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Estambul, 16 de febrero de 1915

Los miembros del Alto Mando se sentaron en sus sillas y esperaron con impaciencia el discurso del general Enver. El general se puso en pie y guardó silencio hasta que el murmullo se fue apagando.

—Nuestros temores se han confirmado. Los armenios se están aliando a los rusos en Van y las regiones limítrofes. Han traicionado al imperio y tan solo nos queda una manera de actuar.

La voz del general sonaba enérgica. Muchos de los miembros del Alto Mando asentían con la cabeza. En su mayoría eran turcos musulmanes; desde la llegada de los Jóvenes Turcos al poder, los judíos, armenios y kurdos habían sido relevados de sus puestos en la administración y el ejército.

—Pero ¿no se opondrá el sultán? —preguntó uno de los oficiales.

—El sultán hará lo que nosotros digamos —contestó Enver.

—¿Qué pensarán nuestros aliados? —dijo otro de los oficiales.

—Ya hemos comunicado nuestra decisión a austriacos y alemanes. Lo que más les importa ahora es ganar la guerra, tampoco desean una Armenia independiente prorrusa. Nos piden que seamos discretos y terminemos con el problema cuanto antes —dijo Enver.

—¿Cómo podremos terminar con un problema de más de tres millones de personas? —preguntó Mustafa Kemal.

Los ojos de Enver brillaron de rabia. Conocía la aptitud pragmática de su amigo. Aprovecharse de las decisiones impopulares, pero mantenerse al margen.

—Haremos lo mismo que con los griegos hace unos años. Deportarlos…

—Pero ¿a dónde? Los griegos de Anatolia tenían Grecia. ¿Los enviaremos a la parte rusa para que se alisten en su ejército? —preguntó Mustafa.

—Evidentemente no, Mustafa. Llevamos semanas desplazando a los armenios hacia el oeste. Muchos ya están concentrados en Siria. Mientras la guerra continúe no moveré un dedo por ellos.

—Pero eso supone dejarles morir —dijo Mustafa.

—Es la única manera de terminar con el problema. Debemos eliminar a toda su élite, a la mayoría de los hombres jóvenes y dejar que la naturaleza algo otro tanto con el resto —dijo Enver, dando un golpe en la mesa con el puño cerrado.

Un denso silencio recorrió la sala. El único que mantuvo la mirada al general Enver fue Mustafa Kemal.

—Pero tendremos que utilizar soldados y material para llevar a esos malditos armenios a Siria y la costa oriental. No podemos esperar a que la guerra termine —dijo Mustafa Kemal.

—Es nuestra última oportunidad. Ahora nadie preguntará por ellos. Cien mil o doscientos mil muertos más, no son nada en una guerra —dijo Enver sonriente.

Los oficiales asintieron con la cabeza. Eliminando a los armenios el ejército podía justificar sus torpezas, necesitaban un chivo expiatorio que justificara su ineptitud. Los armenios eran la pieza más débil del complicado puzle étnico turco y ellos serían los primeros en probar el sabor de la venganza.