Por primera vez en su vida no se encontraba rezando como el resto de los fieles. Al-Mundhir observaba a la multitud enfervorizada aclamando al sultán, que en esos momentos aparecía en la mezquita.
Una ola de ira le agitó en su escondite. El pueblo aclamaba a aquel ser degenerado y ególatra. Deseó salir y matarle con sus propias manos, pero se contuvo. El occidental haría el trabajo sucio por él. A lo largo de la historia los assassini habían usado a hombres como él para cambiar el mundo.
—Maestro, todo está preparado —dijo en voz baja uno de los colaboradores.
—¿Está todo sincronizado?
—Sí.
—Asegúrese de que las puertas estén cerradas. En unos momentos cundirá el pánico —dijo Al-Mundhir.
—Sí, maestro.
Al-Mundhir miró de nuevo a través de la celosía, pero esta vez vio algo que no le gustó nada. El rostro negro de Lincoln brillaba bajo un turbante blanco. A su lado estaban varios de sus compañeros.
—Maldición —dijo el árabe en un susurro.
Pensó en ir hasta donde se encontraban los infieles y asesinarles, aquellos cerdos estaban manchando con sus sucias manos aquel lugar sagrado, pero debía esperar. La paciencia era una de las virtudes de los assassini y debía ser paciente.