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Estambul, 16 de enero de 1915

La mesa de Mustafa Kemal estaba repleta de mapas y planos. Sus profundos ojos azules no dejaban de mirar la península de Gallípoli. Había tratado de convencer a sus superiores de que reforzaran la zona. Si los británicos querían atacar Estambul, ese era el punto más débil. No le gustaba la idea de que los aliados estuvieran concentrando fuerzas en Salónica, a unas pocas horas de la capital de Turquía, pero el ataque tan solo podía ser por mar. Sus defensas en las fronteras con Grecia y Bulgaria habían sido reforzadas y los aliados tardarían semanas en romper sus líneas.

Se acarició el bigote rubio, mientras con su mente comenzó a reproducir la conversación con su amigo Ismail Enver. No solo pretendía desmilitarizar a los armenios, también había propuesto el encarcelamiento de más de dos mil líderes armenios y que la población armenia fuera alejada de la frontera rusa. Mustafa sabía lo que podía suponer eso. Miles de hombres, mujeres y niños caminando por medio país en plena guerra. ¿Dónde los establecerían? ¿Acaso no sería más peligroso tenerlos a todos juntos? ¿Cómo los alimentarían? Si había una cosa clara, era que a Ismail no le importaba lo más mínimo lo que ocurriera con los armenios. Pero ¿qué pensarían sus aliados, los alemanes y austriacos? Al fin y al cabo, los armenios eran cristianos. Tampoco le gustaban las ideas islamistas de algunos de los Jóvenes Turcos, él pensaba que Turquía solo sería fuerte si alejaba el islam de la política. Muchas de las ideas de la religión se oponían al avance y desarrollo del país.

Mustafa Kemal se alejó de los planos y miró por la ventana de su despacho. El perfil de Santa Sofía se dibujaba sobre la ciudad. Parecía arder bajo el sol del crepúsculo. La gran cúpula resplandecía como una estrella caída del cielo. Pudo olfatear el olor de la batalla que se avecinaba; pólvora, sangre y sudor ante el altar de la guerra.