Antes de descender del barco, Al-Mundhir se había afeitado su larga barba y había cambiado sus ropas árabes por unos pantalones y una chaqueta. El traje estaba medio raído y le quedaba grande, pero al menos le permitiría pasar desapercibido en la ciudad. Los turcos no eran bien recibidos en Grecia y, aunque él era persa, para un occidental todos los árabes eran iguales. Llevaba casi cinco años fuera del valle de Alamut y comenzaba a echar de menos su tierra. Notó la angustia al bajar del barco y apretó la joya con la mano, y le invadió una ola de seguridad y paz. Últimamente era lo único que le relajaba, no encontraba paz ni en sus oraciones diarias ni en sus meditaciones.
Caminó hacia la ciudad e intentó pasar desapercibido entre la multitud. No sabía dónde estaba la calle en la que vivían sus hermanos musulmanes, pero no quería arriesgarse a ser descubierto en cuanto escucharan su acento.
Empezó a recorrer la ciudad vieja e intentó leer los letreros en caracteres griegos. Después de más de dos horas caminando, encontró el edificio y entró en el portal. La construcción era muy vieja, con la forma de los edificios turcos. Los escalones estaban desgastados y del pasamano solo quedaban algunos trozos de madera astillada.
Se paró delante de la puerta y llamó con la mano. Se escuchó un ruido al otro lado y el chirrido de las bisagras al abrirse.
—Assalamu’alaikum —dijo Al-Mundhir, contento de haber dado con sus hermanos.
—Será mejor que no usemos el árabe —dijo el hombre fríamente y le hizo un gesto para que pasase.