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El murmullo de las voces penetraba hasta la fría cripta. Hércules, en estado catatónico, esperaba a que las voces hubieran terminado la primera parte de la oración para ascender a la gran sala y correr hacia el sultán.

Sintió un fuerte pinchazo en la cabeza y se agarró las sienes. Escuchaba la voz de su propia conciencia lejana, casi imperceptible, pero los efectos de la droga le impedían tomar el control de su cuerpo. Tenía la sensación de que su mente marchaba por un lado y su cuerpo, como caballo desbocado, por el otro.

Intentó concentrar su pensamiento en la cara de las personas que más quería, pero cuanto más lo intentaba, más terrible era su dolor de cabeza.

Con el cuerpo en tensión, cada músculo rígido y la respiración acelerada, esperaba el último rezo para correr a por su víctima. Tomó un trozo de piedra de la pared y se arañó el brazo, con la esperanza de que el dolor le devolviera el autocontrol, pero apenas sintió el corte.

Las voces cesaron de repente y una rabia incontrolada le embargó. Caminó despacio los primeros escalones. La voz de su amo retumbaba en su cabeza una y otra vez: mata, mata, mata.

Sacó la pistola y sintió el aire templado de la gran mezquita. Miles de ojos lo observaron estupefactos. Comenzó a correr y se olvidó de quién era, de todo en lo que creía y amaba; ya solo cabía una idea en su mente: matar, matar, matar.