XIV

De Ermelinde se podría decir lo mismo que de su época: tenía talento para el dolor.

Ser enfermera en tiempos de guerra es una vocación mucho menos romántica de lo que una literatura ad hoc pudiera sugerir, máxime cuando Ermelinde hacía suyo cada dolor y cada quejido, todas las angustias, todos los vendajes.

Además, para Ermelinde ninguno de sus enfermos tenía otra patria ni otro credo que el sufrimiento. De igual modo hubiera aliviado las llagas de un miembro de la Gestapo sorprendido en una emboscada que las de un niño herido por metralla alemana o caído de un tiovivo en una feria de pueblo. En cuestión de consuelo, Ermelinde no admitía medias tintas: porque puede que el dolor tuviera escalas, pero la carne era siempre la misma.

Cuando en mayo de 1941 Ermelinde entró por la puerta de Notre Dame de Rocamadour con su maleta escocesa, su ropa blanquísima y su férrea convicción de que el infierno es un lugar lleno de vivos, Kurt había alcanzado el grado cero del dolor, una situación paradójica en la que, por estar al margen de toda sensación, por haberse convertido en alguien realmente sobrehumano, su sufrimiento se había elevado hasta cotas inimaginables.

Lasalle, que lo había atendido con un mimo no exento de interés académico —como casi todos los espíritus científicos el normando desbordaba entusiasmo, aunque había perdido el candor al destripar su primera rana—, se sentía incapaz por aquel entonces de hacer otra cosa que no fuera escucharle en silencio, pasear con él por la playa en busca de moluscos o tomar notas en las páginas de su diario.

Alemania, una patria huidiza personificada en el Hauptsturmführer Löwitsch, cuya figura sólo llegó a reflejarse una vez en los espejos del sanatorio, como si el oficial se sintiera avergonzado por la defección de su otrora hombre de confianza y viviera su enfermedad igual que la de un apestado que debe ser mantenido a toda costa lejos de sus iguales, se había olvidado de uno de sus hijos. Después de aquella visita tan rápida como turbadora, que dibujó los rasgos del miedo en los rostros del personal del sanatorio y dejó un malestar casi físico en el aire, como el hedor que emanaría de un cadáver en movimiento, Kurt empezó a comprender en qué se había convertido.

Nadie, pues, se dirigió a Lasalle para reclamar al Rottenführer Crüwell. Ninguna instancia partió de la mesa del Hauptsturmführer Schussel para repatriar al enfermo. Como una excrescencia provocada por el propio horror de la guerra, como unas ropas raídas por la acción de las alimañas o una mano amputada a resultas de la cirugía, Kurt había sido abandonado a su suerte en un país extraño.

En esa doble y mísera condición, de extranjero y de enfermo, lo halló Ermelinde en la primavera de 1941, mientras sólo Inglaterra resistía ya en pie el empuje nazi, Adolf Hitler planeaba la inminente invasión de la Unión Soviética y el mundo, atónito, contemplaba con impotencia la gestación de un nuevo orden.

En su primera visita, una tarde en que una niebla insolente se había apoderado de los colores del mar y de los olores del campo, al punto de que el mundo parecía haber sufrido una especie de apagón, Kurt se mostró huraño y negligente, acaso más por vergüenza que por carácter, como si adivinara en Ermelinde un nuevo espectador del monstruo de feria en que se había convertido.

Cuando Lasalle abandonó la habitación dejándolos a solas, Kurt se encerró en un rictus de piedra, en una terquedad a todas luces pueril que a Ermelinde, sin embargo, se le antojó tan natural como la respiración, pues advirtió que su aparente desprecio era apenas un disfraz de su necesidad de afecto y aceptó que el tiempo, calladamente, con su disciplina, pondría a cada cual en su lugar.

De modo que durante aquella primera tarde, emulando a la niebla, una tenaz Ermelinde se limitó a estar allí, sentada en una silla sin respaldo mientras fingía leer un libro de historia de Bretaña, para que Kurt, poco a poco, como un muchacho bajo las estrellas, se fuera empapando de su callada luz, de su saber estar, de su silencio.

Cuando a las ocho en punto cerró el libro, descruzó las piernas y se levantó sin ruido, no habían intercambiado una sola palabra, ni tan siquiera el saludo ritual entre dos extraños que acaban de conocerse.

Pero cuando Ermelinde se volvió al cerrar la puerta, pudo ver que Kurt la estaba mirando y que en sus ojos había una plegaria: «Escúchame», decía. «Habla conmigo».