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—Observa esa puerta, lleva directamente a la mezquita. Te esconderás aquí hasta que comience la oración del viernes. Cuando escuches los primeros rezos, subirás y con paso tranquilo te acercarás al sultán y le dispararás. ¿Has entendido lo que he dicho? —preguntó Al-Mundhir.

Hércules asintió con la cabeza. Su cara inexpresiva no mostraba la más mínima emoción. Sus manos caídas a los lados y su falta de vitalidad mostraban su total sumisión a su nuevo amo.

—Ahora toma esto —dijo el árabe extendiendo una pequeña botellita de alabastro.

El hombre se la bebió de un trago y se la entregó a su amo.

—Después te dispararás en la cabeza. ¿Entendido?

—Sí —contestó mecánicamente Hércules.

El árabe abandonó la vieja cripta y caminó hasta el gran altar en dirección a la Meca. Rezó brevemente y después se acercó a una de las viejas capillas.

—¿Está todo preparado? —preguntó a dos de sus hombres.

—Sí, señor.

—Nadie debe descubrirlo hasta que comience la ceremonia. Todo el plan podía venirse abajo.

Al-Mundhir salió de la mezquita a la gran explanada y observó la noche sobre el Cuerno de Oro. Oriente había estado separado de Occidente por la religión, él iba a cambiar las cosas. El Quiyama estaba a punto de llegar y el mundo temblaría de nuevo al escuchar el nombre de los assassini.