Estambul, 17 de enero de 1915
Nada más llegar a la ciudad se dirigió directamente a la casa del general. Ya tenía la joya y la trascripción, se sentía eufórico y nervioso al mismo tiempo. Llamó a la puerta del pequeño palacete y esperó respuesta. Unos criados le llevaron hasta un salón y después entró en el despacho.
El general era un hermano más. Tenía que vivir en medio del lujo y la ostentación, pero a veces Alá pedía sacrificios diferentes para unos que para otros. Siempre había sucedido así. Los hermanos se introducían entre los poderosos y en el momento adecuado, se ponían en marcha para servir a la causa.
Apenas había luz en la estancia. Sentado en la mesa le esperaba el general. Al-Mundhir se puso enfrente y saludó al hombre.
—¿Lo has conseguido?
—Sí, señor.
—Alá sea alabado.
—Alá sea alabado.
—Ahora tenemos poco tiempo. Debes partir cuanto antes.
—En cuanto salga el sol partiré.
—¿Has logrado matar a esos hombres?
—No, general, pero no creo que sean ya un problema. Desconocen el gran poder que tiene el rubí. La mujer árabe está a punto de morir, creo que abandonarán.
—Será mejor para todos.
—En cuanto llegue a Alamut y lo tengamos todo preparado, regresaré.
—Nuestro plan sigue adelante. El califa hará lo que nosotros digamos. A los armenios los estamos concentrando en varios campos y muchos han muerto ya, pero no te preocupes, los de Estambul son todos tuyos —dijo el general, sonriente.
—Alá sea bendito —dijo Al-Mundhir con el rostro iluminado por la alegría—. Por fin, devolveremos a los musulmanes lo que les pertenece.