La orden de ataque sorprendió a Kurt en mitad del sueño. Era un sueño frágil pero hermoso, lleno de inocencia, en el que ciertos rincones de Bielefeld y el aroma a lirios de la piel de Rachel confluían hacia un motivo común: el calor.
Fue aquel calor, o mejor dicho su ausencia, lo que más importunó a Kurt al ser despertado. Y, como la noche previa a su marcha hacia el frente, se llevó la mano al costado para comprobar, esta vez sin estupor, que su pequeña herida había vuelto a sangrar.
De aquella ausencia de calor no pudo liberarse durante horas, y por eso todo el tráfago del aprovisionamiento, la algarabía del zafarrancho y las frenéticas carreras en busca de una taza de café o de una llanta de repuesto no impidieron que a las siete de la mañana, entre la opacidad de un día que se negaba a despuntar y la abrumadora carga de sus veinte kilos de equipaje en forma de cantimploras, cargadores de pistola y mapas de cotas y ríos a la espalda, Kurt sintiera los pies helados, como si hubiera pasado la noche dentro de un charco de gasolina o tumbado sobre la cubierta de un barco en alta mar.
Ni siquiera el fragor de sirenas, el ruido atronador de los Panzer y la enloquecida danza de varios Stuka bien visibles en el domo del cielo, como pájaros prehistóricos, consiguieron hacerle entrar en calor. Antes bien, todo aquel estruendo, que se le antojaba la música misma de la muerte, no hizo otra cosa que arrojar vaharadas de frío sobre su pecho y sus extremidades, de modo que temió no poder dar un paso sin antes desplomarse como un muñeco de nieve.
Fue entonces cuando el Hauptsturmführer Löwitsch, enfundado en un abrigo negro, pasó a su lado y le palmeó la espalda con una familiaridad que a muchos de sus compatriotas quizá se le antojara excesiva, conminándole a que llevara sus enseres hasta un camión y ordenándole que, transcurridos cinco minutos, lo recogiera con el sidecar delante del puesto de mando.
Así fue como Kurt recordaría siempre su fugaz paso por Las Ardenas y su posterior entrada en Francia, montado a lomos de aquel insólito caballo mecánico, todo luces y furia, como una cabalgata demoníaca que, semejante a un bárbaro auriga, lleva a su señor hacia tierra extranjera.
Y ni siquiera al cruzar la frontera, ese espacio hipotético que separaba un país del otro —en realidad una triste raya sobre un islote de macadán, del color de la tiza con que los niños delimitan el espacio de sus juegos, que minuto a minuto iba borrándose bajo el trajín presuroso de la invasión—, y en el cual los Panzer habían ya procedido a destrozar las seis letras de la palabra FRANCE (como si las palabras, pensó Kurt, fueran las verdaderas enemigas de los hombres), un poco de aquel sentimiento viril de posesión y ruptura, de violación infinita que parecía adueñarse de los roncos gritos de estímulo de sus compatriotas, le hizo sentir en el pecho un atisbo de esa calidez que según las crónicas antiguas embarga a los conquistadores en el ejercicio de sus empeños y afanes.