39

Estambul, 15 de enero de 1915

Los cantos de los muecines resonaron por toda la ciudad. El sol ya se había puesto y los fieles se dirigían a la última oración del día mientras Roland Sharoyan intentaba llegar al puerto antes de que un control lo localizara. Había logrado atravesar el centro de la ciudad, que en la actualidad estaba ocupado por el ejército, pero llegaba tarde y su contacto podía haberse esfumado. No partían barcos para Grecia, a pesar de su frágil neutralidad, tampoco para Egipto y la única manera de salir del país era por tierra hasta Irak o en algún barco pesquero que se arriesgara a ser detenido por los guardacostas o hundido por algún barco aliado.

Roland miró a un lado y al otro antes de entrar en el barco. Le extrañó que el viejo capitán no saliera a recibirlo como en otras ocasiones, pero se imaginó que la prudencia le había mantenido aquella noche alejado de la cubierta. El crujido de sus propios pasos sobre la madera vieja del barco le causó un escalofrío. Acudieron a su mente los rumores que corrían por todo el imperio de que los soldados armenios estaban siendo detenidos en campos de concentración y que, en breve, le seguirían el resto de armenios. Se imaginó a su madre y a su hermana arrastradas por las calles de su pequeño pueblo en la provincia de Adana, como unos años antes le había pasado a su padre y se estremeció. Esa era la razón principal de su odio por los turcos. Su pueblo se había visto sometido a humillaciones y torturas, pero todo eso iba a terminar con la guerra. Se preparaba una gran revuelta y, tras la derrota de los turcos, recuperarían su Estado y su honor.

Roland se dirigió a la cabina del barco y llamó al viejo marinero.

—Abu, sal de donde estés escondido, soy yo y tenemos que partir cuanto antes. Ahora todo el mundo está en la oración y nadie controla el puerto.

Nadie respondió a las palabras del joven. Se acercó a la entrada y descorrió la cortina. Frente a él se encontraba el cuerpo del viejo. Sus ojos permanecían abiertos, pero el cuello cortado y la sangre que había cubierto todo su pecho y la madera, reseca, no dejaban lugar a dudas. Unas botas resonaron en la cubierta y Roland intentó lanzarse al agua, pero varias manos se aferraron con fuerza a sus delgados brazos y le derrumbaron al suelo. El joven sintió un fuerte dolor en la cabeza y percibió el olor a pescado podrido de la cubierta antes de perder por completo el conocimiento.