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El oficial de guardia se resistió al principio, argumentando que debía confirmar la orden de liberación. Pero, al final, lograron sacar de la prisión a Roland, Crisóstomo y su familia. En la puerta de la cárcel les esperaba el coche con el motor en marcha. Se apretaron en los asientos y se dirigieron hacia la embajada.

—¿Por qué me han liberado? Yo los traicioné —dijo Roland, con la vista gacha.

—No se preocupe, todos nosotros en su misma situación habríamos reaccionado de la misma manera —dijo Alicia.

—Sí, pero he puesto en peligro sus vidas y he sido un ingenuo, los turcos nunca liberarán a mi familia.

—No se desespere, seguro que todavía hay una posibilidad —dijo Alicia.

—No le dé falsas expectativas al joven —dijo Nikos—. Las probabilidades de que su familia se salve son muy pequeñas.

—Por favor, Nikos —dijo Alicia, indicándole con la mirada que se callase.

—Está bien, pero es mejor que todos nos hagamos a la idea de que hemos fracasado. Lo mejor será que intentemos salir de Turquía cuanto antes.

—Si usted quiere marcharse, está en su perfecto derecho —dijo Lincoln—. Nosotros no nos iremos de aquí hasta que encontremos a Hércules y ayudemos a Yamile.

El griego lo miró con arrogancia. Había dejado la seguridad de su casa en Atenas por esta loca aventura, pero no estaba dispuesto a ir más lejos. No se consideraba un hombre de acción y aquello le superaba.

El coche se detuvo frente a la embajada americana. Una larga fila de refugiados recorría la calle hasta perderse por una de las esquinas. Lincoln se acercó a las rejas y habló en inglés con uno de los guardias.

—Ciudadanos americanos, por favor, abran.

Los soldados movieron ligeramente la verja para que pasaran. La multitud comenzó a agolparse contra ellos. Todos querían pasar, era su última posibilidad de sobrevivir. Cuando la verja volvió a cerrarse, algunas mujeres con sus hijos en los brazos suplicaron que les dejasen pasar. Los soldados se pusieron de nuevo firmes y la multitud regresó a la fila.

—El embajador les recibirá en unos momentos —dijo el secretario, un joven delgaducho y rubicundo, con expresión infantil.

Unos minutos más tarde, les permitieron entrar en el despacho. El embajador estaba mirando por la ventana con un puro encendido. Se giró y les dijo:

—No hay sillas para todos. Pero, por favor, siéntense.

El embajador permaneció de pie y las mujeres se sentaron.

—Es terrible lo que está sucediendo en este país, ¿no creen? La guerra les ha vuelto locos a todos.

—Gracias por acogernos —dijo Lincoln.

—Únicamente podemos salvar a unos pocos. A los que pueden justificar que tienen familiares en los Estados Unidos. Se dan cuenta, les están persiguiendo por ser cristianos —dijo el embajador—. Y, como cristiano mi deber es ayudarles.

—Es más complejo que todo eso —dijo Alicia.

—Seguramente, pero eso no salvará sus vidas —dijo el embajador señalando la ventana.

—Tal vez podamos parar la matanza —dijo Lincoln.

—¿Qué? ¿He oído bien? —preguntó el embajador.

—Sabemos quiénes han trazado el plan, si lográramos desenmascararlos, podríamos salvar al menos a los armenios de Estambul —dijo Lincoln.

—¿Está seguro de lo que dice?

—Sí, señor embajador.

—¿Qué puedo hacer por ustedes?