El oficial jugueteaba con su sombrero mientras esperaba en el salón. Le sudaban las manos y, de vez en cuando, se pasaba el dedo por el cuello de su camisa. Se puso en pie y paseó por la estancia. Nunca había visto tanto lujo reunido. Grandes jarrones, mesitas de madera y oro, cuadros y tapices. Todo aquello debía de valer una fortuna.
La puerta de la sala se abrió y dos guardias se situaron uno a cada lado de las hojas de madera blanca. El sultán entró en la sala apoyado sobre su bastón. El oficial se inclinó ante él y comenzó a temblar.
—Oficial —dijo el sultán mirando con ojos indiferentes al soldado.
—Señor —tartamudeó el hombre.
—¿Usted ha traído este anillo? —preguntó el sultán mostrando la sortija de brillantes.
—Sí, señor —respondió temeroso el oficial.
—¿Dónde lo encontró?
—Me lo dio una mujer que está en la cárcel militar. Dice que es una de sus esposas.
—¿Dice que es mi esposa? —preguntó el sultán inquieto.
—Sí, señor.
El sultán miró de nuevo la joya, no pensó que volvería a ver a la princesa. El corazón le dio un vuelco y acercó su cara a la cabizbaja cabeza del oficial.
—¿Qué hace en la cárcel? —le preguntó con un susurro.
—La han detenido, señor.
—¿Acusada de qué?
—De espía armenia, señor.
—Espía armenia —repitió el sultán, sin poder contener la risa. Su mujer era muchas cosas, pero nunca se le había ocurrido algo tan gracioso.