El árabe observó desde su escondite como el maldito norteamericano negro corría hasta su amigo. Detrás de él, otros cinco o seis hombres le seguían. El sultán estaba con los ojos cerrados y temblando como un cerdo antes de ser degollado. La multitud permanecía impasible, paralizada por la sorpresa y el horror.
Al-Mundhir sacó su pistola del fajín y la levantó en alto. Estaba dispuesto a matar al sultán con sus propias manos si era necesario. Soltó la palanca del detonador y sacó parte de su cuerpo de la celosía.
Varios soldados comenzaron a correr hacia los atacantes. Llevaban armas ligeras, ya que dentro de la mezquita no se permitían los rifles. Los dos grupos se encontrarían en unos segundos, pero Hércules y Lincoln eran los únicos que ya estaban pegados al sultán. Vio como Hércules apuntaba a su objetivo, pero no disparó inmediatamente.
—Maldito estúpido, dispara —dijo Al-Mundhir, echando espumarajos por la boca.