No le gustó su imagen reflejada en el espejo. Su aspecto avejentado, sus mejillas arrugadas, la luz apagada de sus ojos. Sus siervos le pusieron una de las túnicas más lujosas, bordada de oro y seda, de color rojo sangre, pero le parecía vulgar e inapropiada.
—No puedo ir así a la mezquita —dijo, agarrando la túnica por el borde.
—Majestad, su aspecto es impecable. Todos se quedarán boquiabiertos cuando lo vean entrar.
—No digas sandeces. Parezco una meretriz de Mosul.
El sultán golpeó en la cabeza al criado y le pidió otra de las túnicas, esta de color púrpura y con bordados más discretos. Mientras le vestían, recordó a Yamile. Estaba muy bella, pensó. Ahora se arrepentía de haberla dejado marchar. Lanzó un largo suspiro y se miró de lado en el espejo.
—Alá no me ha dado una hermosa vejez. Ya ni siquiera puedo dormir con mis esposas. La guerra, esos malditos oficiales, y ahora los armenios. ¿Nadie puede darme buenas noticias?
El sultán se puso las babuchas y caminó con pasos cortos hasta el coche descubierto que le esperaba en la salida. Ascendió al vehículo y los tres coches de la comitiva se pusieron en marcha.
La distancia que tenía que recorrer era muy corta. La multitud se agolpaba como cada viernes en el trayecto, para verlo pasar. Los niños y las mujeres le saludaban con banderitas, pero él tenía la mirada perdida y la mente en otras preocupaciones.
Llegaron a la Gran Mezquita de Süleymaniye. Observó la inmensa cúpula y lamentó que en todos los años de su reinado, no había construido nada sublime que le sobreviviese. El mundo se olvidaría de él, sería un sultán más en la larga lista de sultanes del imperio, si es que el imperio sobrevivía a la guerra.
Descendió del coche y caminó por una alfombra roja hasta la puerta principal. Por aquella puerta solo podía pasar él. Por razones de seguridad, el sultán entraba el último en la mezquita y salía el primero.
Las dos grandes hojas se abrieron y la multitud de fieles irrumpió en grandes gritos de júbilo.