Estambul, 26 de enero de 1915
El sultán Mehmed V caminaba con aire ausente por el frondoso jardín de palacio. En unos meses las flores comenzarían a brotar y su aroma rompería con el olor a muerte y desolación que se cernía sobre su ciudad y su imperio. La guerra no marchaba del todo mal. Los rusos les habían parado en el norte, pero uno de sus ejércitos se dirigía a través de Palestina hasta Egipto, si bien no quería enturbiar su agradable paseo con la guerra.
Se sentó en uno de los bancos del jardín, apoyó sus dos brazos sobre el respaldo y echó la cabeza para atrás.
—Alteza —dijo una voz a su derecha.
La cara de Enver Pachá sustituyó al cielo infinito cubierto de nubes. El sultán lo miró incrédulo. Sus criados sabían que nadie podía interrumpir sus paseos por el jardín, que a esa hora no aceptaba audiencias.
—Mustafa, ¿quién le ha dejado entrar?
—No podía esperar a mañana. Nos ha llegado una noticia de nuestro servicio secreto en Inglaterra —dijo inexpresivamente el general.
El sultán odiaba la actitud altiva de los oficiales jóvenes. Su mirada de desprecio y sus modales bárbaros, pero lo que le sacaba de sus casillas era la inexpresiva mirada de Enver.
—¿De qué se trata? —preguntó con desgana. Sabía que su opinión no iba a contar, aunque todavía su firma tenía poder para dar y quitar la vida.
—Al parecer, el ministro David Lloyd George ha entrado en contacto con los Gobiernos griego y búlgaro, ofreciendo aumentar la presencia militar en la zona, para animarles a entrar en la guerra. Sabíamos que habían concentrado algunos barcos en Salónica, pero no que iban a concentrar un gran ejército allí. Eso decía una carta enviada por el Alto Mando a los rebeldes armenios y que ha sido interceptada.
—Y, ¿qué se supone que debemos hacer nosotros?
—En primer lugar, reaccionar. No podemos quedarnos con los brazos cruzados. Demos una lección a esos griegos y búlgaros. Deportemos a los armenios, que vean lo que les puede suceder a ellos si se unen a los británicos. En segundo lugar, evitaremos tener una quinta columna dentro de nuestro territorio. Sabemos que los armenios preparan una rebelión en Van, aprovechando el avance ruso. Actuemos primero y alejémoslos de allí. Mandemos a esos malditos traidores hacia los griegos, que se entretengan salvando a sus hermanos y se piensen lo que puede sucederles a ellos.
—Pero ¿cómo podremos mover a toda esa población en medio de una guerra? No hay trenes ni camiones suficientes, no podremos alimentarlos.
—Que su Dios los proteja. Si no queda ni uno vivo no se perderá nada.
El sultán miró a Enver, sus ojos centelleaban, tenía los labios apretados y el puño de la mano derecha cerrado.
—¿Y los soldados que tendremos que emplear?
—No se necesitan muchos pastores para dirigir a un grupo de ovejas obedientes. Les diremos que es por su seguridad. Que tan solo los desplazamos provisionalmente. Muchos de ellos ya han sido desplazados del frente. Las zonas más seguras para crear los campos de internamiento, hasta que los enviemos a Grecia, serán Siria e Irak.
—Pero no tenemos barcos suficientes.
—No se preocupe, majestad. Cuando hayamos terminado con ellos, no nos harán falta.
Enver sonrió al sultán, pero este permaneció serio mientras sentía que un escalofrío le recorría la espalda. Si Alá lo permitía, quién era él para impedirlo, pensó con el habitual providencialismo árabe. Para los musulmanes todo estaba escrito y nadie podía cambiar su destino.