Epílogo

Londres, 14 de abril de 1915

Alicia se acercó con las tazas hasta la pequeña mesita. La recuperación de Hércules fue más lenta de lo que cabía esperar. Después de muchos trámites lograron salir de Turquía y dirigirse a Atenas, donde sus amigos Nikos Kazantzakis y Roland Sharoyan se separaron de ellos. Los intentos del embajador norteamericano en Estambul por encontrar a la familia de Roland fueron inútiles. Su madre y su hermana corrieron la misma suerte que la de cientos de miles de armenios aquella triste primavera de 1915: el exterminio.

Hércules miró a Alicia y con un gesto la invitó a que se sentase con ellos.

—Todavía no entiendo por qué las cargas explosivas estaban allí. En la mezquita no había armenios que sacrificar —dijo Lincoln.

—Es sencillo, llevaron el cuerpo de su líder, el Anciano de la Montaña, para resucitarlo y provocar la Quiyama —dijo Hércules.

—Pero ¿cuál iba a ser el sacrificio? —preguntó Alicia.

—El sacrificio u holocausto tenía que ser muy alto. Por eso pusieron las cargas. Para matar a todos los fieles —dijo Hércules.

—Pero eran musulmanes como ellos —contestó Lincoln.

—Los assassini no consideraban a los armenios inocentes y por ello necesitaban a inocentes para que la joya resucitara a su líder —dijo Hércules.

—Una matanza de inocentes —dijo Lincoln.

—Sí.

—Entonces, ¿por qué la muerte de Yamile, de una sola persona fue suficiente para devolverle a la vida a usted? —preguntó Alicia.

—El mal necesita un gran sacrificio para reinar. Cada día vemos como miles de personas mueren por esta odiosa guerra. El mal es un animal insaciable. Pero el amor es capaz de devolvernos a la vida y librarnos de la muerte por el sacrificio de una sola persona. Yamile, por amor, te devolvió la vida —dijo Lincoln.

—El amor —dijo Hércules pensativo.

—¿Cree que alguna vez volverán a intentarlo? —preguntó Lincoln.

—¿El qué?

—Provocar la llegada del Quiyama.

—¿Acaso el hombre se cansará alguna vez de destruir a sus semejantes?

Lincoln miró el rostro melancólico de su amigo y tomó su taza de té. Hércules era lo más parecido a un milagro que había visto nunca.

—Entonces no recuerda nada de su etapa de assassini —bromeó Lincoln.

—Sí, a un loco lanzándose sobre mí y pegándome un tiro. ¿No lo conocerá?

—Le prometo que no volveré a matarle nunca más, a menos que… se coma la última pastita que queda.

Los tres se rieron y sus voces atravesaron el jardín hasta llegar a las bulliciosas calles de Londres.