Kurt conoció en Saarbrücken ese raro prodigio en que el rigor militar —el país estaba en guerra, cómo ignorarlo— se mezcla, paradójicamente, con el carácter licencioso, por momentos casi onírico, de francachelas donde no faltan alcohol, mujeres y una ruleta rusa al mando de un crupier con ancestros prusianos. Más tarde entendería que el hombre es el único animal que necesita aturdirse para mantener la cordura, y que a las puertas mismas del infierno no resulta incongruente la figura de un joven bailando un foxtrot mientras las guadañas se agitan y un pelotón de famélicas ratas, de rabos largos y ojos amarillos, afila sus dientes en la tibia de un caballo muerto. Al fin y al cabo, hasta la más pedestre filosofía enseña que la vida se parece más a un cuadro de El Bosco que a un bucólico desayuno sobre la hierba.
Acuartelados como mendigos en fríos galpones, los hombres del 19.º Cuerpo Blindado escuchaban cada mañana los partes militares emitidos desde la cancillería berlinesa. Sus mandos, que desfilaban por los pasillos de madera noruega con idéntico ímpetu que por las calles embarradas, y que en sobremesas de metales wagnerianos y cuartetos de Schubert conciliaban la devoción a un Adolf Hitler mayestático con la tibieza de los nardos en el escote de las vírgenes más codiciadas de la ciudad, excitaban a su tropa con un arsenal de verbos atronadores, sumergidos en el resplandor de su palabra como en el nimbo de un aura alucinada, tocados a buen seguro por la mano de un dios vengativo.
Kurt, que entendía poco de política y a quien la disciplina física y la profesión de fe en la fuerza resultaban un tanto obscenas, se refugiaba durante esas diatribas en el recuerdo de la música que interpretaba para las damas temerosas de Dios en el órgano de la iglesia de San Nicolás. Por las noches, acabado el último rancho y tras la agotadora jornada de instrucción, estaba tan exhausto que ingresaba en un sueño torpe y negro, impenetrable, limpio de imágenes.
Sin embargo, su ingenuidad no le impedía ser consciente de que, día tras día, con la tozudez de un animal de carga, la maquinaria bélica se iba engrasando con éxito.
En efecto, no sólo había aprendido a manejar armas cortas y fusiles de asalto, sino que su destreza en el manejo del sidecar —una destreza tan sorprendente para el propio Kurt que a veces llegaba a confundirlo— le había granjeado la confianza del Hauptsturmführer Löwitsch, quien recurría a él como piloto cuando tenía que desplazarse a las afueras de Saarbrücken y dirigirse al castillo donde Heinz Guderian, nombrado Chef der Schnellen Truppen tras sus éxitos en la reciente campaña de los Sudetes, aguardaba la orden de Berlín para avanzar sobre Francia mientras buscaba una complicidad improbable en los ojos del busto de Julio César con que había ordenado decorar su despacho.
Siempre que esperaba por Löwitsch, a Kurt le agradaba departir con algún camarero del servicio, en su mayoría lisiados de la Gran Guerra que le contaban falsas historias construidas sobre recuerdos robados a algún muerto, o intercambiar frases de cortesía acerca de la calidad del rancho con los jóvenes reclutas que, apuestos como asesinos, burlaban el fantasma del tedio recordando a la imponderable Marlene Dietrich en los carteles de la UFA o soñando despiertos con las piernas de sus novias olvidadas en el corazón de la Selva Negra o junto a las pálidas aguas del Elba.
De la nostalgia común por los seres queridos, de aquellas rápidas y por necesidad melancólicas charlas con completos extraños, con viejos y muchachos a los que era razonable pensar que jamás volvería a ver durante el resto de su vida, Kurt extraía un tesoro de sensatez y un minuto de plácida esperanza, pero también el convencimiento, imposible de disimular mediante palabras grandilocuentes y ceremonias atrabiliarias, de que la guerra era un asunto demasiado serio para ser dejado en manos de personas como él.
Por ello, cuando como un arco de puro fuego el Hauptsturmführer Löwitsch salía del despacho del mítico Guderian tras recibir su ración diaria de órdenes y contraórdenes, indefectiblemente lo encontraba sumido en el silencio, como un cangrejo en su caparazón, y aunque trataba de sacudir su mutismo mediante bromas salaces o viriles lo único que lograba, en el mejor de los casos, era que Kurt condujera el sidecar de regreso a Saarbrücken con una pericia no exenta de temeridad, al borde siempre de las cunetas grávidas de helechos y templadas boñigas de vaca, tentando a la muerte en cada curva del camino y con la furia implacable de los monomotores prestando su música insomne dos mil pies por encima de los cascos y las gorras relucientes.