, Kurt pensó en una reunión de jinetes exhaustos, caídos de sus cabalgaduras o abandonados por sus oficiales. Luego, mientras consideraba no sin condescendencia lo discutible de aquella imagen, le recordó a Ermelinde cuánto la quería y, antes de colgar, prometió que esa noche regresaría a casa con una botella de vino para celebrar tan maravillosa noticia.

Nunca lo hizo. Ni comprar la botella de vino ni regresar a casa.