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Estambul, 22 de febrero de 1915

La ciudad amaneció con el cielo despejado y un inesperado adelanto de la primavera. Cuando Lincoln se asomó a la ventana de su habitación en la embajada, el sol ya estaba en lo alto del cielo. El Cuerno de Oro, a lo lejos, brillaba con destellos dorados, parecía un día perfecto para dar un paseo, sentarse en una terraza y saborear un buen café. Pero cuando el norteamericano dirigió su mirada a la verja de la embajada, pudo observar como el número de refugiados, no solo no se había reducido, sino que era aún mayor. Intentó apartar la mirada del mosaico de rostros que miraban hacia el edificio, como si esperaran que la ayuda les cayera del cielo, cuando medio centenar de camiones entró por el fondo de la calle. De cada camión salieron seis soldados. Un oficial comenzó a gritar órdenes y los soldados arrinconaron a la multitud. Un par de hombres intentó escapar o enfrentarse a los soldados, pero fueron tiroteados al instante. Después, con los rifles apuntando hacia ellos, los armenios comenzaron a ascender a los camiones. Había mujeres, niños, ancianos y varones de todas las edades. Parecía haber familias enteras. Los cincuenta camiones se llenaron hasta rebosar y la multitud se vio reducida a la mitad. A los pocos minutos, llegaron más vehículos, el resto de los armenios ascendió a los camiones y, en media hora la calle estaba completamente vacía.

Lincoln bajó al salón principal. Allí ya se encontraban Alicia, Yamile, Roland y Nikos con el embajador.

—¿Han visto lo que ha sucedido? —preguntó Lincoln, sin dar crédito a lo que acababa de contemplar desde su habitación.

—Sí, la actitud del Gobierno turco es del todo inadmisible. Muchos de esos refugiados eran norteamericanos o familiares de norteamericanos. Voy a redactar una queja oficial ahora mismo, además, acabo de enviar un telegrama urgente a Washington. Si creen que vamos a permanecer con los brazos cruzados mientras maltratan a todos esos inocentes, están muy equivocados —dijo, indignado, el embajador.

—No creo que sirva de mucho —dijo Yamile, recostada en el sofá.

—¡No se puede detener a gente sin cargos, no en un país civilizado! —bramó el embajador.

—Han escogido el momento propicio. Toda Europa está en guerra, nadie levantará un dedo por los armenios —contestó Nikos.

—Pero, al menos tenemos que advertir al mundo —dijo el embajador.

—¿A dónde llevan a toda esa gente? —preguntó Alicia.

—Puede que los lleven a la mezquita —dijo Lincoln.

—Eso significaría que el ceremonial está preparado —dijo Nikos.

En un lado de la habitación se escuchó el llanto ahogado de Roland. El joven estaba sentado, con la cabeza agachada y las manos sobre su pelo negro.

—Roland, ¿qué sucede? —preguntó Alicia.

—Mi madre y mi hermana pueden estar entre esa multitud o en alguna parte de Estambul para ser sacrificadas como el resto.

Alicia se sentó a su lado y le pasó el brazo por los hombros. El muchacho comenzó a llorar como un niño.

—Iremos a visitar la mezquita a la hora de la oración, de esa manera pasaremos desapercibidos —dijo Lincoln.

—¿A la hora de la oración? —preguntó, extrañado, el embajador.

—Sí, pero necesitamos otras ropas —dijo Lincoln, agarrando con los dedos su camisa—. Debemos pasar desapercibidos.