Mustafa Kemal bajó del vehículo y se internó en una de las callejuelas de la ciudad. No llevaba el uniforme. Miró a un lado y otro de la calle, antes de introducirse en un portal viejo y húmedo. Subió por las escaleras de madera, escuchando el crujido de los resecos escalones. Llamó a una de las puertas y le abrieron enseguida. Se introdujo por un pasillo oscuro hasta una sala que daba a un patio de luces sombrío.
—Querido general, debemos ser prudentes —se escuchó una voz que salía de entre las sombras.
—Usted dirá —contestó secamente.
—No le cuento nada nuevo, sí le informo de que el sultán ya ha firmado la «concentración» de armenios en la zona oriental —dijo la voz.
—Ya lo sé.
—Pero lo que no sabe es que si los planes del general Enver se llevan a término, Turquía se convertirá en un Estado musulmán. Los ulemas y los predicadores lo controlarán todo y la sharia se impondrá a la población.
—Soy un buen musulmán —respondió Mustafa.
—No lo dudo, general. Pero si esta guerra nos está enseñando algo, es que el camino de los últimos cien años no ha traído la prosperidad al imperio. ¿Sabe cómo nos ha afectado en los últimos treinta años la pérdida progresiva de todo nuestro territorio europeo? Anatolia era antes el apéndice del Imperio otomano y Estambul la frontera del mundo civilizado; ahora, Estambul es la frontera del retraso y la barbarie. No podemos permitir que unos locos arruinen nuestra apuesta por recuperar nuestras viejas posesiones en Europa.
—Y, ¿qué puedo hacer yo? —preguntó el general.
—Planean matar al sultán. Sabemos que es una figura simbólica, pero después pretenden proclamar el Quiyama. Los locos de toda la umma se les unirán y será el fin de nuestra cultura. Los occidentales nos aplastarán. Se unirán en una nueva cruzada contra nosotros. Debe parar la matanza y prevenir el asesinato del sultán —dijo la voz.
—¿Hermano maestro, la logia le apoya cien por cien?
—Sí, nosotros queremos que pare el genocidio y que lo pare ahora. Si lo consigue, le convertiremos en el presidente de Turquía.