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Estambul, 22 de enero de 1915

Armen Movsisian miró a su espalda, pero no había nadie siguiéndolo. En los últimos días se sentía inquieto. Varios amigos del sultán le habían dicho que los militares tramaban algo contra los armenios, pero él se imaginaba que eran los pogromos de siempre, unos cuantos armenios cristianos muertos para aplacar la furia de los musulmanes y todo volvería a la normalidad. No se creía un cínico, pero unos pocos armenios pobres no le preocupaban mucho. Él era primero turco y después armenio. Su familia había servido a tres sultanes y ni en los peores momentos del Sultán Rojo habían tenido nada que temer.

La noche se cernía sobre Estambul y Armen Movsisian aceleró el paso, dejó el barrio armenio y se dirigió a palacio. Le resultaba extraño que el sultán lo hubiese convocado a esas horas, pero quién era él para discutir nada al descendiente directo de Mahoma.

Empezó a caminar por la gran avenida. El toque de queda mantenía las calles vacías en cuanto se ponía el sol, pero él tenía un pase especial. Se ajustó el abrigo y sintió un escalofrío. Una niebla densa comenzaba a humedecer el ambiente y lamía sus viejos huesos armenios.

Escuchó un murmullo y se giró asustado. Tres jóvenes judíos charlaban animosamente. Era extraño ver a judíos a esa hora por la calle, pero algunos estudiaban la Torá hasta tarde en las escuelas rabínicas. El grupo se aproximó hasta él y uno de los jóvenes comenzó a hablarle.

—Perdone. Nos hemos perdido. ¿Sabe dónde está la calle Osmanađa mahallesi?

Armen Movsisian se extrañó de la dirección. Ese barrio estaba al otro lado del Cuerno de Oro[30] y en esa zona no eran bienvenidos los judíos.

—Tienen que ir hasta el puente.

—¿Qué puente? —preguntó en perfecto árabe.

—Aquel —dijo el hombre, señalando con el dedo.

—¿No puede acompañarnos? —dijo el joven judío.

—Lo siento, pero tengo que ir de inmediato al palacio de Dolmabahçe.[31]

El anciano Armen Movsisian murmuró algo entre labios y se alejó de los jóvenes, pero antes de que pudiera reaccionar, estos le volvieron a rodear. Se levantaron sus capas y extrajeron tres puñales.

—¡San Gregorio, protégeme!

Los tres hombres se abalanzaron sobre él. Le acuchillaron una y otra vez, mientras él intentaba parar las cuchilladas con las manos.

—Viejo infiel —dijo uno de ellos—. Los assassini te enviamos al infierno de los no creyentes. Dentro de poco, toda tu casta desaparecerá del islam.

El anciano cayó al suelo en medio de un charco de sangre. Se le nublaba la vista mientras sus asesinos seguían acuchillándole en el suelo. Comenzó a rezar una oración entre labios. El viejo Dios de los armenios, el mismo que había despreciado tantas veces, era ahora su único consuelo.

—¡Hoy ha sido uno, pero dentro de poco morirán a cientos! —gritó uno de los assassini mientras limpiaba su daga con la ropa del anciano. Sus compañeros sonrieron y los tres hombres se dirigieron a por su próxima presa.