El aburrimiento del sultán se expresaba en sus lentos y desganados movimientos. Apenas escuchaba las palabras del oficiante. Se movía con gestos mecánicos.
Notó como las tripas le rugían. Pensó en los pastelitos dulces que probaría antes de la cena y su mente voló a la contemplación del último placer que podía disfrutar, el de la gula.
Volvió a levantar la vista y observó las miles de espaldas de diferentes colores. Los fieles eran en su mayoría desarrapados que olían mal. Odiaba aquella pantomima de los viernes por la tarde. Prefería ir a la oración en la pequeña mezquita de palacio, pero el califa del islam debía mostrarse orando en público.
Le comenzaron a doler las rodillas. La edad, el sobrepeso, sus pobres y viejos huesos le molestaban terriblemente. Miró al techo con sus manos levantadas boca arriba y murmuró las palabras de la oración.
Justo enfrente escuchó un cuchicheo que se levantaba y extendía como una ola. Después, contempló a un hombre vestido de blanco que corría hacia él con una pistola en la mano. Se quedó paralizado, sudando, con la vista clavada en el cañón del arma. Intentó gritar algo, moverse y escapar, pero sus músculos estaban rígidos y no respondían a las órdenes de su cansada cabeza.
Dos de sus hombres se levantaron a toda velocidad para parar al suicida, pero este logró esquivarlos y, en un rápido movimiento, derribarles, dejándolos inconscientes sobre el suelo. Cuando el asesino estuvo tan cerca que el sultán pudo sentir su aliento, cerró los ojos y oró fervientemente por primera vez en años.