Tras la entrevista con Hepp, Kurt fue destinado al 19.° Cuerpo Blindado del 6.° Ejército, con sede provisional en la ciudad de Saarbrücken, a cuatrocientos sesenta kilómetros de Bielefeld en dirección sudoeste y a escasos cuarenta kilómetros de Estrasburgo, primera gran urbe francesa fronteriza con Alemania.
No obstante, antes de partir al alba del día siguiente en un tren de mercancías, todavía oloroso a ganado y alforfón, junto a otros jóvenes de edades comprendidas entre los veinte y los veinticinco años, Kurt tuvo ocasión de realizar dos visitas.
La primera guió sus pasos hasta la iglesia de San Nicolás, ubicada no muy lejos de la ya mencionada residencia de los poderosos Crüwell. Construida en 1340, la iglesia de San Nicolás —humilde aunque a la vez hermoso ejemplo de arte gótico— acogió al sastre con un silencio augural y un fuerte olor a amoníaco entre sus bancos. Kurt se dirigió hasta el coro y allí habló con un hombre de patillas en forma de hacha apellidado Baumann, tesorero de la parroquia y persona devotísima a quien confió, con cierto tono de tristeza en la voz y los ojos fijos en el ajado lomo de una Biblia luterana, la imposibilidad de acudir a tocar el órgano en días venideros como consecuencia de su llamada a filas. (En efecto, las manos de Kurt no sólo eran exquisitas para confeccionar trajes).
Para la segunda visita, Kurt subió a un tranvía repleto de amas de casa que cargaban con bolsas de fruta y viajó hacia el Norte, como si se propusiera dejar Bielefeld en dirección a Bremen por la interminable Herforder Strasse, casi hasta el final de la línea 7, momento en el que se apeó en una sucia callejuela desde la que pudo acceder —a través de un patio interior infestado de avena loca en el que niños de aspecto famélico jugaban sin demasiado entusiasmo a la rayuela— a una vieja casa de tres pisos, el último de los cuales ocupaba una mecanógrafa llamada Rachel Pinkus.
Una vez compartido un pastel de frambuesa, y tras comunicar con cierta torpeza el objeto de su visita, Kurt abrazó a Rachel durante sesenta largos, sudorosos y conmovedores minutos en que ambos conjugaron los dos verbos más antiguos que hombres y mujeres frecuentan en la intimidad: amar y temer. Después, y por este orden, fumaron cigarrillos sin filtro, se asearon con jabón de pera en una descascarillada palangana, intercambiaron chismes con el único —e inútil— propósito de llenar un fragmento de tiempo doloroso, lloraron su separación en silencio y se prometieron cartas y fidelidad.
Kurt abandonó el modesto piso sin volver la vista atrás, atusándose el pelo con la mano derecha, la misma que empleaba para clavar alfileres, desgranar la línea melódica de corales para órgano y acariciar los pechos de Rachel.
De haber sabido que aquélla era la última vez que vería con vida a la mecanógrafa, quizá Kurt se hubiera girado para mirarla desde el umbral.
Porque a Rachel Pinkus, el monstruoso verraco de la Historia estaba a punto de devorarla.
Era judía.