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Estambul, 21 de febrero de 1915

Un coche les llevó hasta el palacio del sultán. La ciudad estaba revuelta y no era extraño ver a grupos de incontrolados asaltando comercios armenios o llevando prisionero a un pobre incauto, que había salido a la calle en el peor momento. El vehículo entró a un recinto ajardinado cercado por una verja. Después, se acercó a la puerta principal y paró. Lincoln y sus amigos descendieron del coche. Siguieron al sultán hasta su despacho y escucharon cómo hacía varias llamadas.

—Les he dicho que paren… ¿qué? Es inadmisible —dijo el sultán, colgando de golpe el teléfono.

El hombre los miró con sus grandes ojos rasgados y se encogió de hombros. Su cara mostraba la derrota y la angustia del que se sabía vencido desde el principio.

—Pero ¿no puedes hacer nada más, corazoncito? —preguntó Yamile, que siempre había creído en la autoridad del sultán.

—Estamos en guerra y los que realmente tienen el poder son los militares. Yo le debo el sultanato a los Jóvenes Turcos. El general Enver me ha comunicado que es imposible detener las deportaciones, que un retroceso pondría de manifiesto nuestra debilidad y que las demás minorías étnicas se levantarían contra nosotros.

—Pero señor, morirán decenas de miles de inocentes —dijo Alicia.

—Alá escogerá a los justos de entre los injustos —dijo el sultán—. No puedo hacer nada más, tan solo garantizarles su protección y ayudarles a salir del país.

—Denos al menos un salvoconducto para movernos con seguridad por la ciudad durante unas horas —dijo Lincoln.

El sultán se dirigió a su escritorio y firmó una carta que les garantizaba su seguridad.

—Necesitamos que libere a un par de personas. Roland Sharoyan y Crisóstomo Andrass y su familia —dijo Alicia.

—¿Son armenios? —preguntó el sultán.

—Sí —contestó Lincoln.

El sultán firmó un nuevo documento de mala gana y se lo entregó.

—Los salvoconductos duran veinticuatro horas, después no puedo garantizar su seguridad —dijo el sultán.

—Gracias —dijo Yamile, besándole la mejilla.

—Pero tú, tú no te vas, ¿verdad? —preguntó aturdido el sultán.

—Debo irme, nuestros destinos hace tiempo que se separaron. Espero que lo comprendas.

Los cuatro se dirigieron a la salida. Hasta que no atravesaron la gran verja con el coche, no comenzaron a relajarse. Temían que el sultán se arrepintiera en el último momento y les mandara detener. Contaban con muy poco tiempo. Primero sacarían a Roland y Crisóstomo de la cárcel y los llevarían a la embajada norteamericana, después tratarían de encontrar a Hércules y parar el ritual. Alicia se aferró a la mano de Lincoln y la apretó con fuerza. El mundo parecía desmoronarse a sus pies; al final, la guerra les había alcanzado y ya no podían huir a ninguna parte. Debían enfrentarse a sus propios fantasmas y vencerlos. Y sabían que solo tendrían una oportunidad para conseguirlo.