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Lincoln se arremangó la túnica e intentó no tropezar con ella al subir los escalones. A su lado marchaban Roland, Nikos y cinco hombres más. Alicia y Yamile habían optado por vestirse de hombre. Si hubieran entrado vestidas de mujeres, tendrían que haber esperado en un lugar aparte, alejadas del resto de los fieles.

Entraron a la mezquita y después de hacer sus abluciones, guardaron los zapatos y caminaron descalzos por las alfombras. La gran sala cuadrada estaba a rebosar de fieles. El viernes era el día preferido para rezar para los musulmanes. Los hombres salían de sus trabajos y se acercaban a la mezquita para descargar sus corazones y encontrarse con Alá.

Lincoln notó el frío metal de la pistola bajo la túnica. Todos estaban armados a excepción de Yamile y Nikos. Si los fieles se enteraban de que unos cristianos habían entrado en la mezquita el viernes, disfrazados de musulmanes, con dos mujeres y armados, les lapidarían en la misma puerta del templo.

El murmullo de los fieles mientras se colocaban en su lugar para la oración fue decreciendo. Los hombres se dispusieron en largas hileras y comenzaron a ponerse de rodillas. De repente, el murmullo se convirtió en gritos de júbilo. Todos se giraron y vieron al sultán entrando por el fondo de la sala. Se puso de rodillas, rodeado de sus hombres; por su seguridad, las dos filas delanteras y a cuatro cuerpos a cada lado permanecían vacías.

El imán levantó la voz y el murmullo cesó de repente. Los fieles fueron haciendo el ritual cientos de veces repetido. Como un solo hombre, se inclinaron a la vez y su oración retumbó en las paredes del templo.