V

Esa noche Kurt soñó que la sastrería estaba repleta de heridos y que los obuses habían agujereado las paredes y techos. A su lado, entre polvo de yeso y cascotes, un soldado tuerto le pedía tijeras, dedales y bobina de hilo que introducía dentro de un mortero y utilizaba como munición. Cuando despertó estaba bañado en sudor y, sorprendido, descubrió en su costado derecho, a la altura del hígado, una pequeña herida, parecida al rasguño de una bala, de la que manaba sangre.

Ya en el tren, asomado a una de las pocas ventanillas libres, mientras todo eran gritos de ánimo y viejos adagios y algún que otro mensaje de amor a duras penas descifrable entre el pandemónium reinante, Kurt pudo ver a sus padres y a su hermana como a través de una lupa grotesca, agitando sus manos igual que muñones de carne, reunidos a orillas de aquel fatídico andén junto a hombres de aspecto severo que llevaban periódicos bajo las axilas, mujeres que lucían sombreros adornados con cruces gamadas y enjambres de niños que, mientras observaban los vagones con la espalda rígida, se mordían las uñas con una fiereza propia ya de cierta condición adulta.

Más tarde, cuando el hilo del tiempo fue devanando su insólito destino, Kurt tendría ocasión de lamentarse por lo que entonces sintió, pero no pudo evitar una punzada de vergüenza al contemplar a su familia varada allí con sus pequeños fracasos, sus pequeños anhelos y sus pequeños miedos, como extraños que no lo estuvieran despidiendo a él, sino a su doble, a su sosia, a un usurpador vestido con un traje de buen paño que no le sentaba del todo mal.