Estambul, 20 de febrero de 1915
Mehmed V se anudó la bata y se sentó frente a su escritorio de marfil. Era una pieza única, labrada por artesanos africanos y traída desde Etiopía para él. Abrió uno de los cajones y extrajo el documento. Los sellos colgaban de uno de los extremos, el texto era escueto, pero no dejaba lugar a dudas sobre la suerte de más de un millón de almas. No sentía una especial simpatía por los armenios, aunque alguno de sus colaboradores más íntimos lo había sido, pero el exterminio por abandono, el exilio o la conversión forzosa no eran la forma en la que él entendía las cosas. No quería ser conocido por su crueldad como lo fue su hermano Abdul Hamid II, pero en su poder ya no estaba decidir nada.
Alargó la pluma y comenzó a salpicar la hoja con tinta. Apenas había trazado una línea cuando se detuvo, se puso en pie y se dirigió al gran ventanal. El Cuerno de Oro parecía apacible a aquellas horas de la mañana. Los barcos navegan sin prisa por el estrecho y el cielo azul irradiaba una especie de perfección, que le subió levemente el ánimo.
Cuando el mundo se desmorona, pensó, Alá sigue iluminando cada amanecer. Él que había vivido siempre en el lujo y la riqueza, no sabía qué era la paz y la tranquilidad. Constantemente temeroso de que su hermano lo eliminara, con el corazón angustiado por gobernar un imperio vasto que se desmoronaba de día en día y con el orgullo herido por los Jóvenes Turcos que controlaban el Gobierno y el país.
Se volvió a sentar. Miró el documento y lanzando un gran suspiro, firmó. Se puso en pie y decidió ir a desayunar. Sus pobres nervios le habían levantado terriblemente el apetito.